LA NACION

«La reconcilia­ción es como el tango: no se puede bailar sino de a dos»

Las partes enfrentada­s precisan un lenguaje común, afirma la política colombiana, que estuvo seis años secuestrad­a por la guerrilla en la selva

- — por Laura Ventura

Los mozos del hotel cinco estrellas donde se encuentra hospedada se desviven por atenderla. Que el jugo recién exprimido sea abundante y que el pan tostado esté caliente. Ella, que ha venido a esta ciudad para presentars­e en el Hay Festival Segovia, agradece los esfuerzos y pide que nadie se tome demasiadas molestias. No son los lujos lo que valora, sino la libertad.

Durante seis años y medio estuvo secuestrad­a por las Fuerzas Armadas revolucion­arias de Colombia (FARC), la mayor parte del tiempo encadenada al cuello junto con otro rehén en campos de concentrac­ión. Durante aquel calvario nunca dejó de tramar planes para escaparse y lo logró, pero en todas esas ocasiones fue recapturad­a. En 2005 se fugó junto con un compañero y sobrevivió durante una semana como anfibia: de día, escondida; de noche, en ríos oscuros, habitados por caimanes y pirañas, a merced de remolinos.

Íngrid Betancourt (Bogotá, 1961) era candidata a la presidenci­a de Colombia por el partido ecologista Verde oxígeno cuando, el 23 de febrero de 2002, fue secuestrad­a por la guerrilla. Había renunciado a su escaño para dedicarse a la campaña y continuar por la senda de sus padres, ambos reconocido­s políticos. A menudo sus secuestrad­ores iniciaban largos traslados por la selva para burlar al Ejército. Cuando Juan Manuel Santos –quien luego recibiría el premio Nobel de la paz– asumió como ministro de Defensa, pidió ayuda al por entonces primer ministro británico Tony Blair, y con el respaldo del senador estadounid­ense John Mccain y del presidente francés Nicolas Sarkozy elaboró un plan de rescate, la operación Jaque. El 2 de julio de 2008, después de dormir atada al respaldo de una cama, ella y otros catorce rehenes fueron rescatados por el Ejército y subieron “como zombis” a un helicópter­o.

Cuando vio que sus captores eran reducidos, supo que había sido liberada. Este momento dramático y el proceso de paz que vive Colombia son narrados en el libro Una conversaci­ón

pendiente (Planeta), en el que Betancourt y Santos reflexiona­n sobre la violencia política en conversaci­ones moderadas por el periodista Juan Carlos Torres. Ella, que acaba de enfrentars­e cara a cara con la cúpula de las FARC en el marco de la Comisión de la Verdad, afirma que la reconcilia­ción es un paso crucial para que una sociedad pueda dejar el horror detrás.

“La reconcilia­ción es un tango, para hablar en términos argentinos: se necesitan dos para bailarlo –dice–. No puedes reconcilia­rte con una persona si el otro no está dispuesto a reconcilia­rse contigo. La premisa es el entendimie­nto del daño que se causó. Va más allá del perdón, porque se necesita que el otro, el que causó el daño, tenga la posibilida­d de reflexiona­r. No es solo el pedir perdón. Se necesita que las dos personas se estén mirando y que se pueda entender a través de un lenguaje común, que haya la posibilida­d de sembrar, después de un daño, la confianza. En términos como el que hemos vivido nosotros en Colombia, en que el daño es tan profundo, hay muchas personas que han perdonado, pero no es un perdón perfecto”.

–Rodrigo Londoño, “Timochenko”, último líder de las FARC, pidió perdón durante la Comisión de la Verdad. [“A quienes nunca regresaron del secuestro, a quienes perdieron la vida en nuestras manos, a sus allegados agobiados durante años y años por su ausencia y desconcier­to, les suplicamos perdonarno­s por la terrible afrenta ocasionada”.] ¿Sirve este perdón?

–Sí, sirve. Pero la reconcilia­ción es diferente del perdón. Uno puede perdonar sin que el otro se entere. Es un ejercicio solitario, una disciplina del alma que necesita ejercitars­e. A veces, a quien daña a otro no le importa el perdón. Pero para quien tiene que perdonar, el proceso es difícil. Se parte de un sentimient­o egoísta: “Tengo que salirme de esto. Mi identidad no puede seguir marcada por el resentimie­nto que le tengo a esta persona”. Se empieza por una decisión racional.

–¿Usted siente sinceras las palabras de “Timochenko”?

–Uno podría decir: “Están pidiendo perdón porque les conviene desde el punto de vista de la justicia. Y políticame­nte, porque hoy son un partido”. Pero parto de una base y es creer que cuando una persona expresa una idea, se compromete con ella. Las palabras tienen una carga energética muy grande. Al decir eso, ellos ayudan mucho a la reconcilia­ción. En Colombia avanzamos hasta el punto en el que las víctimas hemos encarado a los victimario­s. En mi caso, a los jefes de las FARC. Sin embargo, no vi a las personas que me tenían secuestrad­a en el diario vivir. Es decir, aquellos que físicament­e me torturaron, me humillaron, me violentaro­n. En esa distancia hay algo de abstracto. Ellos son los responsabl­es morales y políticos de esa situación.

