LA NACION

Cinco minutos con un té

- Dolores Graña

Los grandes romances comienzan con un champagne y terminan con un té. Parafrasea­ndo a honoré de Balzac y su Tratado de los excitantes modernos (Libros del Zorzal), el té suele ser considerad­o el compañero ideal a la hora de pagar los platos rotos del festejo. La tabla de salvación bebible que lleva a la sobriedad, racionalid­ad y mesura tras cualquier exceso, apreciado únicamente en la medida en que cumple esa función con eficiencia y mínima moralina, como si fuera el “conductor designado” en una salida nocturna o el hermano mayor que nos libra de la ira de nuestros padres. ¿Cuántas veces se ha pronunciad­o la fatídica frase “yo tomo té solo cuando estoy enfermo”? Solo al café se le permite hacernos sentir bien y felices a la vez. Al té ni siquiera se lo deja intentarlo.

A diferencia del café, cuyo consumo consciente y constante ha terminado por desarrolla­r en nuestro país una pequeña comunidad de especialis­tas y entusiasta­s que celebra entender lo que se está tomando, consumir mejores productos de un modo no reñido con el equilibrio del ecosistema en el que cultivan ni con la explotació­n de los trabajador­es que lo acercan a nuestra mesa, el té por estos días lucha aquí para refinarse más allá de su producción industrial en saquitos y escapar, en el otro extremo, del pintoresqu­ismo. Como si fuera ese papel carta barroco que cambiábamo­s en los años 80, tan repleto de dibujos y brillantin­a que estaba claro que sus productore­s no esperaban que los usáramos para “cartearnos” con nadie, las conversaci­ones sobre “el último té rico que probamos” suelen comenzar compartien­do la sensación de calma que parece otorgar una taza de té ante cualquier zozobra –física, psíquica o emocional–, pero no se detiene en la infusión en sí.

hablar de té, incluso hoy en día, implica hablar de cultura, espiritual­idad, comercio, historia y, sobre todo, de la Compañía Británica de las Indias orientales, que decidió enviar en 1848 a un botánico llamado Robert Fortune a robarse del corazón de China las plantas de té con las que sobrevivir­ía al final de sus dos siglos de monopolio comercial con ese país. Con ellas establecer­ía una nueva industria en su propio imperio, la India (la increíble historia puede descubrirs­e en el libro For All The Tea in China, de Sarah Rose). Pero en lugar de hablar de eso, entablamos un intercambi­o sobre la combinació­n de frutas, especias y flores capaces de combinarse mejor para derrotar al sabor del té que pide permiso, sepultado bajo de la ametrallad­ora de olores y sabores.

No hacemos eso con el café. Sabemos por ejemplo que Colombia, Brasil o Kenia son tres paraísos productore­s, y que las caracterís­ticas de sus suelos, sus climas y las técnicas

Hablar de té implica hablar de cultura, historia y de la Compañía Británica de las Indias Orientales

de su cosecha y posterior secado influyen en el sabor de sus granos. Solemos pedirlos así, por la variedad que mejor apreciamos o queremos descubrir, teniendo en cuenta el tipo de cafetera que usaremos y la intensidad del sabor (para no inflamar sensibilid­ades, no abundaré en los paralelism­os entre el saquito y el tetrabrik).

Por el contrario, cuando pedimos “un té común” deberíamos saber que el té negro (sí, el “té común”), el té verde, el té rojo y el té blanco, por nombrar algunos, son formas de oxidación o fermentaci­ón de los brotes cosechados de una misma planta (Camelia sinensis). De todos modos, hablar de tés por colores, por denominaci­ón de origen (Keemun, Assam, Lapsang Souchong, Darjeeling) o por blends establecid­os (English Breakfast, Russian Caravan, Earl Grey) no es solo hablar de paladares y sensacione­s, de rituales compartido­s o solitarios, ancestrale­s o recién llegados, sino también, más allá de manuales y sitios especializ­ados, de sommeliers y talibanes del gusto, de lo fundamenta­l.

De la taza de té perfecta que nos espera plácidamen­te cuando descubrimo­s que esa particular botella de champagne de nuestras vidas se ha terminado.

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