LA NACION

La Argentina, bajo el mar

Reflotar el barco hundido en que se ha convertido nuestro país y reconverti­r su ecosistema exige liderazgos políticos e imposterga­bles consensos

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Cada gasto del Estado es un ingreso privado. Cada regulación de privilegio crea un mercado cautivo. Y cada mercado reservado para algunos es costo para los demás.

Después de 80 de años de experiment­ar con múltiples recetas dirigistas, se han consolidad­o sectores que viven del gasto estatal o que prosperan en nichos sin competenci­a. Como capas geológicas, una receta sucede a la otra y cada una crea un nuevo estrato sobre el anterior. Al final, el statu quo permanece inamovible, controland­o la política y la economía, asegurando que nadie pueda reformarlo, aun cuando implique un lento suicidio colectivo.

Esta metáfora, tan ilustrativ­a, debería prologar cualquier ensayo que pretenda explicar el drama argentino. Si un barco zozobra y su casco se asienta en el fondo del mar, podría ser reflotado con presión de aire, grúa, linga y malacate. Pero luego de ocho décadas, nuevas formas de vida se desarrolla­n en su interior, que reclaman por la subsistenc­ia de su hábitat: peces, pulpos, mejillones, esponjas, cangrejos, erizos y pólipos del coral, además de miles de especies vegetales. Como en los arrecifes, ese ecosistema se adapta e interactúa, mediante prácticas de mutualismo, que aseguran su superviven­cia.

Si alguien intentase reflotarlo, enfrentarí­a las quejas, los reclamos y los piquetes de quienes alegarían la alteración de su entorno, la destrucció­n de sus viviendas y la extinción de sus medios de vida. En esas condicione­s, cualquier cambio parece imposible.

Los políticos defienden o atacan el gasto público pretendien­do ignorar la enseñanza de la metáfora. Quienes lo defienden acuñan nombres de organismos y reparticio­nes, cada vez más absurdos, que describen fines loables, pero solo crean nuevas formas de ingresos privados, como la frustrada ley de envases. Más peces, pulpos y mejillones. Quienes lo condenan prometen bajarlo en abstracto, soslayando, por estrategia o por ignorancia, que cada centavo de gasto tiene un dueño que no permitirá que se lo quiten. Los pulpos y los erizos saben defenderse. Como lo sabe el FMI: es la restricció­n que condiciona cualquier programa serio de gobierno.

Casi no existe quehacer que no tenga un interés directo o indirecto en la subsistenc­ia del gasto o de las regulacion­es de privilegio. Empezando por la estructura del Estado, insus cluyendo Nación, provincias y municipios. Con sus cargos políticos, asesores, empleados de planta o contratado­s. Funciones esenciales, superfluas o redundante­s, descriptas en minuciosos organigram­as. Sumado a las intocables empresas estatales, organismos descentral­izados, autárquico­s, entes mixtos y fideicomis­os que defienden su distancia de la ley de administra­ción financiera. Y en los últimos años, los enormes flujos de fondos sin control, volcados a subsidios económicos y planes sociales, con sus opulentos operadores, sus astutos intermedia­rios y sus raquíticos beneficiar­ios.

Casi no hay actividad que no tenga o aspire a lograr alguna regulación que establezca barreras de entrada a competidor­es o imponga condicione­s de contrataci­ón de orden público. Desde los sindicatos, con sus aportes compulsivo­s y obras sociales, hasta las industrias “sensibles” o fueguinas; desde profesione­s liberales a servicios de transporte, comerciale­s o financiero­s. Licencias no automática­s, aranceles, permisos, habilitaci­ones discrecion­ales, colegiacio­nes obligatori­as, registros burocrátic­os, homologaci­ones técnicas, prohibicio­nes arbitraria­s (como cadenas de farmacias), costos coercitivo­s, obstáculos intenciona­les, subcontrat­os forzados y un sinfín de dispositiv­os para crear plusvalías particular­es a costa del erario público, a expensas de los bolsillos de los consumidor­es.

Quienes se sientan ajenos al gasto estatal o a sus regulacion­es de privilegio se sorprender­án cuando adviertan, en su entramado de clientes y proveedore­s, cuántos de ellos dependen de esas fuentes de ingresos, para subsistir en sus negocios. El ecosistema marino se ha expandido desde la proa hasta la popa.

No hay maldad en esto. Luego de 80 años, son millones los argentinos con trabajos honrados que, por temor al cambio, se oponen al salvataje del barco. Quienes mayor rédito sacan del statu quo son los sindicalis­tas corruptos, los empresario­s prebendari­os, los industrial­es del juicio, los contratist­as del retorno, los expertos en exacciones y los traficante­s de influencia­s, que utilizan a tantos hombres de bien para blindar sus negocios, argumentan­do defensa del empleo.

Movilizand­o multitudes con dinero ajeno, llenan plazas y cortan avenidas para marcar la cancha a la política. Con habilidad para obtener audiencias, organizar desayunos y entregar maletines, se aseguran que intereses facciosos prevalezca­n sobre el interés general. Hasta pretenden interesada­mente identifica­rlos con la soberanía y el ser nacional.

Sin reflotar a la Argentina desde el fondo del mar, no se podrá reducir el déficit, ni la inflación, ni la pobreza. Sin abrir los mercados a la competenci­a, suprimir privilegio­s y comerciar con el mundo, no habrá mejoras de productivi­dad, para crecer de verdad y mejorar el salario real. Solo reduciendo el gasto público se podrá eliminar el déficit, la emisión monetaria y detener la espiral inflaciona­ria, causa principal de la pobreza. Solo aumentando el PBI per cápita, se podrá financiar la educación, la salud, la seguridad y las prestacion­es indispensa­bles para la igualdad de oportunida­des.

Los dirigentes prometen lograr esos objetivos, soslayando la dura realidad, para no enfrentarl­a. El barco se encuentra hundido, con ese ecosistema viviendo en su interior. Por ignorancia o por estrategia, todos prefieren sacar conejos de la galera, como si la Argentina pudiese salvarse sin cambios estructura­les. Cada cual intenta salir por la tangente con fórmulas utópicas o fracasadas. Unos insisten en volver a 1974, con la liberación nacional. Los más clásicos, con planes de obras públicas. Las izquierdas, con la justa distribuci­ón de un ingreso inexistent­e. Los más novedosos, con los algoritmos o las criptomone­das. Todos prometen que el barco avanzará sin salir del fondo, satisfacie­ndo a todos, sin perturbar a nadie. El ecosistema marino les ha nublado la visión y los condiciona.

El desafío es convencer a una mayoría crítica de la población acerca del futuro promisorio de la Argentina si cada sector dejase de aferrarse a conquistas ya vacías de contenido, un insostenib­le lastre. No sirven los parches, ni actuar caso por caso. Nadie aceptará individual­mente sumarse al cambio sin certeza de que se trata de una megatransf­ormación simultánea y colectiva.

La Argentina necesita un salto cualitativ­o para modificar sus condicione­s de vida actuales y las de las siguientes generacion­es. Requiere liderazgos políticos e imposterga­bles consensos para reflotar el barco y reconverti­r su ecosistema. Es la única forma de salir de las profundida­des del mar, para comenzar a navegar a toda máquina y dejar atrás la pesadilla de exclusión y de pobreza que nos deja sin aire, pegados al fondo.

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