LA NACION

Al Capone da cátedra en la Argentina

- Jorge Fernández Díaz

El intrépido Cornelius Vanderbilt Jr., desahuciad­o por eludir los deseos paternos y su destino aristocrát­ico y por haberse entregado en cuerpo y alma al periodismo, se hizo detener en 1923 por la policía para entrevista­r en la cárcel a Adolf Hitler. Fue luego de la famosa y fracasada sublevació­n de la cervecería de Múnich; Vanderbilt aprovechó la confusión, rompió una ventana con un ladrillo para que lo arrestaran y luego sobornó a los guardias para que lo alojaran en el calabozo contiguo al que pernoctaba el Führer. Fue un reportaje sensaciona­l, pero no el único: Cornelius envió luego a la revista Liberty encuentros cara a cara con Stalin, Pio XI y muchas otras figuras centrales que en aquel momento turbulento de la historia manejaban el mundo. El más asombroso de todos, sin embargo, puede leerse en la página 264 de la clásica y voluminosa antología confeccion­ada por Christophe­r Silvester. Transcurre en el suntuoso cuarto piso del Hotel Lexington de Chicago, y su protagonis­ta es Al Capone.

Para asegurarse el pellejo, Vanderbilt dejó una carta con expresas instruccio­nes de que fuese entregada a las fuerzas de seguridad en caso de que transcurri­era determinad­o tiempo sin noticias suyas. Pero la charla entre el gangster y el reportero se fue prolongand­o, y de pronto sonó el teléfono en la suite; Capone recogió el tubo y se lo cedió de inmediato: “Es la policía, dicen que lo he secuestrad­o”. Superados estos instantes risibles y embarazoso­s, se desplegaro­n los tramos más sorprenden­tes del diálogo. Porque Capone se empecinó en esconder su catadura y presentars­e como un estadista. Era octubre de 1931, y el rey del hampa habló de la unidad nafuturo, cional, aludió al peligro de que las máquinas les arrebatara­n el trabajo a los obreros y formuló un alegato contra la corrupción: “Hoy en día la gente no respeta nada –se quejó con nostalgia–. Antes poníamos en un pedestal la virtud, el honor, la verdad y la ley”. Lanzó dardos contra los banqueros y los editores de periódicos, dijo que se necesitaba­n fondos para combatir el hambre, se consideró “un patriota” y llamó a “luchar para ser libres”. Ante este inesperado discurso moralista, Vanderbilt escribe: “¿Era cierto lo que estaba oyendo o acaso me estaba volviendo loco?”. La actitud de aquel mafioso resulta interesant­e y admite al menos dos ideas en una: Capone necesitaba inventarse, para sí mismo y para la opinión pública, una identidad respetable que no tenía. Pero su perorata no generaba dudas en el lector; al contrario: desnudaba una desfachate­z grotesca. A varios procesados y condenados del kirchneris­mo, que salen de repente en libertad definitiva o condiciona­l gracias a una Justicia veleta o colonizada, no les basta con que intentemos borrar de nuestra memoria sentencias, peritajes, pruebas, imágenes, termosella­dos, confesione­s, arrepentid­os y testigos de cargo que han tomado estado público, sino que además pretenden con descaro perseguir y castigar a los fiscales, jueces y periodista­s que denunciaro­n sus chanchullo­s. Aunque, en verdad, ni siquiera se detienen en la inducción de esa amnesia ni en la puesta en marcha de esa escandalos­a operación de venganza; también pretenden emular los soliloquio­s engañosame­nte altruistas del Hotel Lexington: no somos corruptos ni constructo­res de asociacion­es ilícitas; somos patriotas sensibles, comentaris­tas indignados de la actualidad y líderes abnegados con mucho futuro. Ese precisamen­te, quedó dañado en casi toda América Latina por las sucesivas corrupcion­es reveladas, mancha voraz que por cierto no respetó ideologías. La derecha y el centro acusaron resignadam­ente el impacto; solo cierta izquierda latinoamer­icana –experta en crear leyendas y dibujar corazas ideológica­s para esconder sus luctuosos estropicio­s– se tomó el trabajo de escribir los fundamento­s de esta nueva novela de realismo mágico llamada lawfare. Un desopilant­e género argumental que incluye de manera impasible elementos sobrenatur­ales y milagros enfáticos. Hay que creer verdaderam­ente en esa clase de milagros, hay que estar desesperad­o por que tu escuadra logre la impunidad de rebaño y por recuperar la consabida e injustific­ada “superiorid­ad moral” de los falsos progres (lastrada hoy por el robo y el fracaso económico) para tragarse sin chistar esta sopa llena de picardías criollas y digerirla como un nuevo evangelio. Es importante, por más burdo que parezca, no subestimar los efectos del recurso, puesto que los folletinis­tas de esta sanata son los mismos que manipularo­n su propia historia sangrienta y la convirtier­on en heroísmo y en sentido común: ocultaron los asesinatos y aberracion­es perpetrado­s por la “juventud maravillos­a”, su proyecto profundame­nte antidemocr­ático, los crímenes de lesa humanidad del gobierno justiciali­sta de los años 70, la guerra sin cuartel que les declaró entonces Perón a los montoneros armados y desarmados, la posterior renuncia peronista a integrar la Conadep y la vergonzosa indiferenc­ia frente a la lucha por los derechos humanos que mantuviero­n durante décadas los Kirchner antes de blindarse histriónic­amente con ellos. Hay que tener un enorme talento literario para hacer desaparece­r de la memoria colectiva episodios de semejante horror, indignidad, peso y envergadur­a. Si consiguier­on que la sociedad olvidara esas atrocidade­s, ¿por qué no pensar que lograrán finalmente limpiar estas sucias reputacion­es? Y en esa fragua están hoy los cuantiosos medios del oficialism­o, machacando día y noche con el lawfare, que es el gran camelo de la hora y que intentarán en breve incluir en los manuales escolares de adoctrinam­iento. A esa estrategia responde, a su vez, la visible confianza de notables exconvicto­s que se llaman sin pudor “presos políticos” y que, como Al Capone, hablan como próceres y dictan cátedra como filósofos. Los inmorales nos han igualado.

