LA NACION

“Tuve que irme para salvar a mis dos hijos de ser capturados por los rusos”

Entre las razones para huir de la única región tomada por Moscú, se cuenta evitar el reclutamie­nto por parte del ejército del Kremlin

- Elisabetta Piqué

FONTANKA.– Natasha no quería irse de Kherson, la única ciudad y región de Ucrania ocupada por los rusos. Pero para salvar a sus dos hijos adolescent­es del riesgo de que los rusos se los llevaran y los obligaran a sumarse a las fuerzas militares de Vladimir Putin, finalmente decidió huir.

“Tardamos tres días para poder escaparnos; nos fuimos en el auto que justo me había comprado el año pasado y, con mucho miedo y a las cuatro de la mañana, en pleno toque de queda, finalmente lo logramos”, cuenta ahora a la nacion Natasha, que es parte de los más de ocho millones de desplazado­s internos que hay actualment­e en Ucrania.

Junto a sus dos hijos, Maxim (17) y Sasha (15) –y su gato, Niusha–, desde fines de abril vive en un departamen­to de esta localidad costera del oeste de Odessa que es parte de una casa que manejan aquí dos monjas polacas de la Compañía de las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paul. Se trata de una congregaci­ón que se dedica a los pobres y a los enfermos que, desde que comenzó la invasión de esta ex república soviética por parte de Putin, también ayuda a los damnificad­os por esta insensata guerra.

“La semana pasada cayó un misil en Nova Dofinivka, a cinco minutos de aquí, que dejó un cráter inmenso, y muchas casas quedaron destruidas. Hay familias que necesitan reparar techos y ventanas y después de ir a ayudar, escribimos la historia en nuestra página de Facebook, invitando a ayudar a los afectados. Y es increíble la respuesta que hubo”, cuentan sor Marta y sor Magdalena. Las dos religiosas conocían a Natasha porque en su momento también ayudaron a salir de un problema adicción a su exmarido.

Natasha no oculta que los casi dos meses de ocupación que vivió con los rusos en Kherson fueron muy duros. “Pasaron muchas cosas, disparaban a los civiles, había explosione­s, tiroteos y nos la pasábamos la mayor parte del tiempo encerrados. Pensé mucho en la muerte”, cuenta, con ojos llenos de espanto.

De 39 años, moviendo la cabeza y con mirada triste, Natasha cuenta que en verdad ella no quería irse de Kherson, donde quedaron su mamá y su hermana. “Como soy enfermera y tengo muchos amigos médicos, hubiera querido quedarme para ayudar a la resistenci­a”, dice.

Pero prevaleció su instinto materno de protección, su amor de madre. “Tuve que irme para salvar a mis dos hijos adolescent­es de ser capturados por los rusos. Como el más grande tiene 17 años, estaba en riesgo porque empiezan a registrarl­os para el servicio militar ya a los 16”, indica. “Y el más chico, que tiene 15 años, como es muy deportista y, además, muy conocido en Kherson por ser muy bueno en tiro al blanco, también estaba en riesgo de que lo obligaran a incorporar­se al servicio militar ruso”, explica.

Fue así que a fines de abril Natasha –parte de la exigua minoría católica de Kherson (hay apenas 400 católicos, la mayoría son cristianos ortodoxos)– tomó la decisión de escapar. “Nos fuimos en una caravana de varios autos y tardamos tres días porque al principio los rusos no nos dejaron, nos amenazaron y tuvimos que esperar. Nos llevamos solo una valija, un par de mochilas y el gato con su jaula”, cuenta.

Probando que es verdad que hubiera preferido quedarse a pelear contra el invasor ruso, Natasha muestra un video en su celular en el que se la ve enfundada en una bandera ucraniana celeste y amarilla, en una de las masivas protestas en contra de los ocupantes rusos que hubo en Kherson a principios de marzo. “¡Kherson es Ucrania! ¡Kherson es Ucrania!”, gritaba entonces junto a una desafiante multitud desarmada, que se oponía a los soldados enemigos.

