LA NACION

El pecado original de Alberto Fernández

- Fernán Saguier

Fueron solo tres palabras.

“Read my lips” (lean mis labios).

George Bush (padre) las pronunció lentamente, sílaba por sílaba, sin otra intención que convertirl­as en un eslogan de campaña, para dejar una huella indeleble, durante la convención nacional de 1988 que lo ungió candidato republican­o a la presidenci­a de los Estados Unidos.

Pero fueron suficiente­s. Suficiente­s para transforma­rse, cuatro años más tarde, en uno de los más memorables y demoledore­s bumeranes electorale­s de los que se tenga memoria. Una pieza de colección entre las frases antológica­s de la historia política norteameri­cana.

“Read my lips, no new taxes” (no nuevos impuestos), completó Bush.

Buscaba un golpe de efecto para ganarse la confianza de un electorado preocupado por la amenaza de subas impositiva­s impulsadas por el Partido Demócrata, que dominaba el Congreso y al que la política norteameri­cana llamaba socarronam­ente el partido del “tax and

spend” (grava y gasta).

Bush llegó finalmente a la Casa Blanca, pero pagó el precio de inmortaliz­ar aquella cita. La historia recuerda que, presionado por el Congreso, el presidente terminó aprobando un presupuest­o que significó en los hechos una mayor erogación para el bolsillo de sus conciudada­nos.

El pueblo americano lo consideró una traición más que una promesa incumplida. La recesión y el gigantesco déficit fiscal hicieron lo demás, allanándol­e el acceso a la Casa Blanca a un joven e ignoto gobernador de Arkansas, Bill Clinton. Adiós reelección para el líder del mundo libre que venía de salir triunfante de la Guerra del Golfo con porcentaje­s de aprobación astronómic­os.

En su discurso de asunción del mando, al presidente Alberto Fernández le tomó apenas dos minutos y veinticinc­o segundos delinear la que, prometió, sería la impronta maestra de su gestión. “Ha llegado la hora de abrazar al diferente”, dijo. Arrancaba la era de la “sobriedad en las palabras [sic]”, llamada a “superar el muro del rencor y el odio entre los argentinos”. Basta con repasar el video en Youtube: los diferentes bloques legislativ­os saludan esperanzad­os la sucesión de ramos de olivo: “Volvamos a ganarnos la confianza del otro, a convivir con alegría y respeto”. “Quiero ser el presidente capaz de descubrir la mejor faceta de quien piensa diferente”. Así como se lee. Textual.

Hay que concederle que arrancó con ese ánimo. Allá lejos quedan las primeras conferenci­as, al estallar la pandemia, junto al gobernador de la provincia de Buenos Aires, Axel Kicillof, y al jefe del gobierno de la ciudad, Horacio Rodríguez Larreta. El hombre de las filminas aparecía moderado y consensual, liderando un trío armonioso, pródigo en gestos de cordialida­d con el “amigo” Larreta.

Hasta que surgieron las primeras señales de descontent­o de una sociedad impacienta­da por el encierro y perpleja ante decisiones percibidas como ofensas públicas, verdaderas trasgresio­nes a la palabra empeñada. Vicentin, el aluvión de presos liberados, la cuarentena eterna, los colegios cerrados y la reforma judicial sacaron a un sector de la sociedad a la calle, dando origen a nueve banderazos tan dispersos como multitudin­arios.

Ahi, demasiado pronto, empezó otro Fernández. El mismo mandatario abierto que había insinuado que sería autocrític­o (“Si me desvío, salgan a la calle, les prometo que los escucharé, volveré a la senda. Tenemos que aprender a escucharno­s aun sabiendo que no penlico samos lo mismo”) mutó los gestos hacia una mueca incomprend­ida e irascible, que cruzó el primer límite hacia la intoleranc­ia con aquel inolvidabl­e destrato a los manifestan­tes, a los que distinguió de los “argentinos de bien”.

Entonces, Fernández fue dejando de actuar como el presidente de todos para convertirs­e en el presidente de una facción. Quedó al descubiert­o su pecado original: gobernar de espaldas a quienes no lo eligieron, nada menos que la mitad del país.

Esa es la razón principal del fuerte enojo que manifiesta un amplio sector de la población y el motivo del desplome del Presidente en las encuestas. Hizo exactament­e lo contrario de lo que había prometido. Defeccionó ante la más grande ilusión que puede crear un hombre de Estado: el clima de convivenci­a diario e institucio­nal que emana desde lo más alto del poder público. No hay mayor mensaje simbóque la palabra y los gestos de un presidente.

El hombre que garantizab­a el fin del odio pasó a señalar con el dedo, una y otra vez, a quienes considera los “odiadores”.

Su palabra pareció extraviars­e definitiva­mente hace algunas semanas, cuando en un acto político en el conurbano acusó a la gestión anterior de no terminar la construcci­ón de viviendas a causa del “odio”.

La Argentina vive un clima de enfrentami­ento y división acaso como nunca antes. Los puentes comunicant­es entre el oficialism­o y la oposición están dinamitado­s. Los temas en los que se han puesto de acuerdo este año y medio se cuentan con los dedos de una mano, y parecen tener más que ver con los intereses de la política que con los de la ciudadanía.

Hace un puñado de días la Iglesia argentina hizo un llamado de atención a la dirigencia toda, pidiéndole “dejar de lado descalific­aciones y posturas que promueven el resentimie­nto y la división”. Fernández segurament­e no es el único que debe bajar el tono. No hubo caso.

Las divisiones y los desacuerdo­s no son solo un trauma político. Representa­n el gran obstáculo para encarar los grandes desafíos de la Argentina. La crispación es una clave central de nuestro estancamie­nto: impide el debate civilizado y constructi­vo que exige el futuro.

¿El presidente que prometió que “conmigo se termina la grieta” tendrá la valentía y la lucidez de preguntars­e qué responsabi­lidad le cabe en la insoportab­le atmósfera de discordia que vivimos?

Alberto Fernández tiene una magnífica oportunida­d por delante. En pocos días arranca la campaña electoral. Será el protagonis­ta principal de muchos actos del oficialism­o. Podremos comprobar entonces qué hombre de Estado dirá presente: si el que asume los atributos de grandeza y magnanimid­ad propios de su investidur­a o el que sucumbe a los impulsos más primarios, producto de la frustració­n y el encono, ahondando conflictos y distancián­donos más.

¿Seguirá hablándole a un sector de la sociedad o se comportará a la altura de quien antepone al conjunto por sobre sus preferenci­as?

Como Bush, Alberto Fernández está preso de sus palabras.

Pero está a tiempo y eso está en sus manos.

Fernández fue dejando de actuar como el presidente de todos para convertirs­e en el presidente de una facción

Con la campaña, tiene por delante una magnífica oportunida­d

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S. colombo/archivo Alberto Fernández, en su discurso inaugural, cuando llamó a “terminar con la grieta”

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