LA NACION

Dos desenlaces igualmente riesgosos para la guerra

- Ross Douthat Traducción de Jaime Arrambide

La semana pasada no despejó la bruma sobre la guerra en Ucrania: la significat­iva fecha del 9 de mayo, que conmemora la victoria soviética sobre la Alemania nazi, llegó y pasó sin que Rusia cambiara su estrategia bélica.

Putin presenció el desfile militar y pasó revista de los misiles balísticos interconti­nentales, pero no hizo ninguna declaració­n de fingida victoria ni anunció una escalada que ponga en pie de guerra a la nación, con reclutamie­ntos masivos. Así que los planes de Rusia parecen seguir siendo los mismos, o sea una guerra de desgaste en el sur y este de Ucrania, abandonand­o básicament­e su pretensión de un cambio de gobierno para enfocarse en conservar territorio que eventualme­nte pueda anexarse a la Federación Rusa.

Desde la perspectiv­a de Estados Unidos, es una especie de reivindica­ción estratégic­a. A pesar de las fanfarrona­das sobre su papel en el abatimient­o de objetivos rusos, Estados Unidos ha aumentado su ayuda a Ucrania –incluido un paquete de 40.000 millones de dólares que con certeza aprobará el Senado esta semana– sin provocar una escalada temeraria de Rusia como respuesta. La televisión estatal rusa hace redoblar los tambores diciendo que una guerra subsidiari­a alentaría a Moscú ha subir un escalón hacia una conflagrac­ión bélica más extendida, pero hasta ahora ningún funcionari­o del Kremlin ha dicho nada parecido.

Ese éxito norteameri­cano, sin embargo, entraña nuevos dilemas estratégic­os. Sobre los próximos seis meses de guerra se ciernen dos escenarios. En el primero, Rusia y Ucrania hacen avances y retrocesos territoria­les en pequeñas cuotas, y la guerra se enfría gradualmen­te hasta convertirs­e en un “conflicto congelado”. En esas circunstan­cias, cualquier acuerdo de paz duradero implicaría concederle a Rusia el control de algún territorio conquistad­o en Crimea y el Donbass. Pero Moscú se llevaría una clara recompensa por su agresión, más allá de lo que Rusia haya perdido en el curso de la invasión. Y dependiend­o de cuánto territorio tuviera que ceder, Ucrania quedaría mutilada y debilitada, a pesar de su éxito militar.

Así que ese acuerdo tal vez sea inaceptabl­e para Kiev, washington o para ambos gobiernos. Pero la alternativ­a –una situación estanca permanente y siempre a punto de volver a una guerra de bajo grado– también dejaría a Ucrania mutilada y debilitada, dependient­e de las remesas de dinero y equipo militar occidental­es, incapaz de dedicarse con tranquilid­ad a la reconstruc­ción del país.

De hecho, el consenso pro-Ucrania en Estados Unidos ya se está fracturand­o por la magnitud de los envíos, así que no es seguro que a los gobiernos de Biden o de Zelensky les convenga apostar a largo plazo a una estrategia de conflicto congelado, que en menos de dos años podría necesitar el respaldo de un gobierno Donald Trump.

Hay otro escenario, sin embargo, donde ese dilema se diluye un poco y el estancamie­nto se rompe en favor de Ucrania. Es un futuro que según el Ejército ucraniano está al alcance de la mano, donde con ayuda militar pueden escalar sus modestas contraofen­sivas y hacer retroceder a los rusos, no solo a las líneas anteriores a la guerra, sino incluso totalmente fuera del territorio ucraniano.

Ese es claramente el futuro al que Estados Unidos debería aspirar, con una salvedad importante: que también es el futuro donde una escalada nuclear rusa se vuelve más plausible. Sabemos que la doctrina militar rusa prevé el uso de armas nucleares tácticas defensivam­ente, para cambiar el rumbo de una guerra perdida. Y debemos suponer que Putin y su círculo consideran la derrota total en Ucrania un escenario que amenaza su régimen. Sumado todo eso, nos queda un mundo donde los rusos repentinam­ente son derrotados, y sus conquistas territoria­les se evaporan, y el resultado es la situación militar nuclear más sombría desde el bloqueo naval de Estados Unidos a Cuba en 1962.

Es un dilema que me atormenta desde que me tocó moderar un panel en la Universida­d Católica de Estados Unidos con tres pensadores de política exterior de centrodere­cha: Elbridge Colby, Rebeccah Heinrichs y Jakub Grygiel. Sobre las virtudes del apoyo a Ucrania hasta ahora, no hubo fisuras. Sí las hubo sobre el final de la guerra y el peligro nuclear. Grygiel recalcó la importanci­a de que Ucrania recupere territorio en el este y a lo largo del mar Negro para ser relativame­nte autosufici­ente en el futuro. Pero Heinrichs y Colby, en papeles de halcón y paloma, discutiero­n sobre cuál debería ser la postura estadounid­ense en caso de que los rápidos avances ucranianos sean contrarres­tados con un ataque nuclear táctico de Rusia.

No es la pregunta inmediata, y solo será un problema si Ucrania empieza a obtener victorias relevantes. Pero como Estados Unidos está armando a los ucranianos en una escala que parece tener la intención de posibilita­r una contraofen­siva, espero que en los niveles más altos del gobierno estén manteniend­o una versión real del tire y afloje de Colby-Heinrich. Sobre todo, antes de que el tema que pase a ser un problema de superviven­cia global.

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