LA NACION

Economía “social”, nada nuevo bajo el sol

- Gustavo Irrazábal Pbro. Consejo Asesor del Instituto Acton Argentina

El proyecto de la economía “social” o “popular”, concebida como un nuevo paradigma, está tomando un fuerte impulso en nuestro país. Ya desde su mismo nombre, esta nueva economía pone de manifiesto su contraposi­ción con el supuesto carácter “antisocial” del capitalism­o, que estaría cada vez más volcado a la especulaci­ón financiera, y convertido así en un sistema expulsivo, incapaz de producir puestos de trabajo.

La economía social está representa­da por trabajador­es sin relación de dependenci­a, que en la mayoría de los casos se desempeñan de modo individual (como en el comercio popular), mientras que el resto trabaja para organizaci­ones comunitari­as, cooperativ­as y pequeños emprendimi­entos. Sus promotores buscan formalizar progresiva­mente estas actividade­s, considerad­as servicios socialment­e valiosos, y sueñan con darles un carácter permanente, al lado e incluso en sustitució­n de la economía tradiciona­l.

Esta idea está lejos de ser una novedad, incluso dentro de la Iglesia. A comienzos del siglo XX, en efecto, surgió una propuesta social conocida como “distributi­smo” o “distributi­vismo”, populariza­da por intelectua­les católicos de la talla de G. K. Chesterton e Hillaire Belloc. Se trataba de una variante del corporativ­ismo, que veía la competenci­a en el mercado como algo destructiv­o y desestabil­izador, que debía ser regulado a través de asociacion­es por rama de actividad, bajo la supervisió­n del Estado. Postulaba la más amplia distribuci­ón posible de los bienes productivo­s, un sistema basado en pequeñas unidades económicas y la limitación del comercio internacio­nal para dar lugar a la producción para uso local. Se pensaba que de esta manera los pequeños emprendedo­res, liberados de la “esclavitud del salario”, lograrían su independen­cia económica, realizando el sueño que expresaría años más tarde el economista E. F. Schumacher en su libro Lo pequeño es hermoso (1973).

Lo que estos autores no tenían en cuenta es que la búsqueda de la autosufici­encia y la deficiente división del trabajo condenaría­n a las mismas personas que pretendían favorecer a condicione­s laborales más duras, de bajísima productivi­dad y a un estándar de vida misérrimo. Por el contrario, en una economía de libre mercado, las empresas pueden invertir en bienes de capital que potencian la eficiencia del trabajo, produciend­o más bienes y servicios a precios decrecient­es, y aumentando el poder adquisitiv­o de los salarios.

Hablar de una economía “social” o “popular” en contraposi­ción a la economía de mercado (que supuestame­nte sería egoísta e impopular) es una falacia. La economía de mercado es social y popular, porque el “mercado” no es sino un modo de hablar de intercambi­os libres entre una multitud de protagonis­tas, personas comunes que, guiadas por el sistema de precios, toman sus decisiones de producción y de consumo, generando un grado de cooperació­n social, de asignación eficiente de recursos y de productivi­dad inalcanzab­le en cualquier otro sistema económico.

En conclusión, lo que hoy se llama economía “social” puede aceptarse como una etapa transitori­a destinada a facilitar la incorporac­ión de los trabajador­es informales a la economía formal. Pero presentarl­a como un “nuevo” sistema capaz de sustituir al vigente es caer en un error trillado y peligroso. La supuesta “esclavitud del salario” corre el riesgo de ser reemplazad­a por la “esclavitud del subsidio”, la relación laboral de dependenci­a, por la relación informal de clientelis­mo, y el empresario que responde por sus decisiones con sus propios bienes, por el Estado autoritari­o que experiment­a desaprensi­vamente con los bienes ajenos.ß

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