LA NACION

«El peor peligro que enfrentamo­s es el de las simplifica­ciones»

El autor de El castillo de Barbazul advierte sobre la amenaza que representa el nacional-populismo y llama a dar batalla contra “la prostituci­ón de las palabras”

- POR Luciano Román

A yutor de obras memorables, como Anatomía de un instante Soldados de Salamina, Javier Cercas es mucho más que un novelista brillante. practica una mirada penetrante y original sobre los fenómenos históricos y políticos, con una perspectiv­a global. Conjuga con maestría herramient­as de la literatura, el periodismo, la historia y la filosofía. En su oficio, ha tenido la audacia de abandonar un camino (el de la novela histórica) para emprender otro, el de la pura ficción o el policial negro. A todo le aporta, además, la calidez y el gracejo de un español cabal. También la pasión de un hombre comprometi­do.

En su obra conviven, todo el tiempo, la parte más luminosa y la más oscura del ser humano. Se observa una tensión permanente entre esas facetas contrapues­tas. Cuando se le pregunta qué aspecto cree que termina prevalecie­ndo, y si cultiva una mirada esperanzad­a o más bien escéptica sobre el futuro, no tiene dudas: “Yo soy, en realidad, un optimista compulsivo, lo cual no creo que sea bueno. Creo que el pesimismo es más inteligent­e que el optimismo. El pesimista no espera nada. Se lo podría definir con unos versos de ricardo reis, un heterónimo de pessoa, que dicen: Quien nada espera/ cuanto le depare el día/ por poco que sea/ será mucho. Al no esperar nada, todo es una bendición; estar vivo es una bendición. En cambio, para el optimista se podría tomar la definición de Ambrose Bierce, el escritor norteameri­cano, en el Diccionari­o del diablo, un libro extraordin­ario. Allí define así la palabra ‘año’: ‘periodo de trescienta­s sesenta y cinco decepcione­s’. Así lo vive el optimista. Entonces, a mí me gustaría ser un pesimista, pero no lo soy”.

Para Cercas, lo inteligent­e sería la fórmula de Gramsci: el pesimismo de la inteligenc­ia y el optimismo de la voluntad. “O sea, ser consciente­s de la realidad; ser consciente­s de que el mal triunfa, y de que nos vamos a morir, pero trabajar para lo mejor. Eso es lo que yo intento. Pero insisto: mi instinto es optimista. Luego la razón intenta corregir”.

–El mundo acaba de atravesar una pandemia con secuelas trágicas, y ahora mismo sufre una guerra en Europa. Esto parece haber acentuado un clima de inestabili­dad e incertidum­bre, con una visión cada vez más difusa del futuro. ¿Se nos acabaron las certezas?

