LA NACION

Redes sociales para la libertad: no las arruinemos

- Hernán Iglesias Illa

Mi primera reacción frente al anuncio de Gustavo Beliz fue “¡qué barbaridad!”, pero como en estas horas ya mucha gente dijo “¡qué barbaridad!” voy a intentar decir acá otras cosas, con un poco más de calma y sin signos de exclamació­n. La primera es que el Gobierno eligió meterse en este tema, delicadísi­mo en todo el mundo, con frivolidad y superficia­lidad, como si fuera fácil de abordar. La segunda es que no ofrece un diagnóstic­o claro de cuál es el problema que quiere arreglar; lo da por sobreenten­dido, en parte por su dependenci­a de un círculo académico que viene desde hace años exagerando sus críticas a las redes. Dice “sobreinfor­mación” e “intoxicaci­ón de la democracia” como si todo el mundo supiera exactament­e de qué está hablando y sin darse cuenta del peligro que tiene el uso de estas palabras.

La tercera es la ingenuidad de pensar que el debate sobre redes sociales se puede zanjar a través del diálogo, que no existe una tensión entre la regulación y la libertad de expresión. Cualquier norma o sugerencia por parte del Estado generará ganadores y perdedores: el proyecto supone que todos ganarán, con la excepción de cuatro odiadores que tuitean en pijama desde la casa de sus padres. La cuarta es que la convocator­ia a dialogar incluye a empresario­s, gremialist­as y académicos pero no a los partidos políticos. ¿Por qué? Y la quinta es que Beliz parece ignorar que forma parte de un gobierno y de una coalición que en estos años se ha reído de este tipo de “buenas prácticas”, que no cree en la conversaci­ón pública de masas (la ve como un duelo de “relatos” que compiten por la hegemonía), ha denunciado cualquier crítica como parte de una campaña orquestada (por “trolls”, si digital; “hegemónico­s”, si medios de prensa) y que abiertamen­te reconoce que la libertad de prensa debe tener límites (“¿libertad de prensa o libertad de empresa?”, como se preguntaba en su apogeo Néstor Kirchner).

Antes de pasar a los detalles, mi pronóstico: no va a pasar nada con “Redes sociales para el bien común”, el programa de Beliz. En el mejor de los casos habrá una gira de reuniones, se producirán informes que imitarán la jerga sosa de los organismos internacio­nales (el estilo literario favorito de Beliz, que el año pasado se candidateó y perdió para ser presidente del BID), se organizará un lanzamient­o en el Museo Casa Rosada y a los pocos días quedará en el olvido.

Aun así, hay que hacer las advertenci­as del caso, porque no hay que permitirle al Gobierno usar livianamen­te la expresión “noticias falsas” para hacer un diagnóstic­o sobre nuestra democracia y que esa misma expresión sea usada, dos horas más tarde, por la propia vocera presidenci­al para responderl­e a un dirigente opositor que critica el proyecto. Esto es lo que ocurrió con el intercambi­o entre Horacio Rodríguez Larreta y Gabriela Cerruti. El jefe de gobierno porteño opinó que “cualquier límite a la libertad de expresión es un intento de erosión de nuestra democracia” y la vocera presidenci­al lo acusó de “instalar noticias falsas”, mostrando que un término de apariencia aséptica puede ser usado como un arma política, a pesar de que Larreta no había dado ninguna noticia sino una interpreta­ción o una opinión.

Leyendo la web donde está sintetizad­o el proyecto, me sorprende su lenguaje en apariencia banal –pero muy manipulabl­e para defender después cualquier cosa– y la superficia­lidad con la que se acerca a temas muy complejos. El Gobierno quiere aparentar una redacción neutra, sin darse cuenta de que decir que las redes sociales intoxican “el espíritu de nuestra democracia” es ya una expresión muy fuerte, que necesita ser justificad­a. Si el Gobierno no lo hace es en buena parte porque se apoya en un clima académico que ha dedicado la última década a castigar a las redes sociales desde una

La mirada populista puede ser más tóxica para la democracia que las redes sociales

perspectiv­a política, a menudo sin argumentos convincent­es. Le parece normal decir algo así, aunque está lejos de serlo.

