LA NACION

Bucear en las profundida­des de la violencia narco

- — por Germán de los Santos

El periodismo hace el trabajo que a la Justicia le cuesta ordenar: entretejer historias para buscar una mínima explicació­n; pero a veces no hay misterios que revelar, porque la muerte se transformó en un recurso pueril

La pandemia logró que lugares absurdos se transforme­n en un peligro latente. El eslogan “quedate en casa” encerró una trampa mortal en la geografía narco de Rosario. Claudio Magris escribió que “la casa es donde corremos los mayores riesgos”. Lo decía porque es el lugar “expuesto al conflicto, al malentendi­do, al error… al naufragio”. Lo contraponí­a al ejercicio de viajar, de moverse. No lo pensaba por el peligro de las balas, sino por la “intensidad doméstica”.

En Rosario, esa metáfora se embebe de una literalida­d desaforada, que hace pedazos el alivio que al principio tenían los funcionari­os cuando pronostica­ban en rondas de café virtual: “Por lo menos en medio de la pandemia bajarán los crímenes”.

La violencia es una epidemia anterior al Covid. Se volvieron a equivocar. Los sicarios usan barbijo y disparan con distanciam­iento. Matar es aún más fácil con las víctimas encerradas por la cuarentena.

Aunque esa ironía resulte cruel, no pierde sustento en esa realidad que se hace viable cuando el crimen se transforma en un escenario “naturaliza­do”. Evitar que la muerte se convierta en una exposición cotidiana de cuerpos tendidos en charcos de sangre es un desafío para sobrevivir.

El periodismo hace el trabajo que a la Justicia le cuesta ordenar: entretejer historias para buscar una mínima explicació­n, para escalar en la profundida­d del porqué.

Pero a veces no hay misterios que revelar, porque la muerte se transformó en un recurso pueril para ordenar uno de los pocos negocios prósperos, como es el caso del narcotráfi­co. El romanticis­mo de las series de TV se estrella cuando escuchás el sonido seco y hueco de un disparo. Se terminaron

las historias de ladrones épicos que planean el golpe de su vida, como reseña Osvaldo Aguirre en Leyenda negra, sino un territorio donde impera el western punk.

Los sicarios montan motitos y usan pistolas que se transforma­n en ametrallad­oras con cargadores largos de

30 disparos, que desnatural­izan las

9 mm. No hay puntería, sino balas en exageració­n y dolor entre los vecinos cuando se impone el error, la equivocaci­ón, cada vez más frecuente, aunde que todo quede cubierto de sospecha y pocos parezcan inocentes.

Desde la cárcel un exsicario delinea en una charla el crudo escenario con banalidad, cuando me sugiere que si esta gente te quiere matar te mandan el delivery. “Quedate tranquilo que no te vas enterar. Pum. Chau”, dice por experienci­a. No hay mensajero, sino verdugo. Las amenazas que se inscriben con balas en las paredes terminan siendo al final una garantía superviven­cia, una oportunida­d.

Gladis rompe la somnolenci­a de la siesta de invierno y no para de hablar mientras caminamos por un entretejid­o de calles de tierra, algunas de las cuales no tienen salida.

Ella quiere que mire con mis propios ojos algo que pocos ven de cerca.

Construí una relación y se transformó en una fuente importante desde hace tiempo.

Antes de meternos en ese universo descarnado de seis manzanas, desde donde se ven los buques que pasan por el Paraná, donde hay tres búnkeres por cuadra en ese recoveco maldito de la ciudad, se pone un guardapolv­o y toma un portafolio­s. Es mi escudo, advierte para convencerm­e. Las escuelas están cerradas, pero la maestra es la única que puede caminar con confianza por allí.

Los soldaditos en moto empiezan a dar vueltas, a merodear ante la presencia de un desconocid­o sin pasaporte. “Brian, ¿llevaste la nena al médico?”, pregunta la maestra. El rostro fracturado del muchacho se enciende y responde: “Me colgué”. Y rápidament­e la maestra expone su poder: “No seas pelotudo, nene. No se juega con la salud”. Ella parece mandar en ese lugar, donde el Estado solo entra con la policía a cobrar la “protección” –simplifica­da en “la prote”– los domingos al mediodía.

Ella sabe a quién le toca el turno para el cementerio. Es como una pitonisa de ese mundo narco. “¿Ves aquella mujer rubia que se lleva una garrafa? Se está yendo de su casa porque esta noche le van a tirar”, apunta. Describe un interminab­le trasfondo de deudas y drogas. Al otro día me envía la foto del cadáver.

Las historias se cruzan, se enredan, como un tejido que a veces se hace difícil desentraña­r con esa pregunta que nos alienta en este oficio: ¿por qué?

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina