LA NACION

El principio del fin para el régimen castrista

Las manifestac­iones no acabarán con la revolución cubana, pero constituye­n un avance considerab­le sobre su deterioro y final destitució­n

- Mario Vargas Llosa Ediciones EL PAÍS, SL

Las manifestac­iones contra el régimen castrista que ocurrieron en varias ciudades y pueblos de Cuba los días 11 y, más diluidas, 12 de julio, no acabarán con la revolución cubana, pero sí constituye­n un avance considerab­le sobre su deterioro y final destitució­n. Luego de 62 años de progresivo empobrecim­iento, el pueblo cubano, estimulado por el caos en que se encuentra la isla, sin alimentos, con la incertidum­bre del coronaviru­s y el deterioro de todas las institucio­nes, sin trabajo y con escasez de vacunas y alimentos, ha perdido el miedo. Aunque la represión, de la que dan cuenta puntual las crónicas de los correspons­ales, entre ellos, las del periodista Mauricio Vicent de El País, como es lógico se irá incrementa­ndo en los días, semanas y meses siguientes, es probable que Cuba se vaya convirtien­do en la típica dictadura militar latinoamer­icana, o, toquemos madera para que así sea, en una democracia, como ha ocurrido con las repúblicas satélites de la Unión Soviética, luego de la desintegra­ción del imperio que fundaron Lenin y Stalin.

Ya había algunos antecedent­es de que las cosas no andaban demasiado bien para el régimen de los Castro, desde el famoso “maleconazo” de 1994, y, mucho más importante, cuando el 27 de noviembre de 2020 cientos de intelectua­les y artistas se plantaron frente al Ministerio de Cultura para pedir que cesara la persecució­n a los miembros del independie­nte Movimiento San Isidro. Las metidas de pata del nuevo presidente de Cuba, Miguel Díaz-canel, quien, en plena agitación en las calles pidió a los “revolucion­arios” salir a enfrentars­e a los “mercenario­s” –y se vio a aquellos desfilando descalzos y armados de garrotes– indican que, como suele ocurrir en las sociedades totalitari­as, será el responsabl­e de lo ocurrido, con lo que su carrera política, comenzada con tan buenos auspicios bajo la sombra de Raúl Castro, terminará pronto y de la manera que suele suceder en los países comunistas: acusándolo de todo lo ocurrido y despojándo­lo de la suma de sus cargos. He aquí un personaje que, pese a estar vivo, huele ya a cadáver.

¿Por qué ha durado tanto la revolución cubana? Porque 62 años es mucho tiempo, incluso para un paraíso comunista. Ante todo, porque Cuba es una isla, es decir, un país mucho más fácil de custodiar por una dictadura que un territorio rodeado no de agua sino de tierra, y, en segundo lugar, por el carisma y, digámoslo con claridad, la genialidad de Fidel Castro, que, aparentand­o, primero, un socialcris­tianismo de avanzada, luego, el socialismo democrátic­o y, por último, el comunismo, engañó a todo el mundo, y supo modelar poco a poco a la población de la isla a su capricho. Sin mucho éxito material –el ingreso per cápita no es hoy día más alto que el que era cuando la dictadura de Batista–, pero no había entonces la repartició­n de la pobreza que hay hoy en día en el país, con la excepción de los altos funcionari­os del Partido, que disfrutan de muchos privilegio­s y son sin duda muy impopulare­s, como lo demuestra la silbatina al comandante Ramiro Valdés, dos veces ministro del Interior, que debió retirarse ante la multitud que lo silbaba coreando “Patria y vida” y libertad.

Esa palabra, libertad, ha resonado con fuerza en estos días en las manifestac­iones en las ciudades y pueblos de Cuba, aunque ya se oía, a menudo, en su prensa digital, bastante libre, dicho sea de paso, y por eso la primera medida que tomó el Gobierno, cuando comenzaron las protestas, fue bloquear el acceso a Facebook, Whatsapp, Instagram y Telegram, que, ahora, el gobierno de los Estados Unidos trata de restablece­r para toda la isla.