“Era el 5 de marzo, los rusos habían ocupado la ciudad unos días antes; todavía hacía frío y ese día les dije a los chicos que iba a ir a comprar pan. Como había que hacer colas larguísima­s y se tardaba horas, era una buena excusa. Pero les mentí para protegerlo­s, no quería que participar­an de esas protestas porque era evidenteme­nte peligroso”, evoca.

Amenazas y desaparici­ones

Los rusos, en efecto, poco a poco comenzaron a reprimir estas manifestac­iones y “algunos activistas comenzaron a desaparece­r”, denuncia Natasha, en una acusación que ya hicieron ante esta enviada diversos testimonio­s.

“Era la forma en que los rusos amenazaban a los demás”, considera Natasha, que confiesa que mientras estuvo en su ciudad, vio escenas de terror. “Un tanque estalló a 100 metros de mi casa y vi los pedazos del cuerpo de un soldado ruso desparrama­dos por ahí. También mataron a un grupo de entre 30 y 50 hombres que intentaron resistirse a los invasores rusos, pero que no tenían armas suficiente­s, cuando trataron de destruir un puesto de control. Sus cadáveres quedaron al menos una semana en un parque, porque los rusos no dejaban que fueran enterrados”, denuncia.

Si bien los rusos que ocuparon Kherson aseguran que más de la mitad de la población de esta ciudad del sur de Ucrania –que antes de la guerra tenía 400.000 habitantes– es prorrusa, para Natasha eso es una enorme mentira.

“La gente demuestra que Kherson es Ucrania pintando nuestra bandera en árboles y en grafitis en las paredes de los edificios. Nosotros siempre hablamos en ruso en Kherson, pero no le pedimos a Putin que viniera a salvarnos, como dice la propaganda rusa”, asegura Natasha. “Si la gente de Kherson realmente fuera prorrusa, cuando llegaron los soldados rusos a la ciudad no habría habido protestas. Y los rusos no habrían tenido que ir a buscar a manifestan­tes en micros para llenar las manifestac­iones en favor de Rusia”.

Aunque hace unos días las nuevas autoridade­s del gobierno local, dependient­es de Moscú, que son ilegítimas, dijeron que iban a pedir que Kherson sea anexada a la Federación Rusa, Natasha espera que semejante escenario no se haga realidad. “Creo en el Ejército de nuestro país, Ucrania, y creo en la ayuda de Dios”, afirma.

Como muchos otros desplazado­s internos, no quiere irse al exterior y pasar a ser una refugiada, como otros 6 millones de habitantes de este país conmociona­do por una guerra que pronto cumplirá tres meses. “Nos ofrecieron ir a Polonia, pero yo no quiero irme, prefiero quedarme en Fontanka y esperar que toda esta locura termine y volver a mi casa”, asegura. “Aunque a los chicos sí les gustaría irse a Polonia o a República Checa, porque así pueden ver otro mundo y porque, además, tienen muchos amigos que ya se fueron y que les dicen de ir”, reconoce.

Si bien el shopping Riviera, bombardead­o hace una semana con dos misiles por Rusia, queda muy cerca de Fontanka, así como Nova Dofinivka, otra localidad atacada que queda a cinco minutos de su nueva casa, Natasha dice que no tiene miedo. “También nos disparaban en Kherson”, asegura.

Entre las pocas pertenenci­as que Natasha se llevó de su casa, muestra, sobre su mesa de luz, una Biblia que le regalaron cuando hizo la primera comunión, de chica. “Las últimas palabras que me dijo el joven cura católico de Kherson, que nunca evacuó, sino que sigue ahí, con los pocos fieles, quedaron grabadas en mi corazón”, revela, finalmente. “Me dijo que los rusos pueden conquistar Kherson y pueden conquistar Ucrania, pero no pueden conquistar el reino de Dios”.ß

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Elisabetta piqué Natasha, junto a sus dos hijos

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