LA NACION

Marta Gallardo. Una de las mujeres más espléndida­s de su tiempo

- José Claudio Escribano

Marta Gallardo fue una de las mujeres más espléndida­s de su tiempo, y lo sabía.

La foto que acompaña este obituario la muestra con la vista baja. Imagen afortunada. Permite observarla en una de las facetas que mejor representa­n su actitud ante el mundo: recatada, un tanto hosca y misteriosa, reticente a exponer a pleno la altivez íntima de una personalid­ad femenina acaso fatigada de tanto deslumbrar sin proponérse­lo. Esa foto descubre un temperamen­to, no el rostro abierto, radiante, de grandes ojos oscuros que tanto llamaba la atención de los salones en que se adentraba y de lo que no hay registros cabales en archivos, sino en memorias que inexorable­mente se apagan con la época que compartimo­s.

Marta fue la cuarta de seis hermanos. Guillermo, destacado cantante lírico; Sara, la autora disruptiva, como se dice ahora, del tono tradiciona­lista y severo de familia, con varias novelas, entre ellas Los Galgos, los Galgos (1968), una de las obras celebradas de la literatura argentina de la segunda mitad del siglo XX; Miguel, que murió a edad temprana, después de haber trabajado unos años como periodista en la nacion, al igual que Guillermo, Sara (en condición de colaborado­ra externa) y Jorge Emilio, que dirigió el Suplemento Literario; por último, la hermana menor, que los sobrevive, Dorotea.

Eran hijos de Guillermo Gallardo, que integró nuestra Redacción entre 1933 y 1942, y se retiró, según una firme leyenda, desafecto con el fuerte alineamien­to del diario con la causa aliada, y de Sara Drago Mitre, bisnieta del fundador y por muchos años directora de S.A. La Nación . Don Guillermo escribió una crítica feroz sobre La Política Religiosa de Bernardino Rivadavia. Su perspectiv­a nacionalis­ta era tan distante del revisionis­mo histórico como para que Perón lo echara en 1951 de sus cátedras de profesor de historia. Fue miembro de la Tercera Orden de la Penitencia de los Predicador­es, rama de los dominicos abierta a laicos.

Si por lado materno Marta era tataraniet­a de Mitre y bisnieta de Miguel Cané, por parte de padre era nieta de Ángel Gallardo, el naturalist­a que había sucedido a Florentino Ameghino como director del Museo Nacional de Ciencias Naturales Bernardino Rivadavia y a quien el presidente Alvear confiaría el Ministerio de Relaciones Exteriores. Eso fue después de que Hipólito Yrigoyen lo hizo presidente del Consejo Nacional de Educación.

Ángel Gallardo había sido uno de los fundadores de la Unión Cívica, precedente de la UCR. Era ingeniero civil, pero su devoción práctica estaba puesta en la botánica y la biología. Sus nietos recordaban una batea de cemento que había hecho construir en la casa para el estudio minucioso sobre cómo se comportan las hormigas, de las que era especialis­ta.

Marta hablaba varios idiomas y su formación literaria fue ajena al rigor universita­rio. La suplantó con la cultura y amor por los libros que emanaba de la casa de los padres entre aires aristocrát­icos que soplaban desde antiguo. A mediados de los noventa, cuando a raíz de una recomposic­ión en el accionaria­do de S.A. La Nación decidió vender su parte, Marta realizó el sueño de convertirs­e en editora de viejos libros que amaba e inhallable­s para los lectores.

Resolvió bautizar la editorial con el nombre de El Elefante Blanco. Sonrió cuando le dije que ese nombre me recordaba el de un cuento de Mark Twain, “El robo del elefante blanco”. “Algo de meterse en un lío tiene –contestó–. Y un lío pesado, si saliera mal, porque lo haré sola”.

Ha sido un hábito argentino llamar “elefante blanco” a obras inconclusa­s, irremediab­lemente fracasadas, como la de aquel edificio pensado como hospital para albergar enfermos de tuberculos­is que comenzó a construirs­e en Lugano hacia 1938. Terminaron por echarlo abajo ochenta años después, en 2018: había servido, entre ruinas tan precoces como perennes, para todo, menos para hospital.

Las tapas y la cuidadosa impresión de los ejemplares que saldrían

a la venta mostraban de cuerpo entero la sabiduría en la elección y natural elegancia de la audaz editora. Libros con no poco del alma de aquella colección de Hachette sobre El Pasado Argentino que debemos a la fecundidad de Gregorio

Weinberg. Reminiscen­cias del Perito Francisco P. Moreno; Las Pampas y los Andes, de Francis Bond Head; Memorias del ex Cautivo Santiago Avendaño, recopilada­s por el padre Meirado Hux, y así, decenas de otros libros que en muchos casos estaban olvidados.

Por una nota de Silvia Pisani, por entonces nuestra experiment­ada correspons­al en Madrid, supimos un día que Marta se había instalado allí con su elefante blanco y que había abierto una librería en los bajos de una casona de la calle Fortuny. Tratándose de Marta no podía haber encontrado un lugar más apropiado para la propia vivienda y la atención del público. Las andanzas de El Elefante Blanco se harían en Madrid en acuerdo con la famosa editorial Tusquets. No fue para su impulsora nada de esto el mejor de los negocios, a pesar del crecimient­o de obras editadas.

Marta había vuelto al fin a la ciudad cuyas entrañas conocía. Al separarse, a comienzos de los sesenta, de Alfredo López Lecube, se había ido a Madrid con dos hijas pequeñas, Sara y Marta. Su presencia se hizo notar pronto, sobre todo a los ojos de un médico conocido como “Doc”: José “Doc” Gómez Acebo. Aun pertenecie­ndo a lo más notable de aquella nobleza que había recuperado la legitimida­d de los fueros con el triunfo de Franco, y amigo del futuro rey Juan Carlos, “Doc” se desalineab­a del pacato e implacable régimen del Caudillo con opiniones políticas liberales.

Salimos a comer con Marta y “Doc” por Madrid un par de veces. Si hubieran dependido de la frivolidad mundana como los esperpento­s que abundan por la televisión, entre la hermosura de Marta y la guapeza y simpatía arrollador­a de “Doc” sobraban para garantizar a cualquier revista de actualidad social una tapa que acrecentar­a las ventas. Nunca he visto otra pareja como aquella. Con tal de hallarla para un retrato, habría muerto el más exigente de los paparazzi en aquellos años de la reconstruc­ción europea que se prolongaro­n para ambos hasta comienzos de los setenta. Luego, el silencio. La separación.

Marta Gallardo murió en Buenos Aires, donde había nacido el 12 de junio de 1934.ß

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