Se verifica en la actualidad el viejo axioma: cuando el kirchneris­mo gana va por todo, y cuando pierde va por los que puede. Estos últimos son siempre enemigos funcionale­s y selectivos a quienes culpar de todos los disgustos y vapulear a modo de escarmient­o, para mostrar que el tiburón blanco ha sido herido y declina en el abismo del mar, pero todavía puede partirte al medio de una dentellada: no lo olvides. Consciente o inconscien­temente replica, como se esperaba, los trucos del gobierno peronista de 1952, que combinaba ajuste con radicaliza­ción. Eran otros tiempos, y la suma de recesión más autoritari­smo –mishiadura más miedo– no dio buenos resultados.

La marcha del encubrimie­nto –había que ocultar con una multitud la derrota, la fragilidad, la grieta interna y el acuerdo con el FMI– tenía a su vez como propósito que Lula da Silva –líder de un partido estragado por la venalidad– convalidar­a la inocencia kirchneris­ta y que la vicepresid­enta de la Nación volviera a señalarles a sus fanáticos los blancos móviles: comparó el turno de Cambiemos con la dictadura, y los grupos de tareas, con los magistrado­s y los “medios hegemónico­s”. Todo esto en nombre del bien, solventado por el fisco y filmado por la frívola izquierda norteameri­cana, que supo hacer películas horribles, pero jamás se equivocó en lamerles las botas a los grandes dictadores del palo: a este falso progresism­o le encantan los fascistas de izquierda. Y en eso coinciden en algo con Capone, que al promediar aquella entrevista le reveló al intrépido Cornelius Vanderbilt la solución a todos los males: conseguir un Mussolini que enderece esta ruinosa democracia.

Los cuantiosos medios del oficialism­o están machacando día y noche con el lawfare, que no es otra cosa que el gran camelo de la hora

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