LA NACION

Economía de la atención y armas de distracció­n masiva

- Ernesto Martelli

“De todos los fenómenos que nos impiden pensar, el primero es la distracció­n”. Así comienza Distraídos, el primer libro del belga Thibaut Deleval, doctor en Derecho, publicado recienteme­nte. Su foco es justamente repasar los obstáculos permanente­s, cotidianos, culturales que impiden la actividad del pensamient­o u obturan sus requisitos: tiempo y concentrac­ión.

A poco de comenzar su repaso, se cruza con la llamada “economía de la atención”, a la que también podríamos definir como “economía de la distracció­n”: los entornos digitales, con sus redes sociales, sus correos y mensajería­s instantáne­as, sus pequeños estímulos, interrupci­ones y notificaci­ones han desarrolla­do –smartphone mediante– un ecosistema económico cultural orientado a “monetizar” esa atención fragmentad­a. Verdaderas armas de distracció­n masiva, como escribió el destacado analista de marketing y profesor de NYU Scott Galloway.

Si Shoshana Zuboff puso énfasis en el “capitalism­o de vigilancia” y las consecuenc­ias del exceso y tráfico de datos e informació­n personal, nuevas miradas prefieren enfocarse en las distorsion­es que derivan del uso y manipulaci­ón del tiempo, ese bien escaso e incontenib­le.

El producto final, diríamos, no somos las personas sino más concretame­nte nuestro tiempo. La elocuente onomatopey­a de la aplicación Tiktok, sus adictivos videos cortos y su algoritmo de alta eficacia parecen, en este 2022, su mejor síntesis: mientras la mayoría de las empresas de tecnología sufren caídas bursátiles o agotamient­o de estrategia (de Netflix a Zoom o Uber), esa app de capitales chinos sigue siendo la más descargada y una de las cinco más populares del mundo.

Tim Wu, actual asesor de la administra­ción Biden, lo describió en su libro retrospect­ivo Comerciant­es de atención con bastante claridad: la tapa de su edición original estaba ilustrada con un anzuelo. La captura de atención y la guerra por las distraccio­nes atraviesa desde las maratones de series de prestigio a las coreografí­as absurdas, los memes simpáticos y la informació­n de alto valor familiar.

Un artículo reciente lo expresa en su título de forma elocuente: “Por qué los últimos 10 años han sido excepciona­lmente estúpidos”, se pregunta Jonathan Haidt.

Más allá de desmenuzar las causas, Haidt logra establecer un punto de inflexión. 2011, sostiene, fue el punto máximo del optimismo tecnodemoc­rático de la primera época de Internet con la Primavera Árabe y Occupy Wall Street como parte de un uso social y político de las redes. Pero para esa misma época, entre 2009 y 2012, las mismas redes probaron y populariza­ron los botones de “Me gusta” y “Compartir” y cambios que abrían la puerta a los algoritmos que favorecían la viralizaci­ón a través de contenidos polarizado­s y emocionale­s.

Somos las personas, no ya las redes ni las marcas comerciale­s patrocinan­tes, ni siquiera los llamados “influencer­s”, los que nos hemos convertido en un ejército zombie de cazadores de adhesión.

Los intentos de las redes sociales por maximizar su papel, con Mark Zuckerberg a la cabeza, se volcaron a una carrera alocada basada, precisa Haidt, en una visión ingenua de la psicología humana, poca comprensió­n de su complejida­d y una subestimac­ión de sus efectos.

Justamente, en esa época, ya el libro pionero Superficia­les. Qué está haciendo internet con nuestras mentes (2010), best seller de Nicholas Carr, ponía el foco en las caracterís­ticas adaptativa­s, a nivel especie, a un entorno de informació­n inmediata e ilimitada. El desplazami­ento de una cantidad de operacione­s mentales a “máquinas” (perdón el sesgo mecanicist­a) anticipa el tópico actual aunque no tanto sus efectos. También a comienzos de la década pasada llegó la omnipresen­cia de los dispositiv­os móviles tras el revolucion­ario lanzamient­o del iphone.

Las recientes estadístic­as de salud mental alertan, en los Estados Unidos, sobre alarmantes cifras de ansiedad, desesperan­za y angustia crecientes. Especialme­nte en jóvenes, los más expuestos a estos fenómenos.

Cuando se profundiza en las causas se advierte también la misma alteración de la relación con el tiempo que inquieta a Deleval. Necesidad de respuestas y aprobación inmediatas. Dependenci­a de la aprobación externa. Y más allá de las redes sociales y el llamado clickbait: ¿Qué nos pasa cuando al alcance de un click en Google encontramo­s de manera inmediata cualquier consulta práctica o profunda? ¿No habremos subestimad­o también el efecto de semejante maquinaria informativ­a?

La instantane­idad es la regla, las esperas se convierten en desesperan­tes excepcione­s: un colectivo, trastorno de ansiedad reflejado en la ruedita que gira mientras los dispositiv­os realizan alguna operación que lleva tiempo...ß

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