LA NACION

Angustia, dolor y esperanza. La intimidad de las mujeres de los aviadores que combatían en Malvinas

Cecilia Beatriz Pérez y Mirta Chaijale, esposas de dos jóvenes pilotos de combate, eran vecinas en un edificio de la Fuerza Aérea en Mendoza, donde formaron un círculo de camaraderí­a para enfrentar las zozobras

- Texto Constanza Bengochea

Pasaron casi 40 años desde que se vieron por última vez. Mirta Chaijale (64) era una veinteañer­a oriunda de Córdoba capital que, luego de ocho años de novia, se había casado con el piloto Néstor Edgardo López. El flamante matrimonio se instaló en el primer piso, departamen­to C, del edificio de la Fuerza Aérea de la calle San Martín, en la ciudad de Mendoza. “Con Néstor nos conocimos en la infancia, éramos vecinos y mi mamá me contaba que siempre nos peleábamos de niños. Luego, en la adolescenc­ia nos reencontra­mos y no nos separamos más”, cuenta Mirta.

En el mismo edificio, un piso más arriba, vivía otro joven matrimonio procedente de General Pirán, un pueblo que está a 80 kilómetros de Mar del Plata: Cecilia Beatriz Pérez (66), junto a su marido, un oficial de cuadrilla y jefe de sección, Daniel Alberto Paredi y sus tres hijos. “Daniel fue mi novio de siempre. A él le fascinaba volar. Cuando aprendió íbamos juntos, aunque a mí me llevaba de paquete. Primero se recibió de piloto civil y después, a los 18 años, entró en la escuela de aviación. Al recibirse de aviador militar, lo eligieron para pilotear aviones de combate y comenzó a volar el Skyhawk A4C”, dice Cecilia. Los Skyhawk son aviones de caza de origen norteameri­cano.

Tres años antes de la guerra de Malvinas, Cecilia recuerda que Daniel tuvo su “bautismo” en el aire. Fue a raíz del conflicto del Beagle con Chile y agradece que, por la intervenci­ón del Cardenal Samoré, el asunto no llegó a mayores.

“Luego de ese conflicto, la Fuerza Aérea descubrió que sus tripulacio­nes no conocían bien la geografía de la Patagonia, entonces mandó a sus distintos escuadrone­s a volar en el sur para que las tripulacio­nes se adiestrara­n. Como había nacido nuestro tercer hijo, a Daniel le tocó viajar treinta días, en marzo de 1982. En el medio de esa misión, nos enteramos por televisión de la guerra de Malvinas”.

–¿Cuál fue su reacción?

Cecilia: –No me puse para nada contenta porque sentía que no iba a ser fácil. Veía que la gente se reunía en las plazas, celebraban que el país fuese a la guerra, pero dentro mío estaba desesperad­a. No quería que sucediera. Inglaterra era una potencia y nosotros... creo que nadie pensó detenidame­nte en la situación, en la diferencia que había entre ellos y nosotros en cuanto al equipamien­to y armamento. No así en el entrenamie­nto de los pilotos, porque los argentinos tuvieron muy buen desempeño. La realidad era que el material que teníamos era muy viejo, obsoleto. No todos tenían el traje antiexposi­ción o de frío, que es fundamenta­l para prevenir la hipotermia en caso de una emergencia en el mar. También sucedía que a veces las bombas no explotaban o las cartas de navegación eran inexactas.

“Lo único que teníamos eran ‘los huevos’, perdón que lo diga así, de los que jóvenes que fueron a la guerra, eso era lo único que tenía la Argentina. No teníamos equipamien­to”, añade Mirta.

“Como si la guerra no existiera”

Fue entonces cuando el edificio de la Fuerza Aérea se despobló de hombres y quedaron solo las mujeres y los niños. Cecilia recuerda “como si fuese ayer” los días en que se juntaban a rezar por sus maridos. “Empezamos unas pocas y cada día fuimos más. Nos juntábamos a rezar el rosario y después cenábamos todas juntas. Muchas veces era en mi casa porque yo tenía un bebe recién nacido. El tema fue cuando empezaron a faltar. De pronto, nos dábamos cuenta que varias dejaron de venir y era porque sus maridos habían muerto en combate. Eso era duro. Los chicos también lo sufrían, se ponían nerviosos. Aunque no sabían exactament­e lo que estaba pasando”, dice. Luego llegaron los llamados telefónico­s. Desde la base llamaban a uno de los departamen­tos y allí las esposas hacían fila para hablar con sus parejas.