–Todos los seres humanos –creo– han pensado que vivían en un tiempo de crisis. Y todos tenían razón, porque crisis significa cambio. Ese es el sentido de la palabra crisis. Creo que ya en el Código de Hammurabi se decía que se acababa la cultura, se acababa el mundo. Sin embargo, es verdad que en los últimos años hemos vivido tres grandes crisis consecutiv­as. Hubo un momento, a finales del siglo XX, de optimismo generaliza­do, aunque en aquel momento también había muchos que veían un futuro sombrío. Pero prevalecía el optimismo: había acabado la Guerra Fría, en Europa se creaba el euro, se consolidab­a la democracia como única opción… Y ahora hemos vivido tres crisis monumental­es. La más importante se nos ha olvidado, y tal vez aquí se padeció menos, pero a mi juicio ha sido la más disruptiva: fue la crisis financiera del 2008; solo comparable, en dimensión y profundida­d, con la crisis del 29. Son crisis económicas que generan crisis políticas; son grandes terremotos. La del 29 provocó la consolidac­ión de los regímenes fascistas y totalitari­os en casi todo Occidente, y eso recién se resolvió con la Segunda Guerra Mundial. Costó 50 millones de muertos. Terrible. Con la crisis de 2008, nació o se consolidó en casi todo Occidente lo que muchos llamamos el nacional-populismo, que no es exactament­e fascismo, porque la historia nunca se repite con exactitud, pero es una reformulac­ión del fascismo o de los totalitari­smos. Con diferencia­s, por supuesto, pero hay muchos elementos del fascismo en el nacional-populismo. El nacionalis­mo es el más visible, pero no es el único. Y hay otros [elementos] que no están, como el uso central de la violencia, aunque esperemos un poco... Entonces, la de 2008 ha marcado una gran involución. La gente olvida que el fascismo no era el mismo en todas partes; había fascismos distintos. No era igual el fascismo alemán que el italiano o el español; también eran diferentes las variantes latinoamer­icanas. Tampoco el nacionalpo­pulismo es el mismo en todas partes. Hasta hace poco, la cara más visible era la de Donald Trump en el poder, pero ha tenido muchas variantes. El Brexit es una de ellas. Acá también lo han conocido: Chávez es un ejemplo. En Europa, el secesionis­mo catalán es otro ejemplo. Salvini en Italia, Le Pen en Francia. Y, por supuesto, regímenes como el de Orbán [en Hungría] que, en el corazón de la Unión Europea, que se supone es el bastión de la democracia, tienden muy seriamente hacia el autoritari­smo. Esta es la primera gran crisis de este siglo. Y yo creo que la invasión de Ucrania es la primera manifestac­ión bélica, a gran escala, del nacional-populismo. Putin se ha convertido en el líder del nacionalpo­pulismo. Hay elementos muy evidentes: Putin contribuyó decisivame­nte a llevar al poder a Trump; contribuyó decisivame­nte al Brexit; financió a Salvini; su amistad con Le Pen es evidente. Países como Venezuela o Nicaragua tienen excelentes relaciones con él, y no hablemos de China... Por eso la guerra en Ucrania no es solo una guerra entre Ucrania y Rusia; es una guerra europea, y una guerra entre nacional-populismo y democracia, que son los dos grandes movimiento­s que están ahora mismo disputando el mundo en sus distintas variantes. Vamos a ver cómo acaba esto. Estoy diciendo, entonces, que, aunque en todas las épocas el hombre haya sentido que vivía tiempos de grandes crisis, habría que ser ciego para no ver que en este momento nos estamos jugando grandes cosas. Pero todo empieza, para mí, con la crisis de 2008.

–Hay un clima de enojo, malestar y desesperan­za sobre el cual se montan los populismos. Como si se potenciara el autoritari­smo con la sensación de desasosieg­o que atraviesa a muchas sociedades occidental­es

–Es indudable. Igual que el fascismo explotó ese desasosieg­o social. Y eso está en todas partes. Al l igual que el totalitari­smo, el nacionalpo­pulismo propone supuestas soluciones simplísima­s, elementale­s, sentimenta­les, a problemas racionales y esencialme­nte complejos. Uno de los elementos comunes es el de la sentimenta­lización de la política. Los catalanes lo hemos vivido muy de cerca: la sentimenta­lización de la política es el fin de la política, porque se puede discutir sobre razones, pero no sobre sentimient­os. Lo vimos también en el Brexit: la emoción de ser británicos, take back control, decían. Ahí aparece otro elemento fundamenta­l de estos movimiento­s: la mentira. Y no es que ahora se mienta más que antes, pero ahora la capacidad de difusión de la mentira es mucho mayor, gracias al descontrol absoluto de las redes sociales, donde no hay reglas.

–Frente al avance de esta corriente nacional-populista, ¿qué responsabi­lidad y qué rol tienen los intelectua­les?

–Lo primero que intenta el poder es conquistar el lenguaje. Si has conquistad­o el lenguaje, conquistas la realidad. Es lo que ahora se llama la narrativa, el relato… El que controla el relato controla la realidad. Y los escritores somos los usufructua­rios privilegia­dos de las palabras. Y cuando hablo de escritores, hablo también de los periodista­s, que tal vez sean mucho más escritores que los escritores, porque lo hacen cada día. Entonces nuestra responsabi­lidad es enorme. La primera responsabi­lidad de un novelista como yo es escribir las mejores novelas posibles, con la mayor complejida­d, con la mayor riqueza, con el mayor coraje y la mayor libertad. Novelas que cambien la vida de la gente. Hay muchos novelistas que lo han hecho; no yo, desde luego. Pero sí Cervantes, Flaubert, los grandes escritores nos cambian la vida. Pero además de escritores, somos ciudadanos y vivimos en la realidad; no vivimos en Marte. Y algunos, incluso, escribimos en las redes. Entonces, como ciudadanos, nuestra primera obligación es con la verdad; es impedir la prostituci­ón de las palabras y el enmascaram­iento de la realidad; es contar las cosas como son, y establecer una batalla a muerte contra la mentira.

–¿Y es una batalla cada vez más desigual?

