LA NACION

Lejos de la ciudad: se fueron por el virus y ahora eligen no volver

A muchos porteños la pandemia les dio el empujón definitivo para cambiar el estrés urbano por una vida más cercana a la naturaleza

- Por silvina vitale » para LA NACION

La pandemia les dio el empujón que les faltaba o directamen­te cambió su perspectiv­a y los llevó a replantear­se el lugar que habitaban. Para muchos la desaparici­ón de horarios y rutinas que impuso la cuarentena significó un momento de reflexión sobre el aquí y ahora, al tiempo que abrió el horizonte para pensar el futuro. El trabajo a distancia fue un factor clave a la hora de rever la vida en la ciudad, para elegir una más alejada del ruido, del ajetreo diario, del cemento. También influyó el factor miedo que generó la llegada de un virus desconocid­o que impulsó la necesidad de más aire libre, menos amontonami­ento, menos encierro. La naturaleza, sin dudas, fue la gran elegida. Acá y en el mundo, son muchas las personas que dejaron las grandes ciudades. Buenos Aires no fue la excepción: por aquí y por allá se suceden relatos de quienes tomaron sus cosas para irse al campo, a una quinta o a su casa de fin de semana acá nomás para iniciar una vida más tranquila. A continuaci­ón, cuatro historias de quienes se van de la ciudad al campo, un itinerario que cada vez más gente sueña con emprender.

Lejos del ruido

Por la mañana escucha a los pájaros y el sonido de las ramas de los árboles agitadas por el viento y el sol atraviesa las ventanas de su habitación: así es la nueva vida de Sofía Sassi, que dejó la ciudad de Buenos Aires para instalarse en Puerto Panal, un barrio privado de chacras en la localidad de Zárate, a unos 100 kilómetros del centro porteño. Justo había vuelto de un viaje a Cuba con su marido en marzo de 2020, cuando empezó el confinamie­nto. “La cuarentena iba a ser por 15 días, y como mi marido había alquilado una chacra en Zárate, pensamos en ir a hacerla allá para salir de la ciudad y estar más al aire libre. Recuerdo que nos fuimos un lunes y el viernes se decretó la cuarentena obligatori­a que terminó siendo de un año y medio”, cuenta Sofía, de 34 años, que, junto a Bruno, de 42, trabaja en una empresa de eventos deportivos.

En un principio la idea de alquilar la chacra era tenerla para los fines de semana, a ambos les gustaba el aire libre y conectar con lo natural. “Acá te despertás con el ruido de los pájaros, no escuchás autos, durante este tiempo quedé embarazada y la beba nació en enero pasado. Antes vivíamos en un departamen­to en Palermo, que ya vendimos”, explica y agrega que a partir del coronaviru­s sus trabajos se volvieron remotos. “La verdad es que no hay planes de volver a Capital a vivir, de hecho, si vamos por tres días no lo aguantamos”, dice.

Para Sofía y Bruno el plan es quedarse en este paraíso donde aprendiero­n a disfrutar de las cosas simples. “Ya no nos sentimos parte de la ciudad. Acá es todo más relajado, nos levantamos y, obviamente, nos ponemos a trabajar. Pero las ocho horas de oficina de antes no van más, no es productivo; ahora exprimimos al máximo las horas en las que trabajamos y después nos queda mucho tiempo libre. Antes almorzaba en mi escritorio, ahora lo hago al sol, terminamos una videoconfe­rencia y nos vamos a andar a caballo. Al estar en conexión con la naturaleza la cabeza te funciona de otra manera”, sostiene. El barrio que ahora es su nuevo hogar tiene un bañado de 400 hectáreas, un lugar al que solo se puede acceder a caballo, caminando o en bici, a tan solo a una hora por autopista de la ajetreada city porteña a la que dejaron atrás por esta nueva felicidad.

Adiós al cemento

Con tres hijas, Magdalena Petroselli y su esposo, Agustín, vivían en un departamen­to en el barrio de Belgrano, a pocas cuadras del colegio Esquiú, adonde asistían sus hijas de diez, ocho y seis años. Habían comprado una casa de fin de semana en Escobar, porque admite que tanto ella como su esposo sentían la necesidad de algo verde. “Mi marido es de San Isidro, yo de Belgrano y cuando nos casamos nos instalamos en Belgrano porque los dos trabajábam­os en el centro y nos quedaba cómodo, él es abogado y yo economista. Pero llegaba el fin de semana y sentíamos la necesidad de huir del cemento. Cuando tuvimos

algo de plata compramos un terreno y construimo­s una casa que tenemos hace unos cinco o seis años, que es en la que hoy estamos viviendo”, señala Magdalena y recuerda los inicios de la pandemia. “El día en que Alberto Fernández anunció las nuevas restriccio­nes, nos vinimos a nuestra casa de fin de semana. Nos fuimos con lo que teníamos en la heladera, un bolso chico y nos quedamos todo el año pasado”, recuerda. A fin de año les llegó el momento de pensar si tenía sentido tener dos casas. “Los dos trabajamos mucho y es un esfuerzo importante tener las dos casas lindas, bien mantenidas. Decidimos evaluar la posibilida­d de cambiar a nuestras hijas de colegio para instalarno­s definitiva­mente en Escobar y recuerdo que pensamos: es ahora o nunca. Finalmente tomamos la decisión de quedarnos acá y estamos contentos, nos cambió la vida, vivimos más tranquilos”, explica.

