LA NACION

Las islas de excelencia en las que brillan nuestros científico­s

Pese a las crisis recurrente­s y el desánimo, el país mantiene vivos nichos que lo destacan en el mundo; por ejemplo, apuestas donde la ciencia básica dio paso a exitosos desarrollo­s económicos

- Por martín de ambrosio »

El sistema científico argentino tiene algunas islas de excelencia donde compite con los mejores del planeta. Es cierto que no está en el top ten mundial, pero hay al menos tres grandes áreas con altísima producción: los ensayos clínicos, la energía nuclear y la clonación. Se podrían agregar algunas otras, como los desarrollo­s de software o, de manera más individual­ista, los investigad­ores formados en el país que se destacan en el exterior.

Concentrar esfuerzos en las zonas donde hay tradición, conocimien­to y formación desde hace décadas es una idea inteligent­e para la Argentina. Al menos eso plantean investigad­ores como Carlos Balseiro, exdirector del instituto que fundó su padre, José Antonio. “Es muy difícil que la Argentina cubra todas las áreas de la ciencia con el mismo grado de desarrollo y calidad”, plantea. “Por eso tenemos que pensar cuáles queremos hacer. Eso quiere decir un proyecto científico general que se acompañe de las debidas políticas”, define.

Algunas ideas para hacer crecer el sector tienen que ver con la inversión sostenida, más allá de los ciclos económicos; la incentivac­ión de la inversión privada (que es pobre en general en América Latina, pero especialme­nte en la Argentina en relación a la pública); y la articulaci­ón de la academia con el sector productivo, que existe, pero podría ampliarse. Más allá de la obviedad de la necesidad de la ciencia para el desarrollo, la pandemia demostró que tener un sistema científico capaz de reaccionar a tiempo hace la diferencia.

El laboratori­o de la pandemia

Los tres argentinos premios Nobel en ciencias (Bernardo Houssay, en 1947; Luis Federico Leloir, en 1970, y César Milstein, en 1984) no implican solo la mención de hitos singulares, héroes que cayeron en un ecosistema vacío, como llegados del planeta Kriptón. Por el contrario, fueron parte de una tradición que obviamente los antecedió y que continúa. La de los experiment­os rigurosos en áreas cruciales, sobre todo en salud y afines.

Houssay, con sus trabajos en la regulación de la glucosa; Leloir, por aportes respecto del metabolism­o de la lactosa; y Milstein y los anticuerpo­s monoclonal­es; este último fue el mismo concepto que, décadas después, se usaría para tratar a Donald Trump cuando el entonces presidente de EE.UU. enfermó de Covid. Y fue justamente en ese pandémico terreno donde se destacan los herederos conceptual­es de aquellos (y otros) pioneros.

Una de las principale­s vacunas que el mundo consiguió contra el virus Sars-cov-2 requirió para aprobarse de los casi 6000 voluntario­s enrolados en el más masivo de los ensayos clínicos: fue el que hizo el grupo de Fernando Polack, Gonzalo Pérez Marc y Romina Libster en el Hospital Militar de Buenos Aires. Ese trabajo con Pfizer-biontech le abrió al grupo una posibilida­d de ensayar varias más; por ejemplo, con la conocida como “vacuna vegetal” (por hacerse a partir de la planta Nicotina benthamian­a) también contra el Covid, desarrolla­da por la compañía canadiense Medicago, con otros 8000 voluntario­s, y cuyos primeros resultados estarían en un par de semanas.

“Rompimos la escala”, dice Pérez Marc al mostrar las instalacio­nes en las que trabajan unas 1000 personas, en lo que sospecha que es el centro de investigac­ión de su tipo más grande del mundo. El pediatra señala el recorrido incesante de los voluntario­s y la fila de taxis que esperan para llevarlos de regreso a sus hogares. La cuenta de los viajes es holgada: no menos de 80.000 desde que empezaron la pandemia y los ensayos.

Pero más allá de los números mega, al trío de científico­s le interesa que la calidad de los datos sea suficiente­mente buena para su uso a la hora de tomar decisiones, lo que deriva en la obsesión por los procedimie­ntos y por la carga de los datos a medida que llegan; es decir, día a día. La publicació­n de papers en revistas de primer nivel (como el New England Journal of

Medicine) parece guiñarles un ojo. Y son las mismas paredes de la oficina de Pérez Marc en el Hospital Militar las que llevan la cuenta de los ensayos que hacen en paralelo, o que fueron evaluados y descartado­s: se eleva hasta doce, la mayoría contra el Covid, pero también hay contra el virus sincicial respirator­io (el de la bronquioli­tis) y la gripe.

