LA NACION

En Canarias el infierno está al alcance de la mano

- Foto desiree martin/ afp texto diana fernández irusta

la palma _ La erupción del volcán Cumbre Vieja obligó a evacuar buena parte de la población de esta isla española

La eternidad puede durar entre 24 y 84 días: ese es el tiempo durante el cual podría extenderse la erupción del volcán Cumbre Vieja, en la isla española de La Palma. Las imágenes se suceden desde hace una semana, junto al retrato de la desolación de los habitantes de esa pequeña isla del archipiéla­go de Canarias.

Entre 24 y 84 días se juega la eternidad para alguien que sabe que su casa está allí, en la línea de fuego abierta por la lava que avanza, lenta y sin pausa, en dirección al mar. Hay población evacuada, hay turistas evacuados, y todos ellos comparten la misma fascinació­n, un similar terror alucinado. No siempre las entrañas de la tierra se muestran de esta manera: piedras y fuego, un magma ardiente que se desploma sobre rutas, casas, escuelas, piletas, sembradíos. Las pequeñas huellas de lo humano más pequeñas que nunca, los ojos –no en vano esta es la era de las cámaras– desorbitad­os y nada que hacer más que acordonar, evacuar y esperar que la furia de la montaña termine.

Antes de la erupción, a lo largo de ocho días los pobladores de La Palma perdieron la cuenta de los múltiples sismos que se habían ido sucediendo. Los especialis­tas sí los contaron: 25.000 pequeños y en principio inocuos sismos, la antesala del desastre.

Cuentan que, aunque en ese archipiéla­go de islas volcánicas la reacción del Cumbre Vieja forma parte de lo previsible, los acontecimi­entos cobraron una velocidad inusual. Tanto, que se pasó de la alerta amarilla a la roja sin tiempo de hacer escala en la naranja; tras temblar, la tierra convulsion­ó, el volcán bramó, el fuego se desparramó, las cenizas agobiaron al cielo.

Casi en simultáneo con el Cumbre Vieja, en Italia el Etna –volcán de historial más frondoso– también entró en erupción. El planeta se mueve, su interior y exterior se transforma­n y, una vez más, queda claro que no nos concede derecho al pataleo.

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