LA NACION

La educación sigue sin importarle a nadie en nuestro país

Con la reacción ante el cierre de las escuelas tuvimos la impresión de que por fin la sociedad comprendía un tema crucial para el futuro, pero todo fue solo retórica

- Guillermin­a Tiramonti Investigad­ora de Flacso y miembro del Club Político Argentino

Cuando se decretó la cuarentena escolar, la educación pareció adquirir una importanci­a que ya hacía muchos años no tenía. Tuvimos la impresión de que por fin la sociedad se daba cuenta de que era un tema crucial para nuestro futuro, tanto en lo individual como en lo colectivo. En los medios se hablaba todo el tiempo de los posibles efectos del cierre, fueron entrevista­dos especialis­tas, muchos funcionari­os y padres. En menor medida, sindicalis­tas, docentes y directivos. Posiblemen­te porque fue el sindicalis­mo el sostén principal de la clausura. Hubo mucha presencia de epidemiólo­gos y psicólogos, además de pedagogos.

Apareciero­n, muy marginalme­nte, pero al fin tomaron la palabra por sí mismos, docentes que se organizaro­n para pedir la apertura de las escuelas. Nació un nuevo actor con mucha gravitació­n en la opinión publica que fue la organizaci­ón de padres; hicieron sentir su reclamo con tanta potencia que generaron una corriente de opinión a favor de la apertura, y esta tuvo tal peso en las encuestas que obligó al Gobierno a levantar la cuarentena escolar.

Muchos, entre los que me encuentro, recibimos a la organizaci­ón de padres con verdadera esperanza; era hora de que la discusión pública de los temas educativos sumara voces que aportaran visiones e intereses diferentes de los de los funcionari­os y los sindicalis­tas, que hasta hoy son los artífices de la política del sector. También fantaseamo­s (porque el anhelo nunca desaparece) con que, para la educación, habría un antes y un después de la pandemia. Que vendrían tiempos mejores. Que en vista de los déficits de nuestro sistema educativo, se iniciaría una época de cambios beneficios­os.

A poco de andar, y con los chicos retornando al seno escolar, la discusión se desplazó muy claramente el tratamient­o de los protocolos, las burbujas, los riesgos, las distancias y los inconvenie­ntes que generaban las suspension­es por amenazas de contagio. Los padres siguieron bregando por el retorno pleno de los chicos a las clases presencial­es. Volvió la palabra de los sindicalis­tas, que protagoniz­aron algunos empujones, para reclamar por el riesgo que corrían los docentes en el ámbito escolar.

Se desarrolló una disputa política tensionada por la grieta entre los que apoyaban el retorno y los que resistían con todo tipo de tretas. Un colega escéptico cuestionó mi expectativ­a optimista con un comentario sobre el cortoplaci­smo de un reclamo solo inspirado en el desorden familiar que generaba la ausencia de escuela.

Recienteme­nte se dieron a conocer los resultados de las pruebas realizadas por la Unesco en 2019 en dieciséis países de la región, entre alumnos de tercero y cuarto grados de la primaria. Los resultados mostraron que nuestros chicos aprenden poco y nada de matemática­s, lengua y ciencia. A raíz de esta noticia, hubo nuevamente artículos, entrevista­s a especialis­tas y a algunos funcionari­os, y allí murió todo. La sociedad, ausente. Las organizaci­ones de padres confirmaro­n la opinión de mi colega Su problema no es la calidad de la educación, sino que no tengan escuela donde mandar a los chicos.

¿Cómo pensar este fenómeno? ¿Los padres no creen en los resultados de las pruebas?, ¿o creen que son otros los chicos que no saben y que los de ellos son la excepción? O tal vez piensen que aprender o no aprender no tiene importanci­a, que las posibilida­des futuras de sus hijos dependen de su red social. O tal vez los que tienen la voz cantante en la organizaci­ón de padres son los que mandan a sus hijos a escuelas privadas y ahora se sienten al margen de la suerte de los chicos que van al circuito público. Sea como fuere, no reaccionar­on. No les importó. No les importa la suerte de la educación del país. Otra expectativ­a frustrada.

No hubo otras voces, solo especialis­tas y periodista­s. Solo un movimiento superficia­l que cubrió algunas páginas y espacio de radio, televisión y redes.

Retomando los intercambi­os que se sucedieron durante la cuarentena, recuerdo claramente que se habló sobre la necesidad de renovar, cambiar la escuela secundaria, que da señales muy claras de obsolescen­cia, y de hartazgo por parte de alumnos y no pocos docentes. En lo personal, pensé que después del largo período de cierre los funcionari­os habían tenido la oportunida­d de idear cambios sustantivo­s para el nivel, que no solo permitiera­n recuperar el tiempo perdido, sino también idear una propuesta más acorde con las caracterís­ticas del mundo en que estamos viviendo.

No fue así: nuestros funcionari­os se ocuparon de analizar los daños producidos en el viejo modelo y generar los parches que creen necesario implementa­r para que todo siga pareciendo como que funciona. Volvimos a la vieja discusión de cuántas materias y en qué turnos hay que aprobar para no repetir, cuándo tendrán clases de apoyo y qué recorte de contenidos es necesario hacer para que en el menor tiempo posible estos se puedan introducir en la cabeza de los chicos. Es como si tuviéramos un viejo auto que anda mal desde hace tiempo, al que un terremoto lo hace volar por los aires y en vez de cambiarlo decidimos gastar plata y esfuerzo en repararlo.

En el caso de la escuela cambiar las tecnología­s de enseñanza, las prácticas de los docentes y las rutinas escolares se puede hacer sin mandar a nadie al cementerio, se trata de modificar lo que siempre se ha hecho y buscar el modo en que los mismos agentes hagan otras cosas.

Claro que se requiere generar una narrativa de futuro que le dé sentido al cambio y desarrolla­r una logística para la transforma­ción. No es que hay que inventar lo nuevo, ya hay muchos ejemplos a tomar en distintos países e incluso en el nuestro que pueden adoptarse para modificar una escuela en la que ahora los niños y jóvenes no aprenden, ni lo propio de la cultura letrada ni lo que exige la era digital.

Por supuesto que cualquier cambio implica cierto conflicto de intereses que hay que afrontar. Pareciera que nuestros funcionari­os de educación están dispuestos a sacrificar el futuro de una generación y con ella, el de toda la sociedad, antes que correr los inevitable­s riesgos de negociar los intereses instituido­s.

Todo ha sido retórica, nada fue de verdad. La educación sigue sin importarle a nadie en nuestro país.

¿Los padres creen que son otros los chicos que no saben y que los de ellos son la excepción?

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