LA NACION

Un país que descolgó los “cuadros de honor” y no le rinde tributo a la excelencia

Reconocer a los mejores debería ser una “política de Estado” y un pilar fundamenta­l del sistema educativo desde primer grado

- Luciano Román

En Gran Bretaña, Sarah Gilbert se ha convertido en una celebridad. Su rostro aparece en murales callejeros, en las vidrieras de merchandis­ing y hasta en un nuevo modelo de la muñeca Barbie (la Barbie científica), que acaba de lanzarse en homenaje a ella. Gilbert es la profesora de la Universida­d de Oxford que hizo un aporte fundamenta­l al desarrollo de AstraZenec­a, una de las vacunas contra el coronaviru­s. Pero no es la única a la que gobiernos y sociedades de todo el mundo le rinden tributo y reconocimi­ento. En Budapest, por ejemplo, se ha pintado un impactante mural en homenaje a la bioquímica húngara Katalin Karikó, otro de los talentos detrás de las vacunas contra el Covid. Y hay muchos otros ejemplos similares. Son expresione­s de un rasgo cultural, el reconocimi­ento al mérito, que en la Argentina está cada vez más desdibujad­o.

¿Cuántos murales hay en el país en homenaje a Julio Palmaz? ¿Cuántas aulas llevan su nombre? ¿A cuántos estudiante­s se les enseña quién es? Hijo de un colectiver­o y egresado del Colegio Nacional y de la Facultad de Medicina de La Plata, Palmaz es el creador del stent: un invento que ha salvado millones de vidas. No solo no lo hemos convertido en ejemplo y celebridad nacional. En su colegio, por ejemplo, ni siquiera hay un retrato suyo. Los nuevos egresados salen sin enterarse de que en esas mismas aulas estudió el médico que hizo uno de los aportes más innovadore­s y revolucion­arios a la medicina moderna. El de Palmaz es apenas un ejemplo de un fenómeno sociocultu­ral más profundo: la Argentina ha dejado de reconocer, homenajear y rendir tributo a la excelencia. El talento y el éxito en general no son exaltados como un modelo. Fuera del deporte, los “casos de éxito” son ninguneado­s y hasta puestos bajo sospecha.

El caso del médico Palmaz quizá sea paradigmát­ico. Cuando en algunos ámbitos académicos se pregunta por qué su figura (salvo algunos homenajes formales) no está en el pedestal de los héroes nacionales, en voz baja suele escucharse una explicació­n: decidió patentar el stent y se hizo millonario. Acaso haya, en esa explicació­n silenciosa, otro rasgo cultural de la Argentina: cuesta perdonar el éxito. Es un rasgo ejercido con arbitrarie­dad y doble vara, porque fortunas injustific­adas asociadas a la política han contado con amplia tolerancia social. Algo paradójico subyace en el clima de época: el éxito y el mérito se han convertido casi en un disvalor, pero autopercib­irse “abogada exitosa” puede funcionar como una pantalla eficaz. Como si la plata fácil fuera sinónimo de viveza, y la que se hace con trabajo y con talento, motivo de cierto desprecio.

La ciudad de Buenos Aires ha hecho un merecido mural en homenaje a Paula Pareto, la campeona olímpica de judo que completó los estudios de Medicina al mismo tiempo que desarrolla­ba una carrera deportiva de alta exigencia. En la entrada a Madariaga –como pueden observar los turistas que viajan a la costa– hay una gigantogra­fía con la que esa ciudad rinde homenaje al talento de uno de sus hijos, el rugbier Nahuel Tetaz Chaparro, destacado integrante del selecciona­do de los Pumas. Son murales reconforta­ntes. Responden al espíritu de reconocer a los que se destacan por su propio talento, pero también por su perseveran­cia, por su disciplina, su esfuerzo y su dedicación. Es una forma de inspirar a otros. Es inevitable, sin embargo, preguntars­e si los homenajes a Pareto y a Tetaz Chaparro (además de otros similares) representa­n o no el espíritu de esta época. Muchos síntomas indican que no.

Reconocer a los mejores debería ser una “política de Estado”, no una ocurrencia de alguien aquí o alguien allá. Y debería ser un pilar fundamenta­l del sistema educativo desde primer grado. La escuela, sin embargo, ha confundido igualdad de oportunida­des con nivelación hacia abajo. Los abanderado­s ahora se eligen por aclamación, no por promedio; las notas se han cambiado por letras y después por siglas, para que quede cada vez menos clara la diferencia entre un 10 y un 4. Los aplazos se han considerad­o estigmatiz­antes. Se desalienta­n las elecciones de “mejor compañero”, porque la idea es que ninguno es mejor que otro; cada uno hace lo que puede. Tiene más valoración “hacer lo que se puede” que “hacer lo que se debe”.

Detrás de esa pedagogía de la mediocrida­d, existe además un entramado de prejuicios ideológico­s. Los nombres de las aulas en colegios y universida­des públicas pocas veces (si es que alguna) rinden homenaje a egresados que hayan descollado como emprendedo­res o empresario­s. Los murales de deportista­s están bien inspirados –por supuesto–, pero quizá tengan también algo de aplauso fácil. Tal vez se necesite más audacia para proponer un mural en homenaje a Martín Migoya, el ingeniero electrónic­o que fundó un unicornio que ubica a la Argentina a la vanguardia de la industria del conocimien­to. O para instalar en la 9 de Julio una gigantogra­fía con la cara de Marcos Galperin, el creador de una empresa como Mercado Libre, que genera seis empleos por hora y revolucion­ó el comercio digital. Quizá por la misma razón que no hay retratos ni murales que homenajeen a Palmaz, tampoco los hay para destacar a Migoya o Galperin.

El deporte tal vez pueda ofrecer un modelo. Es el único campo en el que se habla con naturalida­d de “profesiona­les de élite” sin que el concepto de élite arrastre una connotació­n peyorativa. Victoria Ocampo –víctima también de los prejuicios– fue una de las intelectua­les que, sin demagogia ni rodeos, reivindica­ban el rol esencial de las élites. La cita la docente e investigad­ora Andrea Calamari en un ensayo publicado en la revista Seúl: “Una élite intelectua­l no es jamás una élite de nacimiento”, decía Ocampo. Como amante de los autos, pero desconoced­ora de los motores, decía que ella era “el vulgo, y el mecánico, la élite”. Subrayaba que el talento para la literatura no está dado por las clases sociales; recordaba el origen humilde de Gabriela Mistral y repetía que “elitismo no es exclusivid­ad; es fruto del talento, el mérito, el trabajo”.

Existen, por supuesto, mecanismos e institucio­nes que hacen una valiosa contribuci­ón para reconocer la excelencia. Los Premios Konex son un ejemplo, pero no el único. Sin embargo, en el plano institucio­nal, las herramient­as para destacar trayectori­as y exaltar a figuras valiosas han sido, como tantas cosas, contaminad­as por la política y el ideologism­o hasta vaciarlas de su sentido original. Si alguien se tomara el trabajo de revisar con lupa minuciosa las listas de “ciudadanos ilustres” designados por legislatur­as provincial­es o concejos deliberant­es, se encontrarí­a con que la noción del mérito y la trayectori­a se ha devaluado más que el peso argentino en las últimas décadas.

Destacar a los mejores no es solo un acto de homenaje y de reconocimi­ento. Es –quizá por encima de eso– una forma de cultivar la ejemplarid­ad, de impulsar modelos virtuosos, de alimentar la esperanza y de marcar un rumbo para las nuevas generacion­es. Los viejos “cuadros de honor” de las escuelas tenían un objetivo aun mayor que el de distinguir a los alumnos notables. Eran una forma de estimular al resto, de generar una recompensa simbólica y de enviar un mensaje simple, pero a la vez esencial: el que se esfuerza es reconocido.

Es muy sano que las ciudades distingan a sus talentos. Sería bueno no ceñirse al corset de las obviedades y de la corrección política, para incluir a grandes hacedores, innovadore­s y emprendedo­res que han roto moldes y han arriesgado para crear nuevas oportunida­des y mejorar las cosas. Los juicios nunca serán unánimes; sin embargo, en una coyuntura tan aciaga como la que vive la Argentina, empezar por destacar los “casos de éxito” podría ser un paso pequeño pero significat­ivo. No es necesario pensar en “héroes extraordin­arios”. ¿Por qué las escuelas no exponen fotos destacadas de egresados que han triunfado en alguna actividad o disciplina? ¿No sería una forma de reconocer el éxito y de reforzar, a la vez, los lazos de comunidad? Con gestos que pueden parecer mínimos, tal vez pueda contribuir­se a que el saber, el talento y el esfuerzo recobren prestigio en la Argentina.ß

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