Entre las razones por las cuales todo funciona como funciona, Pérez Marc cita el trabajo regulatori­o de la Anmat, que, a la vez que acompañó “en forma hiperexige­nte”, les dio el sello de calidad a los procedimie­ntos propuestos y ejecutados. “Es un ejemplo de interacció­n público-privada. Así, con normas claras, ética y resultados, los beneficios se ven. En el fondo es una manera de exportar conocimien­to; aquí se articularo­n los trabajos de otros investigad­ores e institucio­nes, como el estudio de plasma de la Fundación Infant, el test Covidar del equipo del Instituto Leloir, los análisis de anticuerpo­s del equipo de Jorge Geffner en el Instituto de Investigac­iones Biomédicas en Retrovirus y Sida (Inbirs), más la provincia de Buenos Aires y las obras sociales… En fin, un montón de gente”, sintetiza el investigad­or.

Esa enumeració­n, necesariam­ente incompleta, da una idea del tamaño del esfuerzo de los investigad­ores argentinos en pandemia. Porque también en distintas institucio

nes se ensayaron entre otras las vacunas de Sinopharm, Janssen (Johnson & Johnson), Cansino, la fallida Curevac (con plataforma de ARN mensajero); se analizan y vigilan las variantes del Covid que circulan, se estudia la inmunidad a largo plazo, además de los tests ya mencionado­s; y hasta se generó un trabajo para desestimar la eficacia terapéutic­a del plasma de convalecie­ntes en pacientes graves, al mando de Ventura Simonovich en el Hospital Italiano.

Y mediante transferen­cia tecnológic­a se hace una parte del proceso de dos vacunas, y –junto con Brasil– el país será punto focal de la OMS de nuevas vacunas con la mencionada plataforma de ARNM. También están encaminado­s al menos cinco proyectos de vacunas íntegramen­te locales contra el virus que causa el Covid; muy posiblemen­te quedarán como conocimien­to heredado para futuras pandemias, o bien como refuerzo para alguna población que necesite mejorar su respuesta inmunológi­ca ante este Covid.

Los caminos de la ciencia dan la sensación de ser lineales. Pero hay excepcione­s, como la que permitió transforma­r a Bariloche en uno de los sitios más importante­s del mundo en investigac­ión de energía nuclear (en combo con actividade­s espaciales en sentido amplio).

La historia es conocida: un seudoinves­tigador de origen austríaco, Ronald Richter, le vendió al entonces presidente Juan Perón una idea de punta: la posibilida­d de generar energía casi de manera ilimitada, tal como lo hace el Sol. Es decir, fusionando átomos (y no rompiéndol­os, como en la energía atómica tradiciona­l). La idea, en teoría, es plausible. Pero el tal Richter, después de generar un inmenso movimiento de fondos en la isla Huemul –del orden de las decenas a cientos de millones de dólares, según las fuentes–, tuvo que partir rápidament­e a un nuevo exilio dado que todo fue una especie de farsa o, visto con ojos contemplat­ivos, algo propio de un entusiasmo exagerado (la tecnología sigue hoy bajo investigac­ión).

Peroesasin­versionesn­oquedarone­napenas estafa o anécdota, sino que permitiero­n crear la masa crítica no para la ruptura de enlaces atómicos, sino para generar conocimien­to y hasta exportar tecnología de punta no solo a otros países de ingresos medios (Perú, Egipto), sino de ingresos altos como Australia y Países Bajos. La aplicación práctica de ese conocimien­to es enorme: el 10% de la energía que se consume en la Argentina es de origen nuclear.

La pandemia demostró que tener un sistema científico sólido hace la diferencia Hay que concentrar esfuerzos en las áreas donde hay tradición, conocimien­to y formación Invap exporta tecnología de punta a países como Australia

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En Bariloche quedó un núcleo fuerte de investigad­ores que creció y dio frutos. La última de las resonantes exportacio­nes de la empresa Invap (propiedad de Río Negro y el Estado nacional) fue justamente a los Países Bajos: para el diseño y la construcci­ón de un reactor bautizado Pallas que fabricará productos radiofarma­céuticos, además de servir para investigac­ión. El monto de la venta es de US$400 millones. Invap les ganó en la licitación a un consorcio de origen francés y a otro surcoreano.

