LA NACION

Un colegio, la única defensa de Limany contra las bombas rusas

Unas 70 personas de ese pueblo y otros sitios vecinos, en la línea de fuego de las tropas de Moscú en el sur de Ucrania, resisten en el sótano de la escuela local, convertido en búnker

- Elisabetta Piqué

LIMANY.– El estruendo de los “bum-bum” es incesante en Limany, un pueblo que queda a 32 kilómetros al sur de la ciudad de Mykolaiv que se ha vuelto fantasma por un motivo muy simple. Es la línea del frente sur de la batalla, queda a tan solo 40 kilómetros de la ciudad de Kherson, la única que los rusos han podido tomar desde que comenzó la guerra, hace cinco semanas, y ha quedado bajo fuego cruzado.

“¿Miedo? Claro que tengo miedo. No puedo describir con palabras lo que siento cuando caen las bombas. Y las bombas caen todo el tiempo, de día y de noche”, dice Nadia, que es una de las 70 personas –entre ellas al menos una docena de niños y gente mayor– que se encuentran refugiadas en la escuela de Limany desde hace semanas. “Es muy difícil, es aterrador, todos los días caen un montón de bombas acá”, denuncia Nadia, con ojos llenos de terror.

Para llegar hasta Limany, poblado que se levanta sobre un estuario formado por la confluenci­a de dos ríos que luego desembocan en el Mar Negro, hay que recorrer un camino desértico en medio del campo, plagado de check-points, donde los uniformado­s ya no están para sociales o bromas, sino en alerta máxima porque hay combate. Todos llevan cascos y pasamontañ­as, están metidos en las trincheras cavadas bajo tierra o formadas por bolsas de arena y bloques de cemento y están listos para disparar su bazooka, el lanzacohet­es antitanque portátil. Aunque podrían parecer, no son truenos los estruendos que se oyen a lo lejos, sino golpes de artillería o mortero del Ejército ucraniano.

“Esta mañana los rusos lanzaron cinco misiles contra Limany, vayan con mucho cuidado”, advierte un soldado, tras controlar la acreditaci­ón militar de esta enviada y de dos colegas italianos.

Saliendo de la ciudad de Mykolaiv es evidente que no son solo números los que en la víspera dio el gobernador de la región, Vitaly Kim, que contabiliz­ó que en esta zona desde que comenzó la guerra hubo 134 muertos, más de 400 heridos, 1622 edificios y 1209 casas, fueron dañadas o destruidas. La misma suerte corrieron 12 hospitales, 69 escuelas y 24 institucio­nes culturales.

A diez kilómetros del centro, en un barrio de casas bajas se ven al menos diez viviendas totalmente destruidas: frentes arrasados, autos convertido­s en cúmulos de chapas, restos de muebles, hierros retorcidos, ruinas y, en el suelo, un cráter en la tierra de varios metros, resabio del misil. “Yo por suerte no estaba en casa, pero sí mis padres y mi hermana. La casa quedó en un 50% destruida”, cuenta a la nacion Sergei, maestro de historia de 41 años. “El ataque fue al principio de la invasión, mi papá quedó herido y sigue en el hospital”, precisa.

Sopla un viento fuerte que levanta polvo en este barrio donde todos se fueron, salvo excepcione­s. Los estruendos que se oyen a lo lejos y los ladridos de algunos perros rompen el silencio. Pasa en bicicleta, con un pedazo de pan a la vista, Yuri, otro vecino que, hablando rápido, cuenta que él también fue víctima de la brutal agresión rusa contra objetivos evidenteme­nte civiles. Dice que estaba en su casa cuando cayó un misil, que desató un incendio.

“Mi perro y yo logramos escapar, pero mi segundo perro murió quemado. Los bomberos tardaron mucho en apagar el incendio y no quedó nada. Era una casa fuerte, que mis abuelos habían construido después de la Segunda Guerra Mundial... Ahora ya no hay techo, no hay nada, se quemó todo. Si estás acostado en la cama podés ver el cielo”, cuenta Yuri.

Seguimos viaje hasta Limany. El camino, desierto salvo uno que otro camión militar que lleva armas, también ostenta destrucció­n: se ve una rotonda de piedra agujereada por un bombazo, trozos de misiles sobre el asfalto, también dañado por los ataques. El paisaje es rural, con algunos molinos de viento para energía eólica, campos labrados.

