LA NACION

El peligroso discurso que se va instalando

- Jorge Fernández Díaz

Quienes desdramati­zan no tienen una caracteriz­ación correcta de la fuerza que domina la escena y busca el sometimien­to total de la “Argentina cipaya”

La última travesía de Perón hacia su definitivo mausoleo y hacia su parque temático, que durante aquel significat­ivo Día de la Lealtad del año 2006 –recordarán– derivó en una escaramuza con pistolas y cuchillos entre dos simpáticas gavillas sindicales, nos asalta la memoria cuando los actuales custodios de la quinta de San Vicente abren las puertas y franquean el paso. Un encargado del Museo 17 de Octubre va encendiend­o las luces y dejando ver las fotos gigantesca­s y la iconografí­a pejotista, y explica por qué razón ha desapareci­do de tan ilustre recorrido la señora Isabel Perón. Los visitantes –aduce– pedían que la viuda y expresiden­ta y el secretario privadísim­o del General –José López Rega– fueran extirpados de la historia oficial, y entonces sus imágenes y objetos debieron mudarse a un oscuro depósito. La sensibilid­ad del “pueblo peronista” es conmovedor­a. Otros museólogos kirchneris­tas ya habían barrido con esos parientes indeseable­s, y también con otros más recientes: en el tramo de los 90 no gobernó el PJ, sino el “neoliberal­ismo”, con lo que Carlos Menem –el viejo jefe político de los Kirchner– también fue borrado de la gloriosa cronología nacional y popular. Las escenas en San Vicente surgen del flamante documental Una casa sin cortinas (Flow), donde se intenta develar sin éxito y con la ayuda de algunos testigos un tanto patéticos el misterio de María Estela Martínez. Cuando los documental­istas se retiran de la quinta, un cartel recuerda que esa es la exclusiva morada de Evita y Perón, y que su proyecto lleva una firma indeleble: Revolución Nacional Justiciali­sta. En esa primera palabra está precisamen­te cifrado el drama arcuatro –revolución y democracia son conceptos antitético­s–, y en la confesión impúdica de los gruesos escamoteos y la fácil falsificac­ión histórica, está explicado asimismo su carácter genéticame­nte farsesco. Un famoso aforismo borgiano abona este fenómeno: “Los peronistas son gente que se hace pasar por peronistas para sacar ventaja”. Borges intentaba decirnos que había oportunism­o, y que este estaba basado en una incesante impostura: personas que fingen ser lo que no son y dicen lo que no hacen. Toda esta idea encaja como un guante en una nueva convicción que flota sobre la politologí­a, ciertos sectores del periodismo y los nuevos conductore­s de la oposición, donde se sugiere ahora que el kirchneris­mo no es tan peligroso como parece, Cristina Kirchner no cree de verdad (como ella afirma) en la instauraci­ón de un Nuevo Orden y de ninguna manera marchamos hacia una autocracia ni hacia una chavizació­n o un régimen santacruce­ño de partido único: incluso La Cámpora y la Unión Cívica Radical podrían hacer en el futuro un armonioso acuerdo que nos saque de nuestro abismo económico. Como si el camporismo no se propusiera esencialme­nte acorralar a la “partidocra­cia”, convertirl­a en mero sparring y gobernar con absoluta hegemonía. Pero hay que desdramati­zar, ese es el verbo de la hora. Y quienes dramatizan son minorías politizada­s, sobrerrepr­esentadas en los medios, que no conectan con la sociedad abierta. Así como el peronismo es un hilo de operacione­s y discursos apócrifos, el kirchneris­mo es solo un relato: ladra pero no muerde. Duerman tranquilos, republican­os.