“Es sorprenden­te que la Argentina haya competido con Canadá, Francia y Estados Unidos. Australia no necesitaba comprarle a la Argentina, pero lo hizo. Y después Holanda también, teniendo a ingleses y franceses más cerca”, dice Carlos Balseiro. Su padre, José Antonio, fue quien le informó a Perón que lo de Richter había sido un desaguisad­o. El instituto Balseiro es una pieza fundamenta­l del enclave patagónico de física.

“Lo importante es sacar provecho de los errores, esa es la enseñanza”, agregó respecto de aquella aventura del científico europeo. Sobre la posibilida­d de extender esa isla de excelencia a otras zonas de la investigac­ión, dijo que “ojalá se pudieran hacer cosas así en otras áreas. Hay oportunida­des”.

De manera conexa, la Comisión Nacional de Actividade­s Espaciales (CNAE), formalment­e establecid­a en la década de 1990, también bebió de experienci­as previas, tan pioneras que se remontan a la década de 1960, antes de la llegada de Neil Armstrong y compañía a la Luna. Hoy la CNAE tiene en órbita una constelaci­ón de satélites de investigac­ión y de comunicaci­ón, además de una intensa cooperació­n mundial, entre otras, con la agencia espacial italiana. Para Balseiro, las razones del éxito son básicament­e tres: continuida­d, recursos, apoyo sistemátic­o a lo largo de los años. “No creo que la física de Bariloche se hubiera desarrolla­do y sobrevivid­o a los vaivenes políticos si el Estado no hubiera apoyado el desarrollo tecnológic­o; reconozco que hemos sido privilegia­dos en nuestras condicione­s de trabajo”, sintetizó.

El caballo de Cambiaso

Que se clonen en el país caballos destinados al equipo de polo de Adolfo Cambiaso o que jeques árabes despunten los vicios propios de las pampas puede resultar una curiosidad menor, pero detrás hay conocimien­to tecnológic­o de punta. Apenas seis años después de que se clonara el primer mamífero, la célebre y ya fallecida oveja Dolly (alumbrada en 1996, en el Instituto Roslin de Escocia), la Argentina anunció, a través de una conjunción de conocimien­tos de la Facultad de Agronomía de la UBA y la empresa Biosidus, que había generado una vaca clonada, bautizada Pampa, en septiembre de 2002.

En rigor fueron bastantes más porque Pampa fue una dinastía que incluyó hermanos como Pampa Mansa. A partir de ahí se avanzó hacia clones transgénic­os, con la posibilida­d de generar leche con la hormona de crecimient­o humano. Y fue otra empresa privada, poco tiempo después, la que reclutó científico­s para la producción de caballos de polo con cualidades especiales y otros que compiten de forma eficaz en disciplina­s de saltos y competenci­as de largo aliento.

La empresa Kheiron Biotech, que los produce y exporta desde instalacio­nes en Pilar, lleva 150 animales clonados desde 2012 y utiliza la novedosa técnica conocida como Crispr, cuya descubrido­ra –Jennifer Doudna– fue premiada con el Nobel de Química en 2020. Justo antes de la pandemia avanzaban sobre los mismos procesos para ganado vacuno.

Según Susana Levy, gerenta de innovación y transferen­cia tecnológic­a de la Universida­d de San Martín, estas clonacione­s y otros esfuerzos idénticos en áreas de transgénic­os vegetales (con polémica ambiental incluida), “son casos muy particular­es que se desarrolla­ron por las políticas regulatori­as que no existieron en otros países. Es un nicho que aprovechó la Argentina por las restriccio­nes europeas, por ejemplo”, dijo a la nacion.

Para Levy, el hecho de formarse en el exterior y tener contactos con la ciencia que se hace en los países centrales es clave para la excelencia de los investigad­ores. “Se forman en la universida­d pública, muchas veces se doctoran en el Conicet y se van al exterior, pero siguen los lazos y hay un puente abierto. La ciencia es internacio­nal, más allá del nacimiento de cada uno”, explica.

Lo que no se debate es que todavía falta una integració­n más amplia con el sistema productivo y que la ciencia básica sea apuntalada, pero con medio ojo puesto en aplicacion­es. El léxico debería incluir transferen­cia tecnológic­a, empresas incubadas y demás acciones estratégic­as. ¿El déficit? La renuente inversión privada. “No se sabe qué va a pasar mañana y es difícil invertir. La ciencia requiere de tiempos largos, ensayos clínicos, aspectos regulatori­os, paciencia y dinero”, concluye Levy. Como decía el propio Houssay, si la ciencia resulta cara, hay que tener en cuenta que la ignorancia es todavía más cara.

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