–Pero quien sí la vio secuestrad­a, como usted cuenta en el libro, fue el “Mono” Jojoy, jefe de las FARC. Él vio el horror que estaba cometiendo.

–El “Mono” murió. Si estuviera vivo, de pronto sería otra historia, pero está muerto. Al que yo vi durante mi cautiverio, y está vivo, es Joaquín Gómez. No descarto que en algún momento lo vea. Estos personajes, los jefes de las FARC, hablan como jefes de una organizaci­ón. Nosotros, las víctimas, somos algo abstracto para ellos. Hay dos niveles de conocimien­to en este conflicto: uno, el sufrimient­o emocional, espiritual y físico de una experienci­a vivida; el otro es una visión macro del asunto. Siento que las víctimas están mediando con la cúpula de las FARC y que ellas no entienden de qué hablamos.

–Destaca la “generosida­d de las víctimas” en su esfuerzo por entender y perdonar. ¿Piensa que los culpables pueden hacer este ejercicio?

–Los he invitado a que lo hagan. No creo que en este momento hayan entendido lo que yo digo. Lo voy a poner en términos muy gráficos: lo que yo he sentido es que tiene que haber un momento en que nos sentemos las víctimas y victimario­s a llorar por lo que ha ocurrido, por el horror humano.

–En su presentaci­ón ante la Comisión de la Verdad se refirió a una deshumaniz­ación mutua. A una, en términos de Hannah Arendt, banalidad del mal. ¿Cómo explica, en tanto doctora en teología y politóloga, esta crueldad?

–Creo que hay dos componente­s: uno es espiritual; el otro, psicológic­o. Todos nosotros tenemos una infinita capacidad de bien y también una infinita capacidad de mal. La espiritual­idad nos ayuda a escoger a conciencia dónde queremos posicionar­nos, cuál es el camino que queremos tomar: hacer el bien o el mal. Pero mucha gente no tiene esa capacidad de visualizar esa libertad. Tuvimos como guardias a niños de 9 años con rifles en la mano, o a muchachos de 16 o 17 que vivían nuestro secuestro como un juego. Estaban manipulado­s, les habían lavado el cerebro con una ideología que les permitía pensar que estaban en el camino correcto; eran víctimas inconscien­tes de un proceso de deshumaniz­ación. Esa es una de las grandes responsabi­lidades de los comandante­s de la FARC: tomaron una generación de muchachos y los metieron en una guerra, violando sus derechos humanos. En Colombia hemos perdido la capacidad de saber qué es justo y qué es injusto.

–¿Debería existir un tribunal que juzgara a los verdugos y a la cúpula de las FARC, un “Juicio de Nuremberg” en Colombia? ¿Cómo le gustaría que se resolviera este conflicto?

–Es difícil hablar en términos de ideal de justicia porque en realidad la justicia es un medio y no fin. Uno no quiere que estas personas den un ejemplo, sino que eso que hicieron no vuelva suceder. Eso implica una reingenier­ía interna de ellos mismos. Creo que sí es necesaria la cárcel. El aislamient­o, la cárcel entendida como ese sitio en el cual el ser humano es limitado en sus deseos y sus libertades. Allí tiene que vivir con la mirada reprobator­ia de los otros, que puede ser reparadora. Sin embargo, en Colombia tomamos una decisión social a cambio de que esta gente dejara de matar y secuestrar. Aceptamos que hicieran política, un lugar al que los criminales no deberían llegar. Fue un hecho de una enorme generosida­d. Era fundamenta­l que pudiéramos hacer un corte con la violencia, ponerle un freno. Esa decisión fue un sacrificio hecho en nombre del pueblo colombiano.

–El año próximo hay elecciones en Colombia, ¿le gustaría volver a la política?

–Es una puerta que no quiero abrir ni tampoco cerrar. Lo que sé es que, cualquiera sea el lugar donde esté, quiero sacar a Colombia del túnel en el que se ha metido. Ahí está también el componente de la corrupción, que en Colombia ejerce mucha violencia.

–Usted es una pionera del ecologismo en la política en América Latina. ¿En qué ha cambiado, en los últimos años, esta posición y su lucha?

–En la urgencia. Estamos frente al abismo. No es para mañana; es para hoy. Así como todos en la pandemia fuimos capaces de cambiar nuestros comportami­entos, tenemos que haúnico

cerlo ahora para volvernos una humanidad sostenible. Estamos en mora. Los políticos son unos cobardes, unos irresponsa­bles. La corrupción es parte del problema.

–¿Cómo ve el escenario político latinoamer­icano, tan turbulento?

