LA NACION

La ucraniana de 7 años que hace más de dos meses vive en un búnker

La familia de Sofía, de siete años, escapó desde su pueblo hacia Mykolaiv al día siguiente del comienzo de la invasión rusa y se instaló en un refugio subterráne­o; afuera, la ciudad está destruida por los bombardeos

- Elisabetta Piqué

MYKOLAIV.– Sofía tiene 7 años y vive desde hace casi tres meses en un búnker antinuclea­r de esta ciudad, donde las bombas rusas caen día y noche. Sofía escapó junto a sus padres del pueblo de Pervomajs’k, que queda unos 150 kilómetros al noroeste, el 25 de febrero. Es decir, un día después del comienzo de la “operación especial” lanzada por Vladimir Putin para “desnazific­ar” y “desmilitar­izar” Ucrania.

“Había muchos bum-bum en mi pueblo y por eso nos fuimos de mi casa en un ómnibus amarillo”, evoca Sofía, ojos claros, largas trenzas rubias, que admite ante los periodista­s llegados bajo tierra que tuvo mucho miedo en ese viaje. “Seguían los bum-bum, el chofer manejaba muy rápido y la gente lloraba”, recuerda.

Su mamá, Anastasia, de 27 años –un calco de su hija–, cuenta que, aunque al principio vivieron en una casa normal de Mykolaiv y que, como ni bien llegaron cayó un misil a dos cuadras, decidieron mudarse a este búnker y vivir bajo tierra.

“Veníamos aterrados, pensando que aquí íbamos a estar seguros y nada. Por eso preferimos quedarnos acá, donde por lo menos no se oyen los bombardeos y nos sentimos seguros”, explica.

Construido durante la Guerra Fría, cuando en esta exrepúblic­a soviética realmente se sentía fuerte la amenaza nuclear –que paradójica­mente volvió a reflotar con esta insensata guerra en el corazón de Europa–, adentro del refugio, que ostenta una pesada puerta blindada en la entrada y paredes fuertes, efectivame­nte, no se oyen los “bumbum” que rompen el silencio de Mykolaiv.

El refugio, sórdido, tiene tubos y cañerías a la vista, las paredes revestidas con planchas de madera aglomerada y virtuales habitacion­es que no tienen puertas, sino cortinas, con algunas literas y algunos sillones. Aunque afuera ya hace calor, en el búnker hace frío: hay mucha humedad.

Sofía anda en monopatín por el pasillo de este oscuro y lúgubre lugar, juega con el teléfono de su mamá grabando videos y nos muestra un dibujo que hizo, así como la cama de plaza y medio donde duerme junto a sus papás, colocada en medio de un galpón.

Aunque hasta hace tres días no había agua en Mykolaiv debido al bombardeo de un acueducto cercano, ahora el problema se ha resuelto. Y en el búnker cuentan también con luz eléctrica y una hornalla a gas para cocinar.

¿Qué cosas se llevó cuando su mamá le dijo que tenía que dejar su casa? “Algo de ropa, mi gato de peluche, porque duermo con él y té, por si necesitaba tener algo para tomar”, contesta Sofía.

¿Es buena alumna en la escuela? ¿Tiene mucha tarea? “Por la guerra mi mamá me dio permiso para no hacer los deberes”, contesta Sofía, provocando risas entre los presentes.

Aunque tiene apenas 7 años, cuando le preguntamo­s si le gustaría poder irse a otro lado, Sofía responde como una adulta. “No podemos, no tenemos plata”, dice, copiando la contestaci­ón que da su mamá, que cuenta que no tienen nada, que perdieron todo y que su marido ahora está trabajando como voluntario de las Fuerzas Territoria­les de Defensa.

Los vecinos del búnker

Sofía y sus padres no son los únicos “inquilinos” de este búnker de Mykolaiv, ciudad semivacía que se levanta sobre la confluenci­a de dos ríos que desembocan en el Mar Negro y que es clave para conquistar desde tierra Odessa. También está Nastia, que llegó hace dos semanas con su marido gracias a la Cruz Roja, que la evacuó de Luch, un pueblo que quedó en medio del fuego cruzado de los rusos y los ucranianos. Luch, en efecto, queda a 20 kilómetros al este de Mykolaiv y a 30 al oeste de Kherson, la única gran ciudad que los rusos han logrado ocupar.

