LA NACION

Josefina Vicens, gran “rara” latinoamer­icana

- Pedro B. Rey

Cuando a fines del siglo XIX Rubén Darío escribió Los raros solo buscaba seguirle la estela a Los poetas malditos de su admirado Verlaine, como más tarde lo haría en su “Sinfonía en gris mayor”. En realidad no había casi latinoamer­icanos en aquella serie de retratos de poetas (que escribiera en español el único era José Martí), pero a partir de entonces el continente siempre buscó estar a la altura del plural del título. No es seguro que haya mayor promedio de “raros” en la literatura latinoamer­icana que en la de otras zonas del globo, pero sí que, más tarde que temprano, los lectores o los críticos de por aquí terminarán por prestarles atención.

México tiene su buena cantidad de escritores inclasific­ables. Josefina Vicens (1911-1988) lo es a tal punto que ni siquiera figura en el muy alerta Diccionari­o de autores

latinoamer­icanos que construyó César Aira. Su originalid­ad se puede comprobar en el volumen que reúne toda su narrativa, de la que el Fondo de Cultura Económica acaba de lanzar una edición argentina. Vicens escribió mucho para el cine y también columnas periodísti­cas con seudónimo, pero no hay que invertir meses para leerla. Como su frugal compatriot­a Juan Rulfo, dejó apenas un par de obras narrativas: El libro vacío (1958) y el posterior Los años

falsos (1982).

Detengámon­os en El libro vacío, una de esas obras auroleadas por un estatus casi clandestin­o (en México solo había tenido una reedición, en 1978, a pesar del éxito crítico al momento de su salida). En El libro vacío alguien escribe, no puede parar de escribir, quiere escribir un libro, pero no sabe sobre qué, le gustaría dejar de escribir. Lo que anota aparece volcado sobre sí mismo, en un vértigo autorrefer­encial. El tono neutro y confesiona­l del comienzo –no hay datos sobre quién moldea esos primeros párrafos, y por inercia el lector asume que es la propia autora intentando sortear las obviedades femeninas a las que la condenaban los años cincuenta del siglo pasado– encuentra a las pocas páginas un giro trivial, pero decisivo. El narrador es masculino: se llama José García. La reflexión, enrarecida, se convierte en ficción. Vicens escribe como si el boom latinoamer­icano ya hubiera pasado y se diera el lujo de ser previsoram­ente posmoderna. No se queda en el gesto lúdico, sin embargo: entre las tapas del libro transcurre además “la tierra caliza” de toda una vida.

El narrador tiene dos cuadernos (uno para anotar de buenas a primera y otro para pasar en limpio lo que considera vale la pena) y se pone reglas como la de evitar la primera persona, no usar la voz íntima, sino “la del gran rumor”, algo que interese a todos. No cumple, por supuesto. Poco a poco lo que lo rodea empieza a percudir su ensimismam­iento. El hijo mayor, curioso, se introduce en el cuarto al que se retira el narrador para escribir y le pregunta si le falta mucho para acabar la supuesta novela a la que dedica tanto tiempo. Se siente un fraude, y piensa en decirle: “No puede acabar lo que no empieza y no empieza porque no tengo nada que decir. Tu padre no es escritor ni lo será nunca. Es un pobre hombre que tiene necesidad de escribir, como otro puede tenerla de beber. Solo que este lo hace y sacia su sed”.

Como Kafka, la voz de El libro vacío puede pensar que todo eso que escribe debería ir a dar al fuego, pero en su eterna postergaci­ón –después de contar algunas de sus peripecias personales y familiares– propone una reivindica­ción de la mediocrida­d, del hombre medio que vive “con gran dignidad y tersura”: “Siento que el mediocre puede ser también un triunfador, si por triunfo entendemos no solo la brillante apariencia, la fama o la prosperida­d, sino la paz íntima y la falta de avidez por los elementos estridente­s que dan un suntuoso contorno a la existencia”.

El estilo de Vicens –ese ronroneo alrededor del yo y sus circunstan­cias al ras– podría asociarse a mucho de lo que se escribe hoy, pero en realidad ya venía dejando su marca en la literatura latinoamer­icana. Otro autor “raro”, el uruguayo Mario Levrero, segurament­e encontró inspiració­n en la mexicana para la “autoterapi­a grafológic­a” de El discurso vacío, que, de manera bastante natural, se prolongó en La novela luminosa, su gran opus póstumo. La singularid­ad también termina por crear su propia genealogía.

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