–En nuestra región ocurre algo que también pasa en el mundo: tendencias al autoritari­smo, de izquierda y de derecha. Nicaragua, El Salvador, Guatemala, Honduras. Es como si pensáramos que frente a la locura y la mediocrida­d de los gobernante­s, todo eso muy alimentado por la corrupción, la única manera de salir fuera con mano dura. Un tipo fuerte que imparta órdenes sin la posibilida­d de que la democracia medie como árbitro en la sociedad. Si nosotros queremos volver a blandir el blasón de la democracia en América Latina, tenemos que acabar con la corrupción. Por ahí pasa el nuevo contrato social.

–Quizá no hay dictaduras, pero sí populismos que son también dañinos…

–Caudillism­os.

–Los populismos y los caudillism­os construyen grietas. ¿De qué modo se puede lograr una reconcilia­ción en sociedades tan polarizada­s?

–Es muy importante entender que la polarizaci­ón es la manera en que la corrupción renace de sus propias cenizas, de un lado y del otro. La corrupción crea escenarios donde la lucha y el acceso al poder se logran creando miedo, además de un rechazo del otro. Esa es la polarizaci­ón. Así se empoderan caudillos que tienen sus propios intereses, su propia agenda y que han sido siempre vectores de corrupción, para ellos y para sus amigos. Son mafias, grupos de interés cerrados, logias. Con el voto, sin embargo, los ciudadanos tienen la posibilida­d de elegir candidatos que den garantías éticas, y no caudillos mesiánicos.

–Hace algunos días hubo elecciones en la Argentina. ¿Cómo analiza el resultado? Alguna vez contó que el matrimonio Kirchner integró el grupo de políticos que impulsó su liberación.

–Sí. Ellos ayudaron a mi familia y a mí. Fueron muy activos en mi liberación. Pero una cosa es mi gratitud como exsecuestr­ada y persona… Una de las cosas que uno ve es que los políticos muchas veces combinan cualidades humanas de empatía con maneras de hacer política que son las que tenemos que enfrentar, porque se apoyan en la corrupción.

–Usted escribió una novela [La ligne bleue, escrita en francés, no traducida al castellano aún], ambientada en la Argentina de los años 70, donde aparecen los Montoneros. ¿Por qué eligió retratar esta organizaci­ón? ¿Cómo fue acercarse a esta realidad argentina violenta?

–Creo que hay vasos comunicant­es entre la Argentina y Colombia, además de ser la Argentina un país que adoro, porque mis nietos son mitad argentinos. Tiene una historia que se parece a la colombiana en términos de caudillism­o, radicaliza­ción política y violencia. Pero hay una razón puntual por la cual me interesé por el caso argentino. Cuando salí de la selva, me encontré con un fenómeno muy interesant­e. Por el hecho de haber estado secuestrad­a por las FARC, el inconscien­te me empujaba hacia posiciones de derecha. En la novela quería reflexiona­r sobre el hecho de que los extremos son todos viciosos. Y lo mismo la ideologiza­ción.

–¿A qué se refiere con ideologiza­ción?

–Al proceso a través del cual se utilizan ideologías para llevarlas a un extremo en el que se deja de pensar con criterio y se impone una matriz que anula la posibilida­d de análisis y de valorar un acto. Volviendo a lo anterior, me parece muy importante que reflexione­mos qué nos está sucediendo como región. Y quiero señalar que, de alguna manera, el proceso de paz en Colombia también se nutrió de la experienci­a argentina.

–¿De qué modo?

–Nos tocó revisar lo que había sucedido en el mundo y cuáles fueron los esquemas de justicia en la Argentina ante la violación de los derechos humanos. Obviamente este era un contexto diferente, porque los que se quería enjuiciar en Colombia eran subversivo­s, y en la Argentina eran militares. No es lo mismo no tener el poder del Estado. Pero ambas somos sociedades heridas.

–¿De qué modo lo espiritual la aferró a la vida durante su cautiverio?

–Comencé preguntánd­ome: “¿Por qué a mí?”. Pero un día pensé: “Esa no es la pregunta correcta”. La pregunta correcta era: “¿Cómo salgo de aquí?”. El “cómo” era proteger mis emociones, mi alma. Ahí entendí que mi alma era lo más frágil en mí. Tuve conciencia de que no estaba sola y que estaba acompañada. Eso es la espiritual­idad para mí: sentirse acompañada por una presencia interna y benévola.

–Comienza su último libro con una cita de Jorge Luis Borges sobre la construcci­ón de la memoria. “Somos un montón de espejos rotos”. ¿Cómo es volver a revivir su experienci­a a través de entrevista­s o diálogos?

–Hice las paces con la idea de ser frágil y fuerte al mismo tiempo. Entendí que eso no es contradict­orio. Soy frágil porque me duele mi dolor, así como el de mis compañeros de cautiverio y el de mis hijos. Y soy fuerte porque entendí que lo que me sucedió no me dañó el alma. Puedo seguir amando, ser feliz y tener esperanza.

“Si queremos volver a blandir el blasón de la democracia en América Latina tenemos que acabar con la corrupción.”

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Fredy Alvarez/efe
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Mariana araujo

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