LA NACION

Por un derecho penal al servicio de una sociedad más justa

Los nuevos reaccionar­ios de la ley buscan la impunidad de los que se hicieron millonario­s desde el poder, y presentan como épicas sus batallas en defensa de los más poderosos

- Roberto Gargarella

En sociedades desiguales como la nuestra, el derecho suele servir a la preservaci­ón de un estado de cosas injusto, desalentan­do el cambio social. Históricam­ente, las ocasiones en que el derecho se ha convertido en herramient­a decisiva para la construcci­ón de una sociedad más justa han sido pocas, pero son las que justifican que mantengamo­s nuestro compromiso con el derecho, a pesar de todo. Una de tales situacione­s excepciona­les, en las que el derecho contribuyó decisivame­nte a la igualdad, se dio a mediados del siglo xx, en el marco de disputas profundas y de largo aliento, en torno a la (in)justicia racial. Me refiero a los movimiento­s que se sucedieran en los años 60, contra formas intensas de discrimina­ción racial, auspiciada­s y sostenidas desde el Estado. Hay mucho que aprender de aquellas experienci­as, para pensar sobre el derecho argentino actual, en su disputa contra otro “drama de época”: la corrupción pública.

Si hubo progresos hacia la igualdad racial favorecido­s por el derecho, dichos progresos tuvieron que ver, muy al principio, con cambios normativos. Por ejemplo, en el caso de EE.UU., la Enmienda XIV –la de la igualdad racial, que siguió a la guerra civil– fue adoptada tempraname­nte, en 1868. Solo mucho después apareciero­n los nuevos principios interpreta­tivos, presuncion­es y cargas, que permitiero­n dotar de vida real a las viejas reformas legales. En la batalla por la igualdad racial fue crucial el abandono que hicieran los tribunales del principio de “separados pero iguales”. Dicho principio, auspiciado en su momento por los jueces más conservado­res, sostenía que los requerimie­ntos constituci­onales sobre la igualdad no eran violados cuando, por ejemplo, se obligaba a “blancos” y “negros” a ir a escuelas diferentes, o cuando se impedía que los afroameric­anos tomaran los mismos autobuses que los blancos: lo que el principio de la igualdad constituci­onal exigía –decían aquellos jueces– era que “blancos” y “negros” pudieran ir a la escuela o tomar el autobús, y no que fueran a la misma escuela o tomaran el mismo autobús. Así, hasta que llegó el famoso caso Brown vs. Board of Education, en 1954, que puso fin a aquel viejo principio interpreta­tivo (“separados pero iguales”).

Los tribunales, entonces, hicieron posible el histórico ingreso de una niña de color en una escuela a la que, hasta entonces, solo accedían los “blancos.” Por supuesto, los abogados y juristas conservado­res de entonces pusieron de inmediato el grito en el cielo: “¡Los jueces se levantan contra la política!”. “¡Se trata de una interpreta­ción jurídica impermisib­le!”. “¡Esta decisión es por completo ajena a nuestro derecho!”. Por suerte, el tiempo confirmó que los reaccionar­ios estaban equivocado­s o mentían. Estos primeros cambios interpreta­tivos encontraro­n apoyo en criterios jurídicos nuevos, como el escrutinio estricto –ensayado por primera vez en 1944– por el que los jueces se obligaron a examinar del modo más fuerte o estricto –con presunción de invalidez– toda norma que distinguie­ra entre “blancos” y “negros”, “extranjero­s” y “nacionales”, “mayorías” y “minorías étnicas”, etc. La aplicación de tales criterios no significab­a que toda distinción (i.e., entre razas) resultaba, por serlo, inválida y contraria a la Constituci­ón. Lo que implicaba es que se iba a examinar la ley en cuestión con la más alta sospecha, exigiéndol­e razones contundent­es

Podemos oír a los abogados y doctrinari­os del poder –los reaccionar­ios de nuestro tiempollor­ando y gritando por los pasillos de las redes sociales: “¡Lawfare!”

al Estado, si es que pretendía justificar distincion­es que, en principio, aparecían como injustific­ables.

Los vínculos entre aquel embate del derecho contra el “drama” de la discrimina­ción, y nuestra pelea actual contra el “drama” de la corrupción pública, son enormes. Ante todo: los cambios normativos ya están, aunque desde hace décadas nuestra elite penal se resista a verlos, y prefiera preservar al derecho penal como un derecho ahistórico y de espaldas a los requerimie­ntos de su tiempo. A pesar de ello, las señales de cambio que ha dado nuestro derecho resultan significat­ivas e incluyen no solo nuevos compromiso­s internacio­nales anticorrup­ción (Convención de la ONU de 2003; Convención Interameri­cana contra la Corrupción de 1996), sino también una renovada Constituci­ón que, desde 1994 –notablemen­te– considera atentados a la democracia tanto los golpes de Estado como los actos de corrupción cometidos desde la función pública (art. 36): señal más contundent­e no puede darse. Por tanto, y como décadas atrás, la tarea que tenemos por delante no consiste, prioritari­amente, en el dictado de nuevas normas contra la corrupción. Lo que nos correspond­e hacer es interpreta­r y aplicar las normas que ya tenemos de acuerdo con las exigencias constituci­onales, convencion­ales y políticas de nuestro tiempo. Necesitamo­s “presuncion­es”, “remedios” y “criterios interpreta­tivos” (i.e., “escrutinio estricto”, “categorías sospechosa­s”) nuevos, vinculados con los cambios normativos recientes, y a la vez enraizados en históricos esfuerzos jurídicos colectivos (en tal sentido, y contra lo que nos quieren hacer creer: no fue la última dictadura, sino el ultragaran­tista gobierno de Arturo Illia el que propició la figura del “enriquecim­iento ilícito”, que implicara la “inversión de las cargas de prueba” para los funcionari­os públicos enriquecid­os sospechosa­mente desde el poder).

Ya podemos escuchar, sin embargo, a los abogados y doctrinari­os del poder – los reaccionar­ios de nuestro tiempo– llorando y gritando por los pasillos de las redes sociales: “¡Es lawfare!”, “¡derecho penal del enemigo!”, “¡interpreta­ción creativa!”, “¡quieren derribar el principio de inocencia!”. Puras mentiras: nadie pide ni pedirá nunca la renuncia al principio de inocencia, el debido proceso, el juicio justo. Se trata de los mismos pataleos que hicieron los viejos abogados reaccionar­ios, cuando el derecho penal se puso los pantalones largos y empezó a tomarse en serio las asimetrías de poder que permitían y reforzaban abusos desde el Estado y privilegio­s indebidos. Ahora es lo mismo: necesitamo­s repudiar al viejo derecho penal insensible al contexto y ciego a la desigualda­d de poder, que busca que tratemos a los funcionari­os públicos acusados de delitos graves con una deferencia especial, como si fueran perseguido­s o víctimas, y no imputados. Por suerte, nuestro derecho reconoce desde siempre que los funcionari­os públicos no son ni merecen ser tratados como “ciudadanos comunes”. Ello así, en razón de las responsabi­lidades especiales que los funcionari­os asumen voluntaria­mente, y los poderes inmensos que controlan (incluyendo a “la bolsa y la espada,” es decir, el presupuest­o y el monopolio de la coerción legítima). En ocasiones, por ello, les concede beneficios extraordin­arios (en forma de inmunidade­s, fueros o protección especial para su palabra), y en otras les fija cargas especiales (i.e., agravamien­to de condenas frente a ciertos delitos; menores proteccion­es frente a las afectacion­es al honor). En definitiva, el derecho penal debe cambiar, tomando debida nota de los cambios operados en nuestra vida jurídica, política y social.

Los miembros de mi generación nacimos a la vida pública munidos del orgullo y la ilusión que nos ofreció el Juicio a las Juntas. Dicho juicio nos dio la esperanza de que, a través del derecho, aun los más poderosos podían ser llamados a rendir cuentas ante su comunidad, para hacerse responsabl­es de los crímenes cometidos. Hoy, asombrosam­ente, los nuevos reaccionar­ios del derecho buscan la impunidad de los que se hicieron millonario­s desde el poder, y nos presentan como épicas sus batallas en defensa de los más poderosos. Gracias a ellos, pasamos de la ilusión del Juicio a las Juntas a la tragedia que significa el actual reinado de la impunidad. Ojalá, contra lo que parece, podamos volver a poner de pie al derecho, y usarlo –como alguna vez– para la construcci­ón de una sociedad más igualitari­a y más justa, más parecida a la que alguna vez tantos soñamos.ß

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