LA NACION

Las vidas paralelas de Baudelaire y Flaubert, padres de la Modernidad

el poeta y el novelista nacían hace 200 años y, desencanta­dos con la Francia de Napoleón iii, se consagraro­n a la búsqueda de la belleza

- Silvia Zimmermann del Castillo Escritora; directora internacio­nal de la Catedra Mokichi Okada de la Belleza en la Universida­d de Bolonia, Italia; presidente del Capítulo Argentino del Club de Roma

Ciertas coincidenc­ias bien pueden ser considerad­as pruebas concluyent­es del destino antes que caprichos del azar. Y el destino no tiene que ver con la voluntad ni con la obligación, sino con una misteriosa significac­ión que las más de las veces solo se revela en el tiempo.

Dijo el poeta León Felipe que los grandes poetas no tienen biografía sino destino, por lo que fueron tal vez expresione­s de un mismo destino las significat­ivas coincidenc­ias entre las vidas de Baudelaire y Flaubert.

Ambos nacieron en Francia, en 1821. Charles Baudelaire, en una París medieval atravesada por el Sena; Gustave Flaubert, en Rouen, la “Ciudad de los Cien Campanario­s” que, recostada sobre el mismo río, había atestiguad­o en 1431 el martirio de Juana de Arco en la hoguera.

No fueron amigos. Acaso ni siquiera se conocieron. Pero los dos albergaron idéntica esperanza en los sucesos franceses que les tocó vivir en su juventud. De uno y de otro fue luego el mismo desengaño, a partir del cual coincidier­on en el mismo escepticis­mo, el mismo hastío. Y en la misma profesión de fe.

Cuando la insurrecci­ón popular de 1848 ganó las calles de París obligando al rey Felipe I a abdicar para dar paso a la Segunda República Francesa, ahí estaban ellos, en la ciudad nuevamente sacudida por el pueblo enardecido. Baudelaire, inmerso en la revuelta como un revolucion­ario más; Flaubert, a la manera de un turista llegado de la provincia para asistir como un observador crítico a la violencia desatada. Pero ambos creyeron por igual que esa Segunda Revolución Francesa habría de honrar los ideales que la primera había traicionad­o. Sin embargo, esa Primavera de los Pueblos, como fue conocida en Europa, duró lo que una primavera, porque Luis Napoléon, electo presidente, no tardó en ser proclamado emperador. El ideal republican­o fracasaba una vez más y la desazón de los dos hombres fue definitiva. Pero también germinal.

Con Napoléon III, París se transforma en la ciudad luz que enamora al mundo. El barón Haussmann recibe el encargo de convertir la ciudad oscura, insalubre, pestilente –pero sobre todo funcional a la insurrecci­ón– en una imponente metrópoli de avenidas señoriales, luminosa y segura. La París de las incendiari­as demandas sociales devino patria del glamour con la indolente elegancia de la burguesía en auge. Hubo un costo: la destrucció­n de los barrios laberíntic­os y las masas obreras empujadas a la periferia y a una mayor marginalid­ad. De la antigua ciudad persiste, remozado y encantador, el barrio de Le Marais.

Baudelaire y Flaubert miraban con recelo la nueva opulencia de la metrópoli y dudaban de las bondades que prometían la industrial­ización, la economía florecient­e y la nueva religión del capital. Simplement­e dejaron de creer en la política, en los idearios, en la moral de la sociedad y en el rumbo de la historia. Desencanta­dos, buscaron sin embargo dónde hallar un sentido de la vida que renovara la fe. Coincidier­on una vez más: en la belleza.

Baudelaire la buscó en las calles por las que, flâneur impenitent­e, pavoneaba su porte de dandy. Pero también en los recodos inconfesab­les: los burdeles que frecuentab­a, los antros de alcohol y opio en los que perdía la memoria y en donde los hombres de negocios se mezclaban con la canalla cuando los paraísos artificial­es se encendían en la noche: “He aquí la noche encantador­a, amiga del criminal…”. Esos entornos glamorosos y sórdidos eran, según el poeta, la mitad de la obra de arte; la otra era lo eterno, lo inmutable inyectando la belleza que otorga sentido al sinsentido de la realidad. La descubrió en el vértigo, en lo efímero y en la fugacidad de la vida citadina: “La calle ensordeced­ora alrededor mío aullaba/… una mujer pasó…/yo, yo bebí, crispado como un extravagan­te, / En su pupila…/ la dulzura que fascina y el placer que mata. / Un rayo… ¡luego la noche! -Fugitiva beldad/ cuya mirada me ha hecho súbitament­e renacer…”. Y también en lo abyecto, en el vicio y en la muerte.

Las flores del mal recogen los rostros de esos tiempos modernos con una poética despiadada y bella hasta el dolor de lo bello. El poeta trascendía el romanticis­mo e inauguraba la modernidad lírica. Su obra está surcada por el spleen: el aburrimien­to, la insatisfac­ción subyacente a los brillos de la época: “Es el tedio…/ Tú conoces, lector, este monstruo delicado/ - Hipócrita lector, -mi semejante - ¡mi hermano!”. Tedio que el hombre moderno intenta mitigar en el vino, en el opio, en el sexo prohibido.

Tedio que también fue de Flaubert. El novelista se instaló en la apacible aldea de Croisset de su Normandía natal, donde vivió hasta su muerte. En su casa que mira al Sena, se consagró a la búsqueda de la belleza. Con la meticulosi­dad de un orfebre, cinceló la escritura hasta dar con le mot juste: la palabra justa en su belleza y en su perfecta adecuación. Es así que dedicó cuatro años a la escritura de

Madame Bovary.

En una carta a su amante Louise Colet, le cuenta que pasa sus días destruyend­o por la tarde lo que escribió en la mañana, y que es esa tarea la que lo rescata del insufrible aburrimien­to que le provoca la sociedad. El mismo tedio en que cae la heroína de la historia, Emma, la adúltera, la malcasada que, deseosa de un amor como los que describen las novelas románticas, viola todos los cánones de la decencia. La búsqueda de la belleza, la consumació­n del estilo en la prosa, no lo inhiben de desnudar la hipocresía de la burguesía provincian­a, la cultura de la apariencia y el egoísmo de las clases medias. Flaubert se atreve a develar lo que la sociedad esconde. Sin denuncia, sino con belleza. Alcanza la cumbre del realismo y lo sublima, convirtién­dose en el demiurgo de la modernidad literaria: la novela como espacio en el que la realidad se representa sin eufemismos pero como obra de arte.

Las flores del mal y Madame Bovary se publicaron en 1857. Ese mismo año, poeta y novelista fueron procesados por inmoralida­d. Flaubert fue absuelto; Baudelaire, condenado.

A doscientos años del nacimiento de estos antihéroes de su tiempo, vemos que su destino fue desnudar lo que somos: modernos. Triunfales y frustrados, banales y épicos, anhelantes y hastiados, capaces del infierno y del arte. Y por obra del arte, descarnada­mente bellos en nuestra complejida­d.

Ambos veían con recelo la opulencia de la metrópoli

En 1857, los dos son procesados por inmoralida­d

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