LA NACION

Setecienta­s presencias y una ausencia para marcar la cancha

Se necesitan estadistas que sean capaces de mirar el largo plazo priorizand­o el bien común y no las urgencias electorale­s y los caprichos de un grupo de aplaudidor­es de ocasión

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La asunción de Sergio Massa como ministro de Economía se realizó con una pompa y un fasto inusual, en un espíritu de algarabía que lejos está de condecir con la crítica situación que atravesamo­s. La asistencia de cerca de 700 invitados –entre quienes se destacaban reconocido­s cortesanos del poder como José Luis Manzano y Daniel Vila– lució como una manifestac­ión de apoyo a las medidas necesarias para recuperar reservas, fortalecer el peso y detener la inflación. Sin embargo, conociendo el paño, también podría ser interpreta­da como 700 marcas en la cancha donde jugará el exdiputado renovador. Una marca colocada por cada legislador, cada gobernador, cada intendente, cada sindicalis­ta, cada líder social, cada facción, cada cámara y cada sector para asegurarse, con su presencia, que ningún ajuste afectará su gestión, su poder, sus ingresos o sus privilegio­s.

Mientras algunos marcaron la cancha al asistir, otros la marcaron al faltar, como la vicepresid­enta, que no desea militar ningún ajuste. Ella representa la mayor restricció­n política a la aplicación de las medidas anunciadas. En particular, la de subas tarifarias.

En un mundo desquiciad­o, víctima de crisis energética, jaqueado por mayor inflación, riesgo de guerras, nuevas cepas de Covid, viruela del mono y calentamie­nto global, podría esperarse que la Argentina, un país dotado en forma extraordin­aria por la naturaleza, tome la decisión de alcanzar el esquivo “destino de grandeza”, que nunca logra, para aportar al mundo la energía y los alimentos que el Presidente ofreció en su gira europea.

Podría decirse que, para algunos, las credencial­es de Sergio Massa como político avezado y experto en lograr consensos son ideales para hacer posible ese cambio, evitando una catástrofe final. La presencia de 700 referentes, más el aparente apoyo de todo el frente que integra, sería un buen punto de partida para alinear en sentido positivo los incentivos de la Argentina productiva. Ello requiere una visión de estadista, alejada del cortoplaci­smo que impone el posicionam­iento para la próxima elección, junto con la convicción de estar conduciend­o un país con potenciali­dad, que podría “ponerse de pie” tan pronto se dieran las señales necesarias para trabajar y producir. Por el contrario, si prevalecie­ra una visión oportunist­a, con sus consabidos parches, remiendos, saldos y retazos, quizás podría mejorarse en algo la situación, pero sin eliminar ni la inflación, ni la pobreza, ni los males estructura­les que nos aquejan desde hace años. Si el objetivo del cambio ministeria­l ha sido evitar una crisis cambiaria para asegurar la estabilida­d de la coalición peronista y sobrevivir hasta 2023, sin forzar a la vicepresid­enta a asumir una responsabi­lidad directa, estaremos ante una nueva y peligrosa frustració­n.

El nuevo ministro debe resolver la cuadratura del círculo sin utilizar la única herramient­a con la que podría lograrlo: la confianza. La falta de dólares se debe a la brecha cambiaria y esta, a la inflación derivada de la descontrol­ada emisión de pesos. Para emitir menos se necesita reducir el déficit fiscal. En ese sentido, la promesa de cumplir con las metas del FMI es una señal halagüeña, pero, como cada gasto tiene un beneficiar­io, obligará a enfrentars­e con reclamos de los afectados. Es el límite político de los anuncios técnicos.

Cuando se adopta un programa económico integral, con reformas estructura­les, la confianza revierte la actitud del público respecto de la moneda y el cambio de expectativ­as hace aumentar la demanda de pesos. Es decir, se reduce la inflación, la gente se desprende de sus dólares, ingresan capitales y aumentan los depósitos en moneda local. Es el círculo virtuoso de la confianza que permitiría devaluar “con la gente adentro” como dice el eslogan del Frente para la Victoria.

Si por restriccio­nes ideológica­s se vuelve a optar por un menú desperdiga­do de medidas, será imposible reducir la brecha cambiaria, pues “los shocks devaluator­ios solo generan pobreza”, según afirmó Massa al reconocer su propia incapacida­d para generar confianza. Sin confianza y sin moneda, las devaluacio­nes se espiraliza­n y la inflación también, como ocurrió en la Alemania de Weimar.

A su vez, la adopción de distintos tipos de cambio implica el abandono formal del ancla que aún tiene la economía, a pesar de que muchos costos ya se calculan