Un clásico con un duelo entre dos mujeres
Inspirada en la Electra de Sófocles, el autor ubicó la tragedia en la brava tribu de los guapos a principios del siglo XX, en el todavía semiurbano Palermo, entre caudillos conservadores, barones clientelistas y riñas de gallos. A más de medio siglo del estreno, son muchas las lecturas mar- cadas por el contexto que corrieron bajo el puente: la psicoanalítica, referida a los míticos vínculos entre padre e hija, madre e hijo; la social, por el enfrentamien- to entre dos mundos, el de las viejas y nuevas reglas; la política, por la forma de dominación y reclutamiento; la existencial, por la toma de decisiones frente a condiciones impuestas.
Todos estos abordajes permanecen como capas superpuestas. Pero hay otro, propio del presente, que resuena con fuerza en la versión de Antonio Leiva. Aunque sea “al ñudo cuerpearle al destino”, el corazón de la obra no está en el personaje de Orestes, y sus cavilaciones sobre a qué vaque lores someterse, sino en Elena, la hija mayor guardiana de la obediencia y el rigor paterno, y su oposición a Nélida, la madre que desea otra vida no signada por el sometimiento. Esta tensión no se debe a la adaptación del texto sino a la marcación actoral. La crispada Elena interpretada por Yamila Gallione, con una energía por encima del resto, entronizada sobre una tarima circular –la arena de las riñas– en el centro del escenario, es la marca el ritmo y atrapa toda la atención. Las razones de Nélida (Tamara Paganini, suplantada a veces por Érica Ruiz), su sensualidad y la ternura con el hijo varón, quedan debilitadas frente a la desquiciada obstinación de la hija, una distancia de intensidades, de tonos que, por momentos, satura la representación. Entre ambas, Javier Salas es un Orestes que deambula angustiado por el lugar que le toca.
Con un vestuario de época y una escenografía realista pero muy despojada, el tiempo se marca con un preciso diseño sonoro que remonta a un Buenos Aires profundo. Muy efectivo el papel del coro, que interviene la escena como “las voces” opinadoras del afuera. Después de todo, si la tradición se respeta o se trastoca, era cuestión de mujeres.