Los acordes mágicos de la señora Sommer vencieron al horror
la tv ofreció el conmovedor testimonio de una anciana judía que sobrevivió a los campos de concentración nazi gracias a la música Fue un soplo insospechado: su música había reconfortado el espíritu de un nazi
Anochece. En el final de una tarde (casi) primaveral, en algún área de la ciudad aúllan los lobos, a pesar de que desde que vaciaron el zoo no quedan vestigios de animales feroces. No, los lobos se desgañitan en una disputa (feroz, ahí sí) por una crisis de gobierno, procurando restañar un desgarro político e institucional sin precedentes derivado de un resultado electoral. Y, también a esta hora, hay quienes comparten en los templos el recogimiento del Yom Kippur, que hoy vive su ceremonia central. Tarde-noche rara la de este jueves porteño; la celebración judía este año se cruza con sacudimientos y tormentas cívicas. El cielo y la tierra. Y, por momentos, el infierno.
En la pantalla de TV, en el living de mi casa, una mujer está contando algo, en alemán y en inglés; acaso convocada alegóricamente por la celebración del Día del Perdón, asoma la señora Sommer. Quienes ya la conocen no se asombran de que la haya rescatado un canal de música, Allegro, porque se trata de una intérprete del piano, como lo corroboran los pasajes de Schumann y Beethoven que se interpolan en su relato: un primerísimo plano deja ver unos dedos trajinados, como ramas secas, recorriendo el teclado.
Sommer, sí, como “verano” en alemán; Alice Sommer, con más precisión, nacida en la vieja Praga, cuando Bohemia formaba parte del Imperio austrohúngaro y allí se hablaba alemán. Por los ojos de esta mujer desfilan décadas, tal vez siglos. No necesita pensar: lo que dice lo tiene ahí nomás, a flor de piel (de labios, más bien). Mejor que el inglés, a Alice Sommer le va bien el alemán. El de los praguenses, claro, como Kafka, íntimo amigo –por lo demás– de un pariente de ella. El siglo de Kafka es, también, el siglo de Alice. Pero Kafka no estará en Praga, ya, cuando en 1939 estalle la guerra y la Wehrmacht de Hitler la ocupe.
Los judíos irán a parar al gueto, pero no todos; algunas familias judías permanecerán en sus casas, compartiendo barrios con los “arios” nazis. Así, Alice y su hijo pequeño seguirán viviendo en su departamento, siempre con el piano. Ahí despunta la peripecia ejemplar de esta mujer, en la que, centralmente, se instala la música.
“El piano, mi piano, sí, varias horas al día, cada día”, recuerda Alice, y asegura que esa práctica la mantuvo alerta por el resto de su vida. Estamos a mediados de 1941, con la Segunda Guerra en franca expansión. Aún no se han ajustado los articuladores de la “Solución Final”, el proyecto de exterminio con centros de
mis à mort. No todavía, pero los temidos confinamientos ya han comenzado. Las ejecuciones de Alice a veces eran enérgicas, así que decidió respetar los horarios de reposo. Varias familias vecinas habían sido “trasladadas”; difícil adivinar el destino final de esos viajes.
Una tarde, mientras ejecutaba un tramo intenso, en el entorno escuchó voces airadas y se intimidó; Alice pensó que sus sonidos irritaban a los vecinos y dejó de tocar: iba a faltar algo en su vida, pero había que ser prudente. Sin embargo, un par de meses después la muchacha que se ocupaba de la limpieza de varias casas del barrio le contó que otro de sus empleadores, uno de los nazis vecinos, le había preguntado si la vecina pianista había sido deportada. Al vecino (cuyo padre había sido violonchelista) le encantaba esa música: “Ahora que han dejado de sonar, extraño esos acordes”, le dijo a la mucama. Sacudida por latidos que casi había olvidado, Alice Sommer volvió a tocar. Sus días recuperaron la luz.
Cuando vinieron a buscarla (porque era inexorable que ocurriera), preparó algunos objetos y una valija con ropa para ella y para su hijo Raphael, de seis años; cerró con llave la casa y se dispuso a subir al vehículo. No es necesario apuntar que esa escena histórica retrotrae a las que, hace menos de medio siglo, se vivieron entre nosotros, cuando los llamados grupos de tareas, incluso con más violencia, arrancaban de sus hogares a familias y a individuos condenados a desaparecer.
En el momento de abandonar tal vez para siempre el solar donde había nacido y crecido, Alice vio que el vecino “ario” melómano, haciendo caso omiso de las miradas de los SS que la conducían, se hacía presente no para verla partir sino para expresarle su gratitud: su música lo había hecho feliz.
En el rostro de la señora Sommer (en la pantalla) se insinúa una sonrisa agreste y sutil; debe evocar el momento en que, en su peregrinaje forzado a un incierto campo de cautiverio, recibía un soplo insospechado: su música había reconfortado el espíritu de un nazi.
Me sobrecoge conocer este destino, lejano en el tiempo y en la geografía, cuando en el presente algunas personas de mi entorno íntimo, con los mismos ancestros de la señora Sommer, tras las puertas de los templos, en este mismo instante despliegan el talit sobre sus hombros para entregarse a una liturgia que, en esa cultura, inviste un sentido trascendental. Y en una dimensión distinta, pero en el marco del libre albedrío y a la misma hora, otros seres se debaten por la primacía del poder, algo que hoy podría parecer una suerte de lujo (¿perverso?), si lo confrontamos con las humillaciones a las que, en tiempos de guerra, algunas comunidades fueron sometidas.
Esa vida continuó ligada a la música. La llevaron a Theresienstadt, un gueto instituido por las SS (hoy eso es República Checa), que podía servir de “asentamiento de retiro” para judíos considerados “prominentes”. Terezin (tal la denominación checa del borgo) vio morir a miles de judíos pero también dio lugar a una rara vida cultural. “En Terezin di más de ciento cincuenta conciertos y tuve muchos oyentes”, recordaría la señora Sommer.
No habla de resiliencia, como otros que también frecuentaron el infierno y subsistieron. Ella la fue viviendo en el día a día, ese lapso eterno (valga el oxímoron) en el que no abandonó su vínculo con el piano; con ese don conmovió a un congénere de los mismos que la condenaban. Un gesto que, después de todo –parafraseando a Hannah Arendt– trasuntaba la agridulce banalidad de la perversión.
–¿Cuántos años tiene, señora?
–Noventa y ocho.
Y calla. Esa entrevista data de 2001; Alice Sommer (o Aliza Herz-sommer) vivió cuarenta años en Jerusalén y murió en Londres el 23 de febrero de 2014, a los ciento diez años. Su mirada indefinible sigue insinuando que en toda experiencia humana dolorosa el sortilegio de unos acordes impulsan a continuar. Más allá del tiempo, más acá de las condenas, más lejos que el Perdón.