Escuela-refugio

En Limany no se ve un alma. Es una jornada gris y el viento mueve tétricamen­te los juegos para chicos de una plaza, vacíos. Solo hay seres humanos en la escuela de esta localidad, que es un edificio de ladrillos a la vista rodeado de un parque, que en su entrada ostenta un típico monumento de la época soviética, con la hoz y el martillo. En las ventanas del instituto, que desde el estallido de la guerra se ha vuelto un refugio, han puesto anchas cintas adhesivas en cruz, que forman una X, en un intento de que los vidrios no estallen si algún misil cae cerca.

De repente alterada por la visita de algunos periodista­s en la escuela, Nadia, que habla inglés, cuenta que entre las 70 personas que allí se encuentran hay muchas familias de Limany que, como no tenían refugio en sus casas, ante el terror de las

En Limany no se ve un alma. Solo hay seres humanos en la escuela, un edificio de ladrillos a la vista

También hay familias que han venido de los poblados cercanos, así como de la ciudad de Kherson, la única en manos rusas

bombas, decidieron mudarse allí. ¿Hasta cuándo? Nadie lo sabe.

También hay familias que han venido de los poblados cercanos de Pribuz’ke y Oleksandri­vka, así como de la ciudad de Kherson, la única en manos de los rusos.

“Mis padres están divorciado­s y mi papá, Vitaly, está en Kherson. Hablamos con él y dice que en el pueblo donde vive está tranquilo, pero que están los rusos”, cuenta Anna, una chica de 17 años de Limany que vive en la escuela desde hace tres semanas junto a su mamá,

Alona, y su hermanita de 8 años, Alexandra.

“Cayeron bombas cerca de casa, estábamos muy asustadas y como ahí no tenemos sótano, decidimos venir a la escuela”, cuenta. Su mamá, que es cocinera, ahora colabora para las tres comidas que se sirven en el comedor a los refugiados. “Tenemos comida, agua –pero solo para lavarnos las manos, no para bañarnos–, y aunque a veces se corta, también electricid­ad. Podemos recargar los teléfonos y ver las noticias”, agrega Anna, sweater y ojos verdes, que confiesa que su mamá está muy preocupada.

¿Mucho miedo? “Sí, mucho, sobre todo con estos estruendos día y noche. Y cuando es de noche te despertás y no sabés qué hacer, el miedo te paraliza”. ¿Intentaron irse de la escuela a otra parte? “Preferimos quedarnos acá porque es muy peligroso ir a Mykolaiv, que en cualquier momento puede caer en manos rusas”, contesta Anna.

Si bien al principio el dormitorio de la escuela estaba en una de las aulas de la planta baja, al intensific­arse la ofensiva rusa todos pasaron a dormir abajo, en el oscuro y húmedo sótano del instituto. Allí, bancos de escuela y sillas hacen de camas en dos piezas que se han vuelto dormitorio­s búnker con colchoneta­s y acolchados. En escenas que recuerdan películas de la Segunda Guerra Mundial, se ven bebes, niños y adultos –algunos hasta inválidos– con miradas desorienta­das, llenas de espanto.

Con gorro de lana blanco, sweater de cuello alto rosado, Nadia no oculta su preocupaci­ón por lo que vendrá. Sobre todo porque ella también está con sus dos hijos, Philippe, de 9 años, y Christian, de 7, dos chicos lindísimos que muestra con orgullo. Su marido, que trabaja en el astillero de Limany, poblado con vista espectacul­ar sobre el estuario, también está con ellos. Pero eso no alcanza para tranquiliz­arla.

Mientras el “bum-bum” retumba, Nadia no oculta ni su miedo ni su pesimismo. “Los rusos van a tomar Mykolaiv y Odessa”, dice, porque “ellos planearon todo esto y son lugares estratégic­os, claves”.

¿Ve la luz al final del túnel? “No, no creo que esta guerra pueda terminar ahora, sino, quizás, en seis meses. No puedo ver el final, creo que va a ser una guerra muy larga y muy sangrienta”.ß

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El sótano de la escuela, el búnker de los habitantes de Limany
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Fotos de elisabetta Piqué Alona, con sus hijas Alexandra, de 8 años, y Anna, de 17 años

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