–¿De qué hablaban?

Cecilia: -Yo hablaba de cualquier cosa, menos de la guerra. Le contaba sobre los chicos. Yo siempre trataba de que él estuviera contento y tranquilo. Y nos transmitía­mos ánimo. Muchas esposas de compañeros lloraban cuando hablaban... yo jamás lloré. Hablábamos como si no existiera la guerra. Siempre me despedía diciéndole ‘mañana hablamos’.

Por el estrés de esos días, el parto de Mirta se adelantó y el primer hijo del matrimonio cordobés nació el 29 de abril. “Fue parto natural, pero a Néstor no lo dejaron venir enseguida, llegó a Mendoza para conocer a su hijo 10 días después”, recuerda y cuenta cómo la impactó ver el “deterioro físico” que tenía su marido.

“Antes no se hablaba como uno lo hace ahora. Él no me contaba nada de lo que vivían, pero de verlo me imaginaba”, dice Mirta. Y Cecilia coincide: “Una vez mi marido vino a visitarme y solo estuvo dos días y medio. ‘Yo me tengo que volver porque allá están matando a mis compañeros, mis amigos’, me dijo Daniel y con todo el dolor del alma, volvió”, recuerda.

A Cecilia aún la conmueve recordar el día que con una vecina, Marta, y los hijos de ambas, fueron al parque. “Cuando volvimos había dos oficiales y un sacerdote parados en el pasillo. Enseguida las dos pensamos mal, pero ninguna dijo nada hasta que uno de los visitantes dijo: ‘Desapareci­ó Daniel’. Yo no pude decir ninguna palabra porque se me estrujó el corazón y mi vecina dijo ‘¿Qué Daniel?’, porque nuestros maridos, los dos, se llamaban igual... y dijeron el apellido del otro. Inmediatam­ente fuimos las dos adentro y nos pusimos a rezar esperando que apareciera, les cambiamos los pañales a los chicos y luego preparamos la cena. Vivimos un calvario de dos días hasta que nos llamaron para decirnos que Daniel había aparecido. Fue tanta la alegría que hicimos una pequeña fiesta en el palier, con los chicos y unos globos. Algo sencillo, mucho no teníamos porque los sueldos siempre fueron magros. La idea era festejar. Pero a las 48 horas esos hombres volvieron para decirnos que se habían equivocado y que Daniel, el esposo de Marta, había muerto. Fue terrible. Tenían tres hijos y la situación fue tan traumática”, recuerda Cecilia.

“En el edificio vivíamos en un clima de angustia. Nos veíamos entre nosotras con los ojos llenos de lágrimas, pero ninguna decía nada. Afuera, la gente vivía en otra dimensión. Pienso que nadie entendía realmente la guerra. Yo tenía miedo y me sentía débil. Vos hablabas con tu marido y no sabías si al otro día iba a estar muerto. Ni me quería enterar cuando fallecía alguno de los pilotos porque me ponía muy mal. Todas dormíamos pensando que en cualquier momento te tocaban la puerta. Era inevitable, todas vivíamos con ese temor”, añade.

Mientras ellas resistían en sus hogares, sus esposos realizaban peligrosas maniobras con sus aviones para volverse “invisibles” ante los radares ingleses. “Volaban de noche, al ras del agua para que no los detectase el radar de los ingleses. Tenían que tener cuidado de que un ala no tocase el mar porque se estrellaba­n. El parabrisas se llenaba de sal y no podían ver. También se ataban las cartas de navegación en la pierna y muchas veces no estaban tan claras. Muchos no tenían los trajes y, cuando se eyectaron y cayeron al mar, murieron congelados. Así y todo, los pilotos argentinos se destacaron en el conflicto bélico por su gran destreza”, dice Cecilia.

Apenas un año de casados

Aunque Cecilia y Mirta comparten la experienci­a de la guerra, sus historias tienen finales antagónico­s. Mirta recuerda con tristeza la última vez que vio a Néstor, pero agradece a la distancia haber podido –de un modo no convencion­al– despedirse. “A él lo enviaron a Córdoba para notificar la muerte de un compañero. Estuvo unos días allá y pudo ver a la familia. Pienso que de alguna manera fue como una despedida. Luego, pasó por Mendoza para estar conmigo. Me acuerdo que esa vez, al bajar, tocó el portero eléctrico y me dijo: ‘Ya vuelvo. Vos no te preocupes. Me voy a cargar a un par de ingleses y vuelvo’. Pero no volvió más. No llegamos a cumplir un año de casados. Murió el 21 de mayo”, recuerda.

La muerte, un shock

La noticia de la muerte de Néstor encontró a Mirta en Córdoba. Ella, por pedido de su marido, había viajado a su ciudad natal para presentar en familia al recién nacido, que aún no había cumplido un mes de vida. “Estaba mirando por la ventana de la casa de mi mamá y los vi. Me acordé enseguida lo que Néstor me había dicho: ‘Si alguna vez, ves un auto verde con un cura, un compañero o un oficial de mayor rango, olvídate de mi: significa que estoy muerto’. Y fue así. Ese momento, en el que me dieron la noticia, no lo recuerdo bien porque entré en shock. Dicen que mis gritos se escucharon en toda la cuadra”, cuenta Mirta.

–¿Supo cómo murió Néstor?

Mirta: -Nunca supimos realmente lo que le pasó, me dijeron que sobrevolab­a el Puerto Christmas, en la Isla Soledad y un misil impactó en su avión y cayó al mar. Pero también le dijeron algo parecido a otro compañero y los relatos se contradecí­an. La Cruz Roja después me dijo que encontraro­n a Néstor muerto en un bote salvavidas. Está enterrado en el cementerio de Darwin, en las islas. A los 10 años fui a visitar la tumba y de alguna manera fue como cerrar el eslabón de una cadena.

–¿Cómo siguió su vida desde ese entonces?

Mirta: –Creo que la vida te compensa. Pude salir adelante con un bebé. Me siento orgullosa de haberlo logrado. Claro que tuve el apoyo de la familia. Yo era muy joven y él también. Me complace haberle dado un hijo. No reniego de nada de lo que pasó, aunque hasta el día de hoy no entiendo por qué fue la guerra. Pienso que es el destino.

Distinta fue la suerte de Cecilia. A fines de junio Daniel volvió a su hogar y por su ‘valor y heroísmo en defensa de la patria’, recibió una medalla al Valor en Combate. “El día que terminó la guerra fue triste, de los 16 aviones que fueron solo volvieron siete. Se perdieron nueve aviones y ocho pilotos falleciero­n. Fue muy doloroso ver eso y que a los que volvieron nadie los fue a recibir, solo las esposas y nadie más, ni civiles ni oficiales de rango”, dice Cecilia.

Cuando terminó el enfrentami­ento, el matrimonio se trasladó a Tandil porque a Daniel lo destinaron allí para volar el Mirage y alcanzó el grado de brigadier, con el cual se jubiló hace algunos años.

–¿Tuvieron algún tipo de contención psicológic­a después de la guerra?

Cecilia: –No, mi marido no tuvo una contención psicológic­a, tampoco la tuvieron las viudas.

Mirta: –La Fuerza Aérea no me ayudó. Todo era demasiado burocrátic­o. A los cuatro años de la muerde de Néstor me volví a casar y cuando lo hice me sacaron la obra social y la pensión.

–Pasaron cuatro décadas desde la guerra de Malvinas. ¿Cómo analizan el enfrentami­ento?

Cecilia: –Me gustaría que se visualice lo que pasó, que los chicos no se pierdan esta parte de la historia, porque los más jóvenes no saben todo lo que se sufrió y eso me apena. Hubo muchos soldados que no estaban preparados para la guerra y no se los ayudó como necesitaba­n, por eso años después, muchos terminaron con su vida. Pienso que necesitan un reconocimi­ento digno, incluso económico. Un reconocimi­ento que esté a la altura de su entrega. Es algo que se lo deben los gobiernos y el pueblo argentino. En definitiva, ellos dieron todo para recuperar las islas.

Mirta: –La guerra fue un absurdo, la decisión de un inepto. Y, como pasa ahora, toman decisiones y no les importa el pueblo, el país.

El edificio de la Fuerza Aérea se despobló de hombres y quedaron solo las mujeres y los niños

 ?? ?? Mirta Chaijale y Néstor Edgardo López, que falleció en Malvinas; a la derecha, Cecilia Beatriz Pérez junto a su marido, Daniel Alberto Paredi
Mirta Chaijale y Néstor Edgardo López, que falleció en Malvinas; a la derecha, Cecilia Beatriz Pérez junto a su marido, Daniel Alberto Paredi

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