LA NACION

White Stripes

Se cumplieron 20 años de la reinvenció­n del rock de guitarras en el siglo XXI con el tercer disco de la inusual banda integrada por Jack y Meg White

- Joaquín Vismara

Hacia el fin del último milenio, el espacio disponible para la música en el mainstream estaba repartido en dos extremos. De un lado, el pop prefabrica­do y el fenómeno de las boy bands convertido en una máquina de facturar en todas las latitudes; del otro, el nü metal, el híbrido resultado de la cruza entre la música pesada y el rap que tomaba lo más polémico de ambos mundos. En el medio entre ambas polaridade­s, un terreno fértil y abandonado que fue recuperado por el rock de guitarras como plataforma de despegue tras una larga ausencia. Y si bien este fenómeno no tiene fecha precisa, bien podría identifica­rse su (re)nacimiento el 3 de julio de 2001, el día en el que The White Stripes publicó White Blood Cells, su tercer disco.

El éxito del dúo integrado por Meg y Jack White no fue fortuito, sino el resultado del perfeccion­amiento de una propuesta que había nacido sólo cuatro años antes en Detroit. Desde su debut homónimo publicado en 1999, The White Stripes forjó una identidad visual y sonora que se mantendría­n como constantes en su obra. Por un lado, la estética del grupo estaba basada sólo en los colores rojo y blanco, desde su ropa, los instrument­os que utilizaban, hasta los artes de tapa de sus álbumes. Por el otro, un apego a una fórmula musical construida desde la expresión mínima tanto en forma como contenido: guitarra eléctrica y batería como únicos instrument­os salvo contadísim­as excepcione­s para un repertorio centrado en el blues y el rock más primitivo. En medio de todo eso, el misterio: Meg y Jack se presentaba­n al mundo como hermanos, cuando en realidad eran un matrimonio que se disolvió en 2000. Después de dos discos en los que el repertorio propio se codeaba con versiones electrific­adas de robert Johnson, el dúo realizó un par de cambios a su propuesta. Se propuso que su tercer disco fuera solo de material original y también se ajustaron las piezas, al sacar al blues de la fórmula y sumar al garage rabioso. El cambio le permitió a Jack White poder incluir en el disco varias canciones que tenía listas hacía años, pero que no lograba hacer encajar en los primeros discos del dúo y que incluso había llegado a tocar en vivo en un fugaz intento solista, como “Dead Leaves and the Dirty Ground” o “The Union Forever”. a pesar de que parte del repertorio llevaba ya años de maceración, The White Stripes dedicó solamente una semana a los ensayos previos a la grabación del disco.

El dúo eligió grabar en los estudios Easley-mccain, ubicados en Memphis, por donde habían pasado ya bandas y artistas del circuito alternativ­o como Pavement, Cat Power y Jon Spencer Blues Explosion. a pesar de que Meg se mostraba reticente a grabar de manera tan prematura, su compañero de banda se encargó de convencerl­a. Las 16 canciones de White Blood Cells se grabaron en solo cuatro días, sin margen para pensar demasiado las cosas y tratar de capturar la mayor espontanei­dad posible, con una última jornada reservada solo para la mezcla y la masterizac­ión.

Por primera vez en su carrera, The White Stripes contó con una mesa de grabación de 24 canales. El artefacto no sólo ofrecía una posibilida­d para ampliar la cantidad de elementos a agregar, sino que también era parte de una ingeniería de estudio pensada en pos de la mejor calidad de audio posible. Por eso mismo, Jack White le advertía constantem­ente al ingeniero Stuart Sikes un pedido: que el disco no suene “demasiado bien”.

La paleta de sonido de White Blood

Cells era lo suficiente­mente amplia como para atraer al gran público, desde el puk de fogón de “Hotel Yorba” a los estallidos de garage rock de “I Think I Smell a rat” y la ya mencionada “Dead Leaves and the Dirty Ground”, con lugar también para esa balada folk de frágil simpleza que es “We’re Going to Be Friends”. En cierto modo, el grupo parecía advertir que su grado de exhibición iba a ser mayor y jugó con esa idea desde la tapa, en la que Meg y Jack están acorralado­s contra una pared por un grupo de paparazzi vestidos en mallas negras que los cubren de pies a cabeza.

Para promociona­r el disco, The White Stripes eligió como primer corte a “Fell In Love With a Girl”, un chispazo guitarrero de menos de dos minutos de duración. Con la certeza de tener un hit entre manos, Meg y Jack convocaron al realizador Michel Gondry para que se encargara del videoclip. La elección fue un accidente con suerte: Jack pidió a su sello que lo contactara con el director de “Devils Haircut”, de Beck, y así la discográfi­ca llamó al francés, sin saber que ese clip pertenecía a Mark romanek. Invitado a una cena para discutir ideas, Gondry llegó al encuentro con una reproducci­ón de la cara de Jack White hecha con piezas de Lego para explicar qué tenía en mente: una animación en stop motion construida con miles de fichas a las que hubo que acomodar cuadro por cuadro. El resultado final fue un éxito inmediato que se instaló con rapidez en los canales de videos y que arrasó en los premios VMA de 2002. El mayor éxito del disco no está solo en todo lo que le brindó a The White Stripes, sino lo que terminó haciendo por los demás. White Blood Cells terminó siendo la hendija por la que el rock de guitarras volvió a colarse en el mainstream.

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They Grosby Goup Meg y Jack Stripes, una pareja eléctrica

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