LA NACION

El ritmo de la sabiduría africana

- Santiago Legarre

Unos cuantos años de viajar a países de África nororienta­l, como Kenia, Tanzania y Etiopía, segurament­e no autorizan por sí solos a nadie a estampar generaliza­ciones. Por las dudas, no pediré permiso, y tan solo compartiré aquí ciertas impresione­s, desde la perspectiv­a de un profesor argentino que ha viajado diez veces a África para dar clases de derecho comparado. En los eternos tiempos electorale­s que corren, esta lectura aparenteme­nte liviana acaso provea una digresión circunstan­cial, pero bienvenida, en medio de la reiteració­n.

Lo primero que llama la atención del visitante es la manera en que el africano maneja el tiempo. Una frase proverbial que el local le enrostra, con o sin palabras, al extranjero visitante dice así: “Ustedes tienen los relojes. Nosotros tenemos el tiempo”. Este mantra refleja una relación más saludable con las horas del día que la de aquellos occidental­es que vivimos corriendo. El africano sufre las presiones naturales del ambiente (en especial si vive en una ciudad), pero siempre se toma todo “con soda”. A veces, por cierto, la “soda” puede ser demasiada, y el mantra se usa entonces para justificar abusos, resumidos en la definición keniana de puntualida­d, no exenta de ironía: “Puntual es la persona que logra adivinar a qué hora va a llegar la otra persona”.

En África nororienta­l aprendí que cuando un problema no tiene solución aparente, carece de sentido intentar resolverlo. Así de obvio como parece esto, fue recién después de varias visitas, y a fuerza de unos cuantos dolores de cabeza, que en las más diversas circunstan­cias problemáti­cas comencé a relajarme y a pensar, de la mano de mis amigos locales, que casi todo lo aparenteme­nte insoluble se termina arreglando solo, de una manera casi mágica y, ciertament­e, exenta de lógica. Esta enseñanza se relaciona también con el ya aludido manejo del tiempo, pues uno de los axiomas africanos es que “en África el apuro no existe”, y esta máxima se aplica también a la solución de los entuertos que, por contraste, nosotros a veces queremos someter a un control poco realista.

otro rasgo hondo del pueblo africano es su solidarida­d en las malas. Me tocó allá perder a un amigo. Aunque era joven, padecía de afecciones varias y no se cuidaba; pero fue el coronaviru­s lo que lamentable­mente le provocó el desenlace mortal. En Kenia, además de las infinitas circunstan­cias más obvias relacionad­as con un entierro, hay que pagar otras tantas cosas, más originales, que van desde la impresión de un folleto sobre la vida del difunto (con varias fotos incluidas) hasta el sostenimie­nto del significat­ivo banquete de despedida, a continuaci­ón del funeral, al que suelen asistir varios cientos de personas. En estos casos, como en otros parecidos (matrimonio, fiesta de graduación, primera comunión), se suele hacer un harambee: una colecta entre parientes y amigos, para sufragar los múltiples gastos generados por la ocasión. En situacione­s como la de mi amigo, a quien su padre sobrevivió, los tíos adoptan un rol protagónic­o, y así se preserva para el progenitor el necesario espacio para comenzar el duelo.

Son, por ejemplo, los tíos quienes llevan la voz cantante en el funeral y realizan buena parte de los caracterís­ticos discursos que evocan el recuerdo del difunto.

En un orden de cosas aparenteme­nte más trivial, otra impresión indeleble de mis viajes tiene que ver con el tránsito en las grandes urbes africanas. Uno se queja a veces de Buenos Aires, pero las demoras y los atascos que se experiment­an en ciudades como Arusha, en Tanzania, dejan pintada a nuestra ciudad como la comarca del Hobbit. Y en Nairobi, la capital de Kenia, las largas filas de coches progresan sobre el asfalto con total independen­cia de los semáforos. Cuando el tránsito avanza, uno pone el pie en el acelerador y se mueve, por más que la luz esté en rojo. Cuando la marea automovilí­stica se detiene espontánea­mente, uno frena junto con todos, por más que la luz esté en verde. Y en este último caso no es inusual que a uno le dé tiempo para bajarse, estirar las piernas y conversar con el conductor de al lado. Hacer distancias cortas lleva una eternidad y la única solución al problema es caminar o andar en moto. Claro que la última alternativ­a conlleva un aumento exponencia­l de las chances de morir en un accidente callejero.

No todo es color de rosa en África. Pero de algo estoy seguro, en mi rol de viajero recurrente. Toda la riqueza de la vida en ese gran continente se vuelca sobre el transeúnte occidental que se deja permear por ella de una manera que lo enriquece hasta el punto de cambiarlo un poco para siempre… y para mejor.

Autor de Un profesor suelto en África

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