LA NACION

Pensamient­os que se lleva el agua

Del amor por Hamlet al arte de Millais o los secretos de un jardín: nadie sabe dónde está la pasión natural y dónde la adquirida

- POR CAROLA GIL

Mi madre es buena en las dedicatori­as de los libros que regala. Escribe notas cortas, incluye tal vez alguna cita bien pensada y las firma, en mi caso, con un “Ma” subrayado al final. A veces agrega un pequeño dibujo, probableme­nte de una flor, al que le da un poco de color con pinceladas de acuarela. Aparecen en varios libros de poesía de mi biblioteca y en tarjetas de cumpleaños, y cuando veo su letra en tinta negra encuentro también el gran parecido que tiene con la mía. ¿Será hereditari­o? La forma en que cruzamos las “t”, las panzas desiguales de la “n”, esa “J” mayúscula idéntica y sobre todo la “r” que debería ser cursiva pero que convertimo­s en una imprenta minúscula. No me lleva demasiado tiempo de búsqueda enterarme que no, que poco es lo genético y mucho más lo aprendido o imitado. Pueden haber sido esas largas horas intentando falsificar su firma para asegurarme un permiso para unas horas libres de educación física y no tener que sumergirme en una pileta helada a primera hora de la mañana en el mes de octubre solo porque el colegio había decidido que cojardín menzaba la temporada de natación: el clima no pensaba lo mismo.

En la primaria tenía una letra horrible y mis maestras se encargaban de puntualiza­rlo y someterme a interminab­les horas en un cuaderno de caligrafía, esos con renglones sobre los que apenas había que rebotar, tocar y rozar con las letras. El resultado fue una caligrafía linda que fue desarmándo­se, aumentando su tamaño y tomando sus rasgos particular­es con los años. Sin embargo, cuando escribo lentamente y con lapicera de tinta se vuelve, una vez más, casi idéntica a la de mi madre. La puedo ver en una tarjeta de la biblioteca completada con mi nombre y clase en un ejemplar de Hamlet que recibimos a comienzos de quinto año.

Ofelia, habiendo perdido la cabeza por un amor no correspond­ido, respira casi por última vez, rodeada de flores. Sus ropas, aún llenas de aire, la mantienen a flote casi como una sirena, pero poco falta para que se llenen fatalmente de agua y terminen hundiéndol­a en una muerte barrosa. Hamlet no la quiere. Si en la obra de Shakespear­e la escena sucede en un arroyo de Elsinore, Dinamarca, en el cuadro de John Everett Millais, Ofelia morirá en un arroyo que es la quintaesen­cia del inglés. Cada una de las plantas, llenas de simbolismo, están pintadas con el detalle de un botanista (tan populares en ese tiempo victoriano en que pintó Millais). Amor en vano, castidad, sufrimient­o, muerte, inocencia, fidelidad, dolor… Todo está ahí. En las rosas que flotan junto a las mejillas de Ofelia, el collar de violetas alrededor de su cuello, el ramillete que apenas sostiene en una de sus manos, en la única amapola roja simbolizan­do la muerte, en las margaritas, lirios, narcisos, nomeolvide­s y pensamient­os que se va llevando el agua cristalina que corre.

Millais comenzó por el paisaje y dejó la figura de Ofelia para el final. A la hora de retratarla tuvo a la modelo Elizabeth Siddal, una favorita de la Hermandad Prerrafael­ita, sumergida a diario en una bañera durante cuatro meses.

Es verano no hay colegio y me gusta mojarme con la manguera haciendo una suerte de lluvia y después acostarme sobre la espalda caliente de mi madre que lee al sol sobre una lona en el pasto. Grita cuando lo hago. Odia el agua fría. Huele al perfume de un bronceador Nude Bronze que solía usar, sobre el que se pegoteaban restos de arena de veranos en la playa. Acostadas en la lona las dos, agarra florcitas diente de león amarillas que crecen en el pasto o que le voy trayendo y me enseña a enhebrarla­s unas con otras haciendo pequeñas incisiones con la uña en el tallo y armando una cadenita de flores. Mis manos son chiquitas y las manipulan con cuidado de no aplastarla­s, aunque sé que durarán poco tiempo, como todas las flores silvestres que se arrancan. Sigue leyendo y me indica que cambie de lugar la manguera con el regador porque ya se está formando un charco tan grande que se transforma­rá en un piletón (cosa que me parece divertida y secretamen­te deseo que suceda y tengamos un estanque casi sin quererlo). Aprenderé también que es mejor regar cuando baja el sol para no quemar el pasto.

A mí madre le gusta mucho el cuadro de Ofelia de Millais que cuelga ahora de las paredes de la galería Tate, en Londres, y que no recuerdo si llegamos a ver juntas o no. Yo lo miro fascinada: no sé si son las flores o el agua, o que estuve secretamen­te enamorada de Hamlet en la adolescenc­ia. Tampoco sé si, como mi letra, es un gusto heredado o adquirido. En todo caso, le agradezco mi amor por la lectura, las enseñanzas del riego a la hora de las sombras largas y el haber aprendido un arte que, se sabe, es fundamenta­l: el de las cadenitas de flores.

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La desdichada Ofelia, tal como la imaginó el artista John Everett Millais en un óleo realizado entre 1851 y 1852; la obra forma parte del acervo
de las galerías Tate, en Londres
SIMBOLISMO La desdichada Ofelia, tal como la imaginó el artista John Everett Millais en un óleo realizado entre 1851 y 1852; la obra forma parte del acervo de las galerías Tate, en Londres

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