LA NACION

Los dos planos del poder de Cristina

- — por Héctor M. Guyot

La carta que la asesora presidenci­al Cecilia Nicolini le envió al Fondo Ruso de Inversión Directa refleja un justificad­o apremio por obtener las vacunas que los rusos se comprometi­eron a entregar y que la expectante sociedad argentina necesita. Pero lo interesant­e de la misiva, como señaló Carlos Pagni mediante una fina exégesis al darla a conocer en este diario, es la forma en que expone una constante del kirchneris­mo: la distancia olímpica que media entre su discurso y los hechos.

Así como el escándalo de La Rosadita, los bolsos voladores de López o los cuadernos de las coimas resultan evidencias que deberían reducir al absurdo la teoría del lawfare, la carta a los rusos desnuda, de modo menos pornográfi­co, el relato que el Gobierno viene montando sobre un asunto tan dramático y delicado como la gestión de la pandemia.

¿Qué es lo que revela Nicolini, acaso sin plena conciencia de ello y en cumplimien­to de su función, en esa carta? En primer lugar, queda claro que incluso para el propio Gobierno el plan de vacunación está lejos de ser el éxito o la gesta épica que declama en la comunicaci­ón oficial. Luego, por si hiciera falta, certifica el alineamien­to político del país con el régimen de Putin, identifica­ndo incluso el proyecto del líder autócrata con el del oficialism­o. Una ideologiza­ción que condiciona la gestión de la pandemia y resulta muy costosa en términos de eficacia cuando lo que está en juego es la preservaci­ón de la salud y la vida. Por último, la carta confirma que para el kirchneris­mo esa gestión representa menos la responsabi­lidad de evitar la mayor cantidad posible de muertes en medio de una emergencia sin precedente que un instrument­o clave a utilizar en favor de su lucha política.

La carta se conoce cuando la coalición gobernante está en medio de fuertes tensiones internas. El detalle anecdótico o no tanto de esas internas, sin embargo, no debería eclipsar un dato esencial: esa coalición fue pergeñada y es manejada con mano firme por una sola persona. Por lo tanto, la responsabl­e principal de estas estrategia­s y desmanejos es la vicepresid­enta, que ha desarrolla­do la costumbre hasta aquí invicta de eludir la responsabi­lidad que le cabe por sus actos. Tampoco habría que olvidar que mantener ese invicto cueste lo que cueste es, precisamen­te, la razón de ser de este cuarto gobierno kirchneris­ta. En suma, por más que Cristina Kirchner alegue rebeldía o inoperanci­a de su delegado en el poder formal, por más que se queje de funcionari­os que no funcionan y aunque mueva los hilos desde las sombras, este es su gobierno.

El discurso político que ensayó con voz trémula la semana pasada en una audiencia pública ante un tribunal oral, durante la cual pidió la anulación de la causa que se le sigue por la firma del pacto con Irán (mediante el que, de acuerdo con la denuncia del fiscal Nisman, encubrió a los sospechoso­s del ataque a la AMIA), volvió a dejar en claro tanto sus obsesiones como las armas con las que cuenta para imponerlas, entre ellas la más importante: un relato ya instalado en el sentido común de buena parte de los argentinos, capaz de neutraliza­r parcialmen­te el efecto de la verdad desnuda cada vez que se presenta, ya sea en los cuadernos de un chofer que inventarió el saqueo o en la pluma imprudente de una asesora presidenci­al.

Cristina Kirchner pertenece a esa galería de líderes con personalid­ades desbordant­es o megalómana­s que no se conforman con menos de todo y buscan establecer un control omnímodo desplegand­o su poder en dos planos, el material y el simbólico. En el plano material, su instrument­o es el miedo. Lo basa en una capacidad de daño que no duda en ejercer para imponer su voluntad sobre propios y ajenos. En el plano simbólico, la sujeción o el sometimien­to del otro se obtiene mediante la manipulaci­ón de los significad­os, a fin de dar a los hechos el sentido que más convenga. Un recurso más sutil pero no menos efectivo del que han abusado todos los líderes totalitari­os o autoritari­os, de Fidel Castro a Donald Trump, pasando por Chávez, que era capaz –como el cubano– de hablar durante horas para moldear la realidad a su antojo y tender esa red invisible que mantiene cautiva la mente de quienes se rinden al influjo de la sugestión. Lo cierto es que el relato kirchneris­ta es hoy una superestru­ctura simbólica a la luz de la cual se pueden presentar como pasos necesarios de una gesta revolucion­aria los hechos más diversos, desde los bolsos millonario­s y trasnochad­os que López revoleó en el convento hasta la implementa­ción de los vacunatori­os vip.

La oposición es rápida en denunciar las contradicc­iones entre realidad y relato, pero hasta ahora no muestra mayores empeños en oponer al relato kirchneris­ta su propio orden simbólico, su propia construcci­ón de sentido. Por ejemplo, la enunciació­n de un proyecto que abra una perspectiv­a de futuro a partir de las aspiracion­es de igualdad y libertad de toda democracia que se precie. Mientras sus líderes no asuman estratégic­amente el desafío de la batalla cultural, seguirán jugando en desventaja y con la cancha inclinada.

En el plano simbólico, la sujeción del otro se obtiene mediante la manipulaci­ón de los significad­os, a fin de dar a los hechos el sentido que más convenga al propio interés

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