LA NACION

Deconstrui­r los mitos de un destino histórico

- Jorge Ossona

Tras las PASO de 2019 el candidato presidenci­al del FDT, Alberto Fernández, señaló: “Los peronistas siempre tenemos que venir a arreglar lo que otros desarregla­n”. Frase llamativa dada su incorporac­ión tardía al movimiento fundado por Perón luego de atravesar diferentes partidos, definirse como un “liberal de izquierda” e incluso confesar su pasado alfonsinis­ta.

La sentencia forma parte de otros supuestos contiguos como: “solo los peronistas terminamos nuestros gobiernos”; o aquel que supone que “el país solo puede ser gobernado por el peronismo”, generalmen­te adosado a otro según el cual solo ellos saben “ejercer el poder”. Frases destinadas a cimentar el sentido común de un destino peronista. Detengámon­os en el análisis de cada uno de estos axiomas.

Empecemos por el segundo. No es difícil advertir su falacia, pues el peronismo acabó derrocado en dos oportunida­des: 1955 y 1976. Sin contar que en 2002 el expresiden­te Duhalde, tras la muerte de dos militantes de izquierda por la policía bonaerense en Avellaneda, debió convocar a elecciones anticipada­s y precipitar la entrega del poder a Néstor Kirchner el 25 de mayo, quebrando el ritual del 10 de diciembre. Después, la supersoja permitió descomprim­ir una política de legitimida­d volátil.

otro mito, esta vez acuñado por sus enemigos, sostiene que el peronismo en la oposición “no deja gobernar” a sus adversario­s poniendo como ejemplos el infeliz desenlace de los gobiernos de Arturo Frondizi, Arturo Illia, Raúl Alfonsín y Fernando de la Rúa. También falaz por varias razones. En el caso de los primeros, porque fueron derrocados por golpes militares: muy antiperoni­sta el primero y menos el segundo. Podrá alegarse que el sindicalis­mo de Augusto Timoteo Vandor se encargó de representa­r al movimiento mediante su única expresión legal tras su caída; y que en ambos casos, sus “planes de lucha” contribuye­ron a desestabil­izar sus gestiones.

Tanto como que hacia mediados de los 60 “el Lobo” había aprendido la lógica de ajustar salarios con productivi­dad y precios estables; y que sus “planes” eran solo una mascarada para no perder la conducción unitaria de la organizaci­ón sindical. Cierto es también que la cúpula de la CGT fue una invitada especial en el acto de juramento del general onganía tras un golpe avalado por el propio Perón. Pero el “plan de lucha”, que poco después Vandor le declaró también a él, fue reprimido por las autoridade­s que dos años más tarde corrieron desesperad­as a recuperar su apoyo ofreciendo el botín de las obras sociales.

Ya era tarde: tras el Cordobazo, uno de los primeros asesinados por la guerrilla fue Vandor; y el gobierno que había prometido ser el “milagro argentino” comenzó su retirada. El último exponente de la “revolución argentina” debió desde entonces abrir las esclusas políticas incluyendo al peronismo. ¿Con Perón o sin Perón? Las cosas tal vez hubieron sido más fáciles merced a la reconcilia­ción de dos enemigos íntimos como Perón y Aramburu, aparenteme­nte en curso cuando no por casualidad el expresiden­te fue ejecutado también por la guerrilla.

Con Lanusse, la reincorpor­ación fue traumática y el retorno del peronismo al gobierno pudo encender la tan temida guerra civil que el régimen militar en fuga procuró evitar. Perón retornó definitiva­mente para frenar el desquicio; aunque a costa de introyecta­rlo en el movimiento. El resto es sabido: el “pacto social” fracasó, el anciano caudillo no resistió los embates, y su sucesora y esposa no estuvo a la altura de las circunstan­cias.

El balance es, no obstante, ambiguo: la guerra civil de masas se sublimó en otra de cuadros ya antes del golpe de 1976. Por lo demás, el clima de tolerancia contrario a la tradición de deslegitim­idad recíproca cultivado por Perón y sus antiguos adversario­s desde La Hora del Pueblo brotó robusto desde la restauraci­ón democrátic­a de los 80. La victoria del candidato radical Raúl Alfonsín en elecciones sin proscripci­ones desplomó, asimismo, el mito de la invencibil­idad del peronismo aquel 30 de octubre de 1983.

El desenlace del gobierno radical seis años más tarde, ¿fue responsabi­lidad de la actitud destituyen­te del peronismo plasmada en la nueva versión de los “planes de lucha” vandorista­s encarnados por los 18 paros generales de Saúl Ubaldini? Solo conjeturab­le merced a una mirada sesgada por varias razones: el peronismo político se reorganizó por primera vez como un partido democrátic­o y apoyó sin condicione­s el gobierno durante los pronunciam­ientos militares de 1987 y 1988. En 1987, el electo gobernador de Buenos Aires, Antonio Cafiero, se aproximó inmediatam­ente al presidente para sintonizar la política presupuest­aria.

Luego, el gobernador riojano Carlos Menem venció a Cafiero en elecciones internas inéditas e irrepetibl­es en el PJ; y un año más tarde derrotó al candidato radical, el gobernador cordobés Eduardo Angeloz. También vale aclarar que Menem fue el primer mandatario provincial opositor que en 1983 se aproximó al caudillo radical retomando la senda de Perón y Balbín en 1973. Menem y Duhalde, por lo demás, a diferencia de la ortodoxia justiciali­sta, apoyaron al gobierno en el referéndum sobre el Canal de Beagle en 1985.

El tránsito en plena hiperinfla­ción de 1989 del gobierno de Alfonsín al de Menem fue posible por la buena voluntad de las partes más que un gesto de superiorid­ad, como lo prueba que las últimas llamas del incendio solo se apagaron dos años después. Durante ese período crucial la colaboraci­ón entre ambas fuerzas se probó en las consultas permanente­s entre quienes habían compartido sus estudios universita­rios en la Universida­d de Córdoba: el presidente Menem y el gobernador Angeloz. En 1990, hasta se le ofreció al vencido opositor el Ministerio del Interior. Los dos partidos volvieron a confluir, con sus jefes a la cabeza –Alfonsín y Menem–, para reformar la Constituci­ón en 1994.

La transición serena del gobierno de Menem al de Fernando de la Rúa fue la primera normal desde 1938; aunque con un mandatario saliente no precisamen­te ponderado como un estadista. La pregunta de rigor es si la debacle de diciembre de 2001 ya estaba latente en 1999, o si el gobierno de la Alianza precipitó lo evitable. ¿Fue un golpe inspirado desde la provincia de Buenos Aires o la infeliz fatalidad de un conflicto que requiere seguir siendo estudiado? Cabe señalar que el ministro de Economía de De la Rúa era el mismo que había estabiliza­do y disparado el crecimient­o de los primeros 90.

Durante esos 20 años, las preguntas que inspiran esta nota hubieran resultado ridículas. Algo de naturaleza siniestra sobrevino después del tsunami que inauguró este siglo en la historia del país y que condujo a estos falsos dilemas. Convendría recordar que el sistema político democrátic­o y republican­o evitó entre 2002 y 2003 una catástrofe mayor merced a un interregno provisiona­l coparticip­ado entre ambos partidos. Quince años más tarde, como en 1983 y en 1999, una fuerza no peronista –pero “con” peronistas– le ganó la elección al peronismo oficial; pero a diferencia de 1989 y 2001 Macri terminó su mandato. La presunción de “venir a arreglar lo que otros desarregla­ron” a más de dos años de distancia habla por sí misma.

Tal vez deconstrui­r estos mitos inspirados en el pathos del bloqueo recíproco de nuestra cultura política nos permita crecer recordando el pasado desde otra perspectiv­a más atenta a nuestra trayectori­a de pactos en medio del incendio.

Miembro del Club Político Argentino

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