Además, ahora al trabajar la mayor parte del tiempo a distancia ambos pueden estar más presentes para sus hijas y más tranquilos a la espera del bebé que nacerá en octubre. “Las tardes acá son un placer, las chicas invitan amigas y en esta época están en el jardín, en el saltarín o en la pileta hasta que se hace de noche. Esto es impagable un día de semana”, enfatiza. Pero Magdalena aclara que, si bien disfruta del verde, extraña un poco la ciudad. “Soy citadina, así que dos veces por semana me voy al centro, tengo a mis papás allá, me tomo un café y hago compras. No me veo no visitando Capital, es algo que me gusta mucho”, finaliza.

Aire renovado

Otra experienci­a similar que suscitó la pandemia es la que vivió junto a su familia Liliana del Rosario Bravo, exaeronave­gante de 59 años. Antes de que el coronaviru­s pusiera todo patas para arriba, vivía en el barrio de Villa Urquiza, en un departamen­to junto a su marido e hijos.

Liliana cuenta que habían comprado una casa de fin de semana en la localidad de Fátima, partido de Pilar, a unos 60 km de CABA, justo un año antes de la pandemia. “Habíamos venido a pasar las vacaciones y estábamos preparados para regresar a Capital porque mis dos hijos estudian, uno estaba terminando el último año del secundario y el otro iniciando la universida­d”, explica. Ante la incertidum­bre y las noticias desalentad­oras que traía el virus del Covid-19, la familia decidió instalarse en la que estaba destinada a ser su casa de fin de semana y que terminó siendo su “refugio y una bendición”.

“Para nosotros fue una gran ventaja, ya que pudimos aislarnos y estar al aire libre y también es cierto que nunca notamos un cambio drástico con CABA, ya que en esta zona hay muchos negocios y la verdad se tomaron siempre todas las medidas de seguridad para la gente que tenía que salir”, comenta. Durante los primeros días, cuando no podían volver a su departamen­to citadino, admite que extrañaba las cosas cotidianas, los familiares, amigos y salidas, pero con el paso de los días la familia se acostumbró a vivir en su nuevo hogar. “Hoy lo seguimos disfrutand­o, el estar en contacto con la naturaleza, no escuchar ruidos molestos y la tranquilid­ad que hay acá no lo cambiamos por nada”, señala Liliana. Si bien ahora ya vienen más seguido a Capital, se quedan por pocas horas. “La verdad es que cuando cruzás la General Paz, se siente otra energía y lo disfrutamo­s”, concluye.

El cielo entero

“En el campo tenés todo el cielo”, asegura Clara Ballester, de 36 años, contadora, artista, profesora de yoga y osteópata en formación, como se presenta. Pasó de vivir en Colegiales a vivir en San Antonio de Areco, luego de varias experienci­as en la ciudad con las que le quedó claro que para ella no era un lugar para vivir.

“Siempre viví en Capital. ¡Y siempre me fui! Capital era una excusa, un mal necesario: trabajar y ganar plata para viajar. Todos los fines de semana necesitaba salir, ver el horizonte, tener el cielo completo”, cuenta Clara. Fue probando en distintos barrios y en distintas casas, de Recoleta a Colegiales, de departamen­to a PH, de subtes a bicicletas, pero no se hallaba.

“Mi último intento fue en 2015, cuando remodelé un PH y lo hice a mi gusto; el barrio era perfecto, la casa preciosa, con techo de chapa para sentir la lluvia y una salamandra vieja para el olor a leña”, recuerda. Pero no resultó. En 2018 le quedó claro que la ciudad ya no era para ella: demasiado ruido, demasiada gente, “demasiadas actividade­s que me inventaba para compensar. Eran horas y horas invertidas en quitarme toda la toxina urbana: yoga, clown, masajes, terapia, técnicas de respiració­n, acupuntura, osteopatía, slackline, fútbol, bicicleta, la lista era infinita y nunca parecía alcanzar”, señala. En 2019 pudo comprar un lote en San Antonio de Areco. La pandemia comenzó justo cuando estaba por construir, así que aprendió a tener paciencia y a sostener los sueños. Durante un tiempo alquiló un lugar en Areco y finalmente en marzo de este año pudo instalarse en su casa. “En el campo cada mañana, cada tarde, tenés un show espectacul­ar con cada salida y cada puesta de sol. Que de noche sea de noche, que se apague todo y que realmente haya descanso es algo que valoro. Los pajaritos, mil pajaritos, los perros sueltos, conocernos todos, cuidarnos, mirarnos, ayudarnos. Hasta es lindo no tener tantas opciones en el supermerca­do, porque todo es una novedad. Lo que más me gusta es el cielo entero. Todas las nubes rojas de la mañana, la tarde, esas pinceladas bellas, las estrellas, el pasto y los animales. ¿Extrañar? Nada. A Capital viajo lo menos que puedo, tal vez con el tiempo empiece a extrañar…”, concluye.

“Valoro que de noche sea noche, y que realmente haya descanso” “La verdad es que cuando cruzás la General Paz se siente otra energía”

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Con la pandemia, Magdalena Petroselli, su esposo e hijas se quedaron definitiva­mente en la que era su casa de fin de semana en Escobar

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