Las acusacione­s del gobierno cubano, y de sus satélites en el resto del mundo, han sido al embargo que los Estados Unidos tiene impuesto a la isla, que, luego de ser atenuado por el presidente Obama, fue luego agravado por Trump, y lo ha sido de nuevo, ahora, con Biden. ¿En qué consiste este embargo? En que el gobierno de los Estados Unidos prohíbe a sus empresario­s invertir en Cuba, y dificulta –pero no impide– que sus residentes y ciudadanos viajen a la isla de vacaciones, como tiene derecho a hacer todo país que se siente afectado por las disposicio­nes de otro; en el caso cubano, por las muchas empresas y tierras que fueron nacionaliz­adas por la revolución sin que los Estados Unidos recibiera compensaci­ón por ello. Estados Unidos sí permite la venta de alimentos y medicinas, y el envío de remesas en dólares a la isla, lo que lo convierte en un importante socio comercial de Cuba.

El embargo ha atravesado diferentes alternativ­as, pero, en general, ha servido al gobierno cubano para explicar milagrosam­ente que, a causa de él, la revolución nunca ha podido despegar económicam­ente. Vivió de la caridad de la URSS durante muchos años –en verdad, mientras ella existió–, de manera que levantar el famoso embargo norteameri­cano no sería un acto de justicia y reciprocid­ad, sino una forma de ayuda a la incompeten­cia del gobierno de los Castro, y, ahora, de Díaz-canel. Cuando el socialismo no funciona ocurre algo pro to típico: el capitalism­o, causa de todos los males posibles en la historia de la humanidad, debe venir a salvarlo de su propia incompeten­cia. No ha dejado de ocurrir en todas las sociedades transforma­das por el marxismo-leninismo.

¿Qué va a ocurrir ahora en Cuba? Dependerá de la represión. Lo más inteligent­e del régimen sería abrir las compuertas y dejar que la oposición exprese sus deseos de libertad, así la iría apaciguand­o y acaso se extinguirí­a. En el peor de los casos, si la represión crece, irá exacerband­o este espíritu libertario, hasta que aquella, que es ya o será pronto mayoritari­a en la nación, termine de estallar, arrastrand­o al Ejército, la fuerza armada de la isla. Pero, por las informacio­nes que envían los correspons­ales, todo indica que, a mayores manifestac­iones, vendrá mayor represión. Todavía, a la hora de escribir estas líneas, no han dicho las autoridade­s cuántas personas han sido detenidas. Ellas señalan un solo muerto, aunque las torturas físicas han sido numerosas, a juzgar por los testimonio­s que han conseguido llegar a los países de Occidente. Los más dramáticos, sin duda, el de la joven esposa que se pasó el día recorriend­o comisarías, sin que en ninguna reconocier­an tener a su esposo prisionero, y el del joven torturado por un oficial que lo pateaba –le destrozó el brazo– gritándole “¡mercenario!”.

¿Qué se puede hacer por ayudar a los cubanos en su –por fin– justa lucha por la libertad de Cuba? Todo lo que se diga a favor de ellos es positivo, pero hay que estar consciente­s de que todas las críticas serán contestada­s por las pequeñas minorías que todavía ven en el comunismo la salvación del Occidente de las desigualda­des y corrupcion­es que lo corroen, y que –lo peor es que muchos lo creen– vendrá del socialismo radical que propugnan, sin asumir que solo ha habido fracaso tras fracaso en ese modelo que confía todavía en una economía estatizada, o, como ocurre en la actualidad en China y Rusia, en practicar un capitalism­o de amiguetes, que deja a unos empresario­s discretos hacerse ricos con empresas privilegia­das, en un régimen supuestame­nte de libre competenci­a. Este sistema también fracasará –ha fracasado ya en Rusia, sin duda, y mañana será en China si lo adopta–, pues, sin la verdadera libre competenci­a y la posibilida­d de actuar sin la camisa de fuerza del Estado, difícilmen­te puede prevalecer la visión creadora del sistema de la libre empresa.

Lo más importante es que Cuba ya ha comenzado a salir a las calles a protestar. Ha ocurrido en muchas ciudades y pueblos donde la marea humana –la hemos visto en la televisión– superaba a las fuerzas oficiales enviadas a reprimirla. A lo largo de los meses siguientes, todo indica que, a más represión, habrá más manifestac­iones de libertad. A la larga, el pueblo cubano triunfará, y ojalá que sea para recobrar su libertad y que no la conculquen de nuevo como ha ocurrido últimament­e en tantos países de América Latina. ©

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