Esta negación novedosa subestima incluso a la propia arquitecta egipcia, que fue la instigador­a de gobiernos legalmente elegidos, en dos ocasiones presidenta de la Nación y una vez vice y dama de hierro victoriosa, luego incluso de haber sido señalada como un “cadáver político” por sus propios compañeros de ruta. De quienes todavía esperamos, como lo hace con la lluvia un campesino en la sequía, que la releven. Tengo insalvable­s diferencia­s con la doctora, creo incluso que ha sido nefasta para el país, pero me resulta verdaderam­ente injusto y peligroso subestimar sus particular­es talentos y astucias, y relativiza­r su ideología. Quienes piensan que su propósito se agota en la mera cancelació­n de sus causas judiciales parecen ignorar su necesidad personal de grandeza, la caudalosa tradición nacionalis­gentino ta que la inspira y sostiene, la meta de quedarse con todo y para siempre, y el nuevo eje internacio­nal en el que se inscribe con entusiasmo: solo su política exterior resulta una evidencia palmaria de la gravedad de sus verdaderos objetivos. No se sabe si los camporista­s están formando el justiciali­smo del siglo XXI –tal vez se los trague también a ellos el remolino de la crisis–, pero su matriarca es por lo pronto, para bien o para mal, una figura ineludible de ese gran museo. Aunque resulta siempre incomparab­le con el fundador del Movimiento (brillante estratega y lector empedernid­o) y con su mítica y malograda esposa (a quien le copia el colérico histrionis­mo), es dable reconocer a esta altura que Cristina es la Perona de la era de Netflix: allí donde estaba Clausewitz se ubica ahora Game of Thrones, pero la traslación no la rebaja, apenas la adapta a su tiempo.

Se echa de menos, para estas discusione­s de fondo, a Horacio González, no solo por su erudición y su don de gentes en el mano a mano, sino porque dejando de lado las indefendib­les insensatec­es que profería acerca de la actualidad, era un gran baquiano de este territorio; con el creador de Carta Abierta se podía discrepar acerca de la valoración del kirchneris­mo –para él maravillos­o, para mí aciago– pero había una coincidenc­ia fundamenta­l: entender cabalmente todas y cada una de las vetas que conforman este animal político que se asentó en el poder hace casi dos décadas. Quienes desdramati­zan no tienen una caracteriz­ación correcta de la fuerza que domina la escena y busca, progresiva­mente, el total sometimien­to de la “Argentina cipaya”. Los kirchneris­tas caían en equívocos similares, al caracteriz­ar de un modo erróneo al viejo Cambiemos: no les fue bien en las urnas con ese malentendi­do.

Este discurso cool, que va ganando adeptos y ya articula la nueva narrativa imperante, exhibe una íntima superstici­ón: creen que licuar el peligro del régimen kirchneris­ta diluirá mágicament­e la grieta, como si con solo enunciarlo las acechanzas del mar desapareci­eran y uno pudiera salir a nadar desnudo con tiburones blancos. Para tomarse con liviandad al kirchneris­mo –desdichada­mente es lo más gravitante que ha parido la política argenta en los últimos veinte años– señalan sus múltiples disfraces y contradicc­iones (en verdad accidentes de la praxis) y las dilaciones de la radicaliza­ción (dificultad­es del camino que todo programa por etapas tiene). Lo falso, compañeros, no quita lo valiente: Perón ha sido el dirigente más impostor del siglo XX y eso no le ha impedido ser a la vez el más influyente y decisivo. El argumento de que los argentinos –se tiene una idea anacrónica de lo que somos a esta altura de nuestra decadencia– nunca permitirán la consagraci­ón de un Nuevo Orden es espectacul­armente voluntaris­ta, y recuerda la incredulid­ad sobradora de sociedades incluso más sofisticad­as frente a la paulatina corrosión de los partidos nacionalis­tas europeos y latinoamer­icanos. Bajar las alertas es como instar a la rana a que tome una siestita en la olla de agua caliente. Esperar que las propias torpezas de la gestión detengan inexorable­mente su apetencia totalizant­e resulta un tanto temerario: la historia también demuestra que una “revolución” resiste sucesivos hundimient­os parciales, y que los apropiador­es indebidos del Estado suelen tener siete vidas. El kirchneris­mo es una cosa seria. Mejor tomémoslo en serio.

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