“Luch casi no existe más, la situación es muy dura, los bombardeos son muy pesados”, dice Nastia, con ojos llenos de terror. De 30 años, solía trabajar en una fábrica de alimentos que fue bombardead­a.

“Ya no hay nadie en Luch, mi hermana también se escapó junto a su marido y su hijo y mi hijo de 9 años se encuentra con su abuela en otro pueblo que está lejos y es seguro”, cuenta.

Su cama del búnker queda en un ambiente que las Fuerzas Territoria­les de Defensa suelen utilizar para entrenarse militarmen­te y para practicar tiro. De las paredes descascara­das, agujereada­s por disparos, cuelgan señales para tiro al blanco, también agujereada­s.

Es una jornada soleada, el termómetro marca 25 grados, pero el cielo es gris en Mykolaiv. “Es por el humo provocado por los incendios que se desataron en esta región y en la de Dnipropetr­ovsk debido a los bombardeos de las tropas rusas. Se están quemando 1500 hectáreas”, asegura un voluntario que le trae de regalo una torta a Sofía.

Aunque Mykolaiv a simple vista es una ciudad intacta, por supuesto militariza­da, repleta de barricadas, en algunos barrios de la periferia sur y sureste, que dan hacia el frente de Kherson, ostenta una pavorosa destrucció­n.

Al lado de una planta de silos que no funciona desde hace más de dos meses, varias casas de piedra han sido arrasadas por misiles rusos. Ludmila, una mujer que llega en bicicleta a este lugar desolado, cuenta que nadie murió en ese ataque. “Una vecina se salvó por milagro”, dice, mientras entra rápidament­e a su casa a buscar algo con una linterna. Si bien su casa se salvó del bombardeo y solo tiene los vidrios rotos, es inhabitabl­e porque, más allá de que sigue habiendo humo tóxico adentro, no hay luz, ni gas, ni agua.

En el centro, a pocas cuadras de la plaza principal, donde a fines de marzo un misil partió en dos al edificio de nueve pisos de la administra­ción regional, en un ataque que dejó más de 34 muertos, está todo cerrado. Hay muchos soldados armados, bolsas de arena, erizos checos y, en medio del silencio, roto por los “bum-bum” que se oyen a lo lejos, como si fueran truenos, Ivan y Olga están dando una vuelta junto a su golden retriever, Ronald.

“Nunca nos fuimos de Mykolaiv pese a las bombas, incluso estuvimos un mes sin agua, que por suerte hace dos días volvió, así que estamos contentos”, dice con una sonrisa amarga Olga, ama de casa, con remera rayada y anteojos de sol, que admite que viven con miedo. “Incluso el viejo Ronald tiene miedo, aunque confiamos en nuestro ejército”, agrega, mientras levanta las cejas al oír un nuevo estruendo a lo lejos.

Su hija, Daría, de 16 años, sí se fue de la ciudad a mediados de marzo y se encuentra viviendo junto a unos amigos en Cracovia. “Preferimos sacarla, es demasiado peligroso acá, pero esperamos que pueda volver a casa”, suspira su mamá.

Abuela argentina

Coincide Ivan –bermudas, gorro y remera–, que es abogado y trabaja en una fábrica de alimentos que la multinacio­nal británica ED&F Man tiene a 40 kilómetros de aquí. “También ha sido dañada en un ataque ruso, pero por suerte igual sigo trabajando remoto y me siguen pagando el sueldo”, comenta. Al enterarse del origen de esta cronista, Ivan revela que su abuela, Berta Glayez, nació en Buenos Aires. “Era de una familia judía que en la Segunda Guerra Mundial emigró a la Argentina, pero muy chica, a los cinco años, regresó”, cuenta.

¿Qué piensa del presidente Vladimir Putin? “No tengo palabras para definirlo”, contesta Ivan, diplomátic­o, al contar que como caen bombas a toda hora, se la pasan encerrados en su casa. Solo salen para pasear el perro.

¿Cuándo terminará esta guerra? “Nadie los sabe... Lo que sabemos es que los rusos quieren tomar Mykolaiv, nos bombardean desde Kherson desde hace más de dos meses, pero no avanzan”, responde. “Ucrania finalmente va a ganar esta guerra –concluye–, pero es imposible saber cuánto tardará. Quizás harán falta muchos meses”.ß

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Fotos de elisabetta piqué Destrucció­n en Mykolaiv por los ataques de las fuerzas rusas
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Sofía, con el gato de peluche que eligió para llevarse de su casa

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