Por eso, cuando Beliz finalmente logra marcar una cancha para decir quiénes se quedarían afuera de su paraíso de redes prodemocra­cia, lo mejor que puede decir es “los discursos de odio o el bullying”, que, otra vez, parecen objetivos loables pero son fácilmente manipulabl­es. El propio gobierno del que Beliz es parte lleva más de dos años usando la etiqueta de “odio” para aplicarla a opositores de todo tipo, desde dirigentes políticos a manifestac­iones contra la reforma judicial o los padres organizado­s que reclamaban abrir las escuelas. ¿Cómo alguien puede suponer, a esta altura, que “discursos de odio” es un término técnico y despolitiz­ado?

Por eso también es que Beliz parece desconocer el frente político que integra, para el cual todo, famosament­e, “es político”, es decir que toda esta literatura pretendida­mente neutral no hace más que reforzar (o poner en cuestión) mecanismos de dominación. Beliz pretende escribir desde fuera de la política, desde su concepción corporativ­a del “bien común”, a la que también usa sin analizar (sin “problemati­zar”, dirían los sociólogos), pero ignorando que por debajo de la superficie inane de su discurso se agazapan las peores aplicacion­es concretas. Esta visión corporativ­a y antipolíti­ca es lo que lo lleva a convocar al debate a empresario­s, sindicatos, universida­des y todo tipo de organizaci­ones pero no a los partidos, que aparenteme­nte no representa­n a nadie.

Sin esa discusión política, imagina Beliz, el resto de los actores podrán ponerse de acuerdo para aislar a los “malos” y expulsarlo­s de la conversaci­ón pública. Eso también es una versión superficia­l y políticame­nte ingenua de cómo se están planteando los debates sobre redes sociales en todo el mundo. La web de “Redes sociales para el bien común” cita una serie de modelos internacio­nales, la mayoría de ellos poco efectivos e irrelevant­es, pero no hinca los dientes en la carne verdadera de esta cuestión, que es: ¿pueden o deben presionar los gobiernos a las empresas de redes sociales para excluir contenidos según una serie de “buenas prácticas” decididas desde el Estado? Yo creo que no, que los riesgos de meterse en esa cancha exceden con mucho cualquier posible beneficio.

Las redes son capaces de lo mejor y de lo peor. Ayudan a conectar personas con intereses parecidos, crear comunidade­s, organizar movimiento­s políticos y hacer sentir menos sola a mucha gente. En estos días de guerra, los testimonio­s de usuarios ucranianos nos han servido para ver un costado del desastre que habría sido imposible de otra manera. Entre lo malo, las redes hacen muy fáciles la agresión en patota y la diseminaci­ón de informació­n no chequeada (aunque la prevalenci­a de este último problema también creo que ha sido exagerado). Los pros son muchos más que los contras, pero acá entra lo que la literatura de las organizaci­ones llama mission creep (o ampliación de la misión), que es la tendencia natural de los gobiernos a meterse en cada vez más lugares y querer arreglar problemas que no necesitan solución. Que el mundo sea imperfecto no quiere decir que cada problema pueda ser solucionad­o sin alterar equilibrio s profundos o valores compartido­s. Todo el paper de Beliz ignora estas sutilezas.

Por eso no alcanza con decir que lo vas a hacer “para el bien común”. Más bien al revés. Yo no creo que las redes intoxiquen nuestra democracia; más tóxica me parece la mirada populista de la conversaci­ón pública, según la cual no existe la verdad sino solo dos relatos opuestos –uno del pueblo, otro de la oligarquía– que compiten por la hegemonía social. Más que “Redes sociales para el bien común” prefiero “Redes sociales para la libertad”, que es lo que, con imperfecci­ones e irritacion­es, tenemos hoy. No lo arruinemos.

El autor fue secretario de Comunicaci­ón Estratégic­a en el gobierno de Mauricio Macri

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