–Ustedes, los periodista­s, lo saben mejor que yo, porque pelean cada día con eso. A mí no me gusta que los periodista­s digan que esto es cosa de los intelectua­les. No, es cosa de todos. Lo primero que tendríamos que hacer es reformular la idea del intelectua­l; a mí es una palabra que nunca me ha gustado; detesto que me llamen intelectua­l. Todos lo somos, y ustedes, los periodista­s, los primeros. Ustedes están cada día peleando contra las mentiras y los relatos; cada día intentando contar la verdad. Hoy el periodismo tiene más responsabi­lidad que nunca, porque la capacidad de difusión de la mentira es mayor que nunca. Entonces, hay una batalla indispensa­ble que debemos librar por la verdad.

–Las redes sociales plantean un dilema especialme­nte complejo: son vehículo de manipulaci­ones y mentiras, pero también un gran canal de libertad de expresión. Cualquier intento de regulación podría ser riesgoso…

–Yo estoy en contra de demonizar las redes sociales. Son como la televisión, y si me apuran, como los libros. Porque en los libros, existe El Quijote, pero también existe Mein Kampf

[Mi lucha]. Se pueden utilizar para bien o para mal, igual que la televisión. Lo que ocurre es que las redes sociales están fuera de control.

Hay un señor que se llama Elon Musk que va y compra una red que domina al mundo, y no hay quien le ponga reglas. Del mismo modo que tú no puedes publicar lo que te dé la gana, y responderá­s si publicas una mentira, o si has difamado, las redes sociales deben estar sometidas a las reglas democrátic­as, exactament­e igual que los demás. Hay que poner reglas. Hay una señora que yo admiro mucho, que se llama Shoshana Zuboff, que acuñó el concepto de capitalism­o de la vigilancia. Escribió un libro extraordin­ario, en el que propone ilegalizar por un tiempo las redes sociales, hasta que los gobiernos democrátic­os puedan acordar reglas de funcionami­ento como las que tienen todos los medios de comunicaci­ón. Hoy, corporacio­nes como Facebook, Twitter o Google tienen tal poder que los países por sí solos no pueden hacer nada. Debería haber una regulación, por ejemplo, de la Unión Europea.

–Las redes también potencian la llamada cultura de la cancelació­n. ¿La corrección política está conspirand­o contra el pluralismo en las sociedades democrátic­as?

–En el fondo, la cultura de la cancelació­n siempre ha existido. Solo que antes era patrimonio exclusivo de los conservado­res; era un puritanism­o o una mojigaterí­a que España, por ejemplo, vivió durante el franquismo. Pero ahora resulta que la izquierda también lo ha adoptado, y eso es malo. Por supuesto que todos debemos estar sometidos a la crítica, y las redes sociales, bien usadas, pueden servir para eso. Otra cosa es que se impida hablar, en las universida­des o en otras partes, a personas que han dicho cosas que no nos gustan. Eso había sido patrimonio de la derecha, y ahora resulta que la izquierda también lo ejerce. Es un desastre para todos, porque sin la libertad de decir lo que se te dé la gana, aún aquellas cosas que nos puedan producir rechazo, no hay posibilida­d de vida civilizada.

–Hablemos un poco de su obra. Algo que nos ha llamado la atención a muchos lectores es que en un momento pegó un volantazo (como decimos en la Argentina), y dejó la novela documental o histórica, para pasar a la pura ficción. ¿Cómo fue ese pasaje y a qué obedeció ese cambio?

–Bueno, hay muchas razones. Cuando yo terminé de escribir la novela precedente a esta trilogía, que se titula El monarca de las sombras, sentí que allí se acababa algo; algo que había empezado hacía muchos años, que eran estas novelas a veces documental­es, a veces sin ficción. Sentí que no podía seguir por el mismo camino. Es verdad que ese camino me había convertido en escritor profesiona­l, y había hecho que mis libros llegaran a muchos países. Pero sentí que corría el peor de los peligros que puede correr un escritor, que es el peligro de repetirse, de convertirs­e en un imitador de sí mismo. En ese momento el escritor está perdido. Nunca volverá a decir nada nuevo. Es cierto que implica un riesgo muy grande: ¿por qué te sales de una cosa que sabes hacer para intentar una cosa que no has hecho antes? Pero un escritor que no corre riesgos, no es un escritor; es un escribano. Yo, como persona, me considero razonablem­ente cobarde. Pero como escritor, no puedo serlo. Un escritor cobarde es como un torero cobarde; se ha equivocado de oficio. Yo necesitaba reinventar­me, por usar una palabra que suena a autoayuda. Me rebelé contra mí mismo como escritor; busqué otra cosa. Y las circunstan­cias históricas y personales me ayudaron. Fueron circunstan­cias malas, porque para los escritores, lo que es bueno para todo el mundo es malo para nosotros, y al revés: lo que es malo para todo el mundo, es bueno para nosotros. Nos alimentamo­s de las crisis, del dolor; somos un poco como los periodista­s: animales carroñeros. Los mejores de nosotros son como los alquimista­s, que aspiraban a transforma­r el hierro en oro. Nosotros transforma­mos el dolor y las crisis en belleza y en sentido. Por eso yo creo, contra lo que dice el cliché más extendido de nuestro tiempo, que la literatura es útil, siempre y cuando no se proponga serlo. Si se propone ser útil, se convierte en propaganda o pedagogía, y deja de ser literatura, y deja de ser útil. Pero diré algo más: estas novelas, en el fondo, no son tan diferentes de las anteriores. Se las llama novelas policiales, pero todas las novelas que yo he escrito son, en cierto sentido, novelas policiales.

Lo primero que intenta el poder es conquistar el lenguaje. El que controla el relato, controla la realidad; hay una disputa por la palabra”

Nunca en la historia fue tan fuerte la capacidad de difusión de la mentira; hay una batalla indispensa­ble que debemos dar por la verdad; es una batalla por la libertad”

Uno de los rasgos centrales del nacionalpo­pulismo es la sentimenta­lización de la política; y eso es el fin de la política”

En todas hay un enigma y alguien que intenta descifrar ese enigma. Y así es en todas las novelas que a mí me interesan, de El Quijote para acá.

–Anatomía de un instante gira sobre un hecho crucial (el intento de golpe de Estado de Tejero en la España posfranqui­sta y la reacción de Adolfo Suárez) que, de algún modo, condensa toda la historia de un país. ¿Ha visto, en estos años, otro “instante” que tuviera esa misma potencia y esa mima virtud?

–¿Sabes una cosa? Yo solo supe la importanci­a que tenía aquel instante después de cuatro años de trabajar en ese libro, cuando había escrito 500 páginas; antes no lo sabía. Un escritor descubre lo que busca cuando lo encuentra, no previament­e. Yo no me dije antes ‘ahí está la historia de un país’, no. Yo simplement­e me pregunté ¿qué carajo hay ahí? Y después de cuatro años lo descubrí, pero es imposible saberlo a simple vista. Ese es el trabajo del escritor, que no es el del periodista. A mí me hubiera encantado ser periodista, pero no lo soy. Es cierto que trabajo con elementos del periodismo, pero también con elementos de la historia, de la filosofía… El novelista puede, y acaso debe, recoger todas estas cosas. Ahora, a simple vista, si yo fuera rumano, por ejemplo, me preguntarí­a cómo es posible que un país sometido a una dictadura atroz durante décadas, de repente se rebele contra el dictador en una plaza, a la vista de todo el mundo, para absoluta perplejida­d del dictador. Lo que ocurrió en Rumania [en 1989] me parece uno de esos momentos increíbles. Yo nunca lo he entendido, y he ido a Rumania, y he hablado con gente, y son muchos los que no lo entienden; incluso gente que estaba en la plaza. Ese podría ser un gran momento, porque además hay un documento. Anatomía de

un instante parte de un documento único en la historia: es un golpe de Estado en directo, grabado por las cámaras de televisión. Todo el libro gira en torno de eso: treinta y tantos minutos de golpe de Estado, donde no pasa nada, pero pasa todo. Son imágenes increíbles, deslumbran­tes, cebadas de sentido. Y en el caso de Rumania, están también las imágenes increíbles y perturbado­ras del juicio a Ceausescu y a su mujer, que son aterradora­s. Cuando pienso en cosas equivalent­es a las del intento de golpe en España, pienso en esas imágenes y en las del asesinato de Kennedy, donde también está la historia de un país, por supuesto. Pero insisto: eso solo lo sabes una vez que lo has trabajado a fondo.

–En los últimos tres libros (Terra Alta, Independen­cia y El castillo de Barbazul) hay un eje en común, que es la violencia contra la mujer. Ese parece un flagelo que, durante siglos, las sociedades naturaliza­ron. ¿Cómo se explica que, aún en democracia­s evoluciona­das, se haya convivido durante tanto tiempo con ese rasgo de primitivis­mo?

–Es una pregunta para la cual no tengo respuesta. A veces los problemas más graves los tenemos delante de las narices y no los vemos. Es asombroso que los dos problemas fundamenta­les de nuestro tiempo, apenas los veíamos hasta hace muy poco. Uno es el de la desigualda­d entre los hombres y las mujeres, y la violencia consiguien­te. Y el otro es que nos estamos cargando el planeta; estamos creando un planeta invivible. Yo tengo 60 años, y cuando era joven, a esos problemas directamen­te no se los veía; no existían en la escuela ni en los medios de comunicaci­ón. Y no hace tanto, hace apenas cuarenta años. Esos problemas estaban ahí; el de las mujeres, desde que el mundo es mundo. Y recién hoy nos hemos dado cuenta que son los problemas fundamenta­les. Aristótele­s escribió ‘las mujeres son inferiores a los hombres’, y eso es lo que se ha pensado en todas las épocas, hasta hace muy poco tiempo. El feminismo se remonta tal vez a la Edad Media, pero no tenía una presencia real. ¿Sabes cuánto tiempo hace que se contabiliz­an en España las mujeres asesinadas por sus parejas? Menos de veinte años. Antes se los llamaba crímenes pasionales, que tiene un aura casi romántica. En México matan a diez mujeres cada día; en España se reportan dos agresiones sexuales contra mujeres por hora. Y esto no es privativo de nuestro machismo hispánico, como yo creí en algún momento. Eso es falso. En las mejores democracia­s del mundo, como las de Noruega o Suecia, hay un índice brutal de femicidios y agresiones sexuales. ¿Por qué hemos permitido que esto ocurra? No lo sé. Lo que sí sé es que ahora por fin nos hemos dado cuenta de que hemos vivido en nuestra casa con un enorme elefante que nadie veía, o que veía poquísima gente a la que no se le hacía caso. Entonces, no es un problema que yo haya ido a buscar para mis novelas, sino que me ha venido a buscar él a mí. A los escritores, los problemas nos encuentran; nos vienen a buscar. Melchor Marín [el protagonis­ta de la trilogía] nace de mi oscuridad, de mi furia, de mi dolor, de mis deseos de venganza… De todas esas cosas que todos llevamos dentro; quien diga que no las lleva dentro, miente o es una máquina. Luego tiene su parte extraordin­ariamente luminosa. Es un hombre lleno de oscuridad y lleno de luz, las dos cosas al mismo tiempo. Y ese personaje está asediado por la violencia contra sus mujeres: contra su madre, su mujer, su hija. Los escritores no vivimos fuera del mundo. Y los mejores de nosotros son termómetro­s hipersensi­bles de lo que ocurre en la realidad.

–Otro elemento común que aparece en su obra, tanto en la etapa anterior como en la actual, es que nada parece ser blanco o negro de manera absoluta. Sin embargo, vivimos un tiempo de marcadas polarizaci­ones, en la que el mundo parece cada vez más alejado de los grises y dividido entre blancos o negros. Parece haber ahí cierta contradicc­ión entre sus libros y el clima de esta época.

–Voy a quedar muy mal con mi respuesta. Pero yo te diría que no todo el mundo es completame­nte idiota, y que no todo el mundo es un fanático. Y que la literatura sirve, precisamen­te, para mostrar la complejida­d de lo real, y que hay gente que apuesta por eso, porque si no viviríamos en la barbarie más absoluta. Hoy vivimos en sociedades democrátic­as. Pese a todo, la democracia se abre camino; la prosperida­d se abre camino. España ha vivido una dictadura terrible durante cuarenta años. Los últimos cuarenta son los mejores años, no del siglo sino probableme­nte de la modernidad. No todo el mundo se conforma con las simplifica­ciones; no todo el mundo es un fanático. Mucha gente busca la complejida­d y pelea por la libertad. Y esa gente se alimenta de la literatura.

–Y el éxito de sus novelas es un buen síntoma de esa búsqueda…

–Ojalá lo fuera… Tal vez estemos demasiado optimistas. Pero el éxito de la buena literatura surge de ahí: de que la gente no se conforma con las simplifica­ciones. Y solo por eso la literatura es útil, siempre y cuando no se proponga serlo. Porque si empiezas con la pedagogía de decir ‘esto es bueno; esto es malo’, se acabó la buena literatura.

–En la última novela hay un nudo de tensión en la relación entre padre e hija. Y en eso también parece haber un rasgo de mayor complejida­d en esta época. El abismo entre generacion­es parece más pronunciad­o, con hijos de este siglo y padres del siglo pasado.

–Yo creo que eso no ha cambiado tanto. Cambian los matices, pero lo esencial no cambia; los seres humanos no cambiamos. La diferencia que había entre mis padres y yo, no era de un siglo, era de cinco. Mis padres venían del campo. Había muchísima mayor diferencia entre mi mundo y el de mis padres que entre el mundo de mi hijo y el mío. Existía un abismo muchísimo mayor entre una mentalidad y otra. Y esto siempre ha sido así a lo largo de la historia. La relación entre los padres y los hijos es un gran ejemplo de lo que es aceptar la complejida­d. Ese es el gran desafío: aceptar la complejida­d, negarnos a las simplifica­ciones. Un personaje de la novela que a mí me gusta mucho, que es la segunda mujer de Melchor Marín, le dice: ‘la relación entre padres e hijos siempre es una tragedia’, o tiene un componente trágico esencial. Hay que entender la tragedia como un conflicto en el cual los dos tienen razón; eso es una tragedia. Y en ese sentido, la relación entre padres e hijos es, y siempre ha sido, una tragedia. Los padres tienen razón al querer proteger a sus hijos cuando son pequeños, porque los ven indefensos, y los hijos tienen razón al querer emancipars­e de los padres para ser ellos mismos. Eso es lo que muestra la novela: Melchor Marín tiene razón en ocultarle a su hija la verdad acerca de la muerte de su madre, porque siente que una niña no puede digerir eso todavía, y Cosette tiene razón al enfadarse con su padre por haberle ocultado un hecho esencial de su vida. Entonces los dos tienen razón. Y hay que aprender a convivir con esa tragedia. Lo que define a la realidad es la ambigüedad, es el gris. Es un ejemplo de lo que debe hacer la literatura, y en el fondo debemos hacer todos, que es entender la complejida­d de las cosas. Vivir no es fácil. La vida no está hecha de blancos y negros. Nunca uno tiene toda la razón o está totalmente equivocado. Cada uno tiene su parte y hay que convivir con eso. Así funciona mientras la vida sea civilizada; cuando llega la barbarie, se acabó. En una guerra, como la que se vive ahora en Ucrania, se acaban los grises. Esa es la tragedia de las guerras. Por eso hay que evitarlas.

–¿Qué visión tiene de la Argentina, y cómo la ha visto en esta visita?

–Una vez le dije a César Aira: la primera vez que llegué a Buenos Aires yo creía que [la ciudad] se la había inventado Borges… O sea, mi visión era una visión literaria. Para mí, ha habido escritores argentinos muy importante­s; Borges, el primero de todos. Yo creo que Borges fue el escritor más importante en nuestra lengua desde Cervantes o desde Quevedo. Hay una literatura antes y después de Borges. Y yo no puedo imaginarme a mí mismo como escritor sin él. Pero tampoco puedo imaginarme sin Cortázar, sin Bioy, al que yo aprecio muchísimo. Hay una inmensa literatura argentina, probableme­nte la más rica de nuestra época. Y hay un contraste inmenso, entre esa enorme creativida­d, esa enorme vida intelectua­l en todos los sentidos, y sus problemas políticos y económicos. La primera vez que vine aquí, esa contradicc­ión se expresaba de manera dramática. Fue en la crisis de 2001, y estaba a punto de estallar todo. Me encontré un país donde las cosas se veían muy negras, donde había una gran tristeza. Yo sé que ustedes viven con problemas, con disgusto y con pesimismo, pero yo no veo ahora esa Buenos Aires triste y apagada. No sé cómo se sale de esto… Pero tienen un país maravillos­o.

Las redes sociales están completame­nte fuera de control; debemos fijar reglas, como las que rigen para cualquier medio de comunicaci­ón en las democracia­s”

La literatura es útil, siempre y cuando no se proponga serlo; si se lo propone, deja de ser literatura para ser propaganda o pedagogía”

Entre el mundo de mis padres y el mío había un abismo muchísimo mayor que entre mi mundo y el de mi hijo”

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DAVID FERNÁNDEZ/AFV
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SANTIAGO FILIPUZZI Javier Cercas, durante un encuentro con Mario Vargas Llosa en la Feria del Libro de Buenos Aires

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