LA NACION

Cuentos de hadas en tiempos difíciles

- Diana Fernández Irusta

Amamos las series, pero qué lindo sigue siendo el cine. Y qué bueno lo que a veces ofrece el streaming.

Por estos días vengo con una suerte de devoción por la plataforma Mubi, y no solo por los estrenos de cine independie­nte: hay en su propuesta algo así como un airecito a cineclub, un modo de recuperar para el universo online aquello de los ciclos de cine (que en el mundo real siguen en pie en espacios como la Sala Lugones del San Martín o el auditorio del Malba), incluso con el detalle –pequeñeces que algunos adoramos– de incluir alguna que otra reseña de la crítica especializ­ada junto al envío de la película.

Así que en eso ando, para variar penando por la falta de tiempo para abordar la inmensidad de títulos que circulan online, pero también permitiénd­ome el lujo de reparar ciertas deudas pendientes. Por caso, Jacques Demy, director fundamenta­l del cine francés de los años sesenta al que en su momento había dejado de lado, más fascinada por sus contemporá­neos godard, Truffaut, Rohmer. o por su mujer, Agnès Varda.

Pero resulta que por intermedio del streaming pude reencontra­rme con Lola, con Los paraguas de Cherburgo. Y qué maravilla, el cine. Ver Los paraguas de Cherburgo con ojos contemporá­neos puede ser una fiesta. La mirada actual está tan dispersa, tan abarrotada de consumo irónico y tan pasada de cinismo, que asomarse a una película que hace décadas le cantó al amor, realizada por alguien enamorado del cine, es algo así como tomarse un respiro.

En Los paraguas de Cherburgo lo que prima es un realismo para nada naturalist­a. Los movimiento­s de cámara, la escenograf­ía, los colores saturados, empeñados en construir una paleta propia en cada secuencia: todo en el film habla de una construcci­ón consciente, dichosa y destinada al disfrute. La música de Michel Legrand es una gloria y la apuesta de hacer un musical que extreme sus propios códigos –aquí no hay canciones que irrumpan en medio de los diálogos, sino que todo, absolutame­nte todo, se dice cantando– puede seguir sorprendie­ndo. En una de las primeras escenas los personajes salen del teatro: acaban de ver Carmen, de Bizet, y ese es el guiño. Los paraguas de Cherburgo se mira en el espejo de la lírica, pero al modo de una ópera cercana, casi pop, cómoda a la hora de celebrar el melodrama en los términos de la cultura de mediados del siglo XX.

gracias a esta película, Catherine Deneuve nunca dejará de tener veinte años, y le cantará para siempre su dolor al chico que ama, en un pequeño bar junto a la estación de tren de Cherburgo, antes de que él parta, obligado a prestar el servicio militar en Argelia.

Como ya había hecho en Lola, Demy construye mundos engañosame­nte almibarado­s, cuentos de hadas que nos susurran al oído que los cuentos de hadas en realidad no existen.Y sin embargo.

En Lola, Anouk Aimée es escandalos­amente hermosa y encarna un personaje que en otro registro habría estado impregnado de sordidez: cantante en un cabaret frecuentad­o por marinos, mujer abandonada, madre soltera.

Pero Demy construye un personaje para el que no hay distancia entre belleza e inocencia, y es como si ese resplandor la protegiera. no importa que habite los bajos fondos ni que su vida corra por carriles ajenos a los de la sociedad acomodada: Lola brilla, nada perturba su luz, nadie la maltrata, ni la mira torcido, ni pretende hundirla en el fango al que tantas otras historias condenan a las muchachas que bailan en tugurios mal emplazados.

En 1991, un año después de la muerte de Demy, Agnès Varda estrenó Jacquot de Nantes, donde reconstruy­e la infancia y adolescenc­ia de su esposo. hay que sumergirse en esa ternura, en esa magia, en esa aceptación de lo efímero e intransfer­ible de la vida. Y a quién le importa que los cuentos de hadas sean solo cuentos. ß

Gracias a esta película, la actriz Catherine Deneuve nunca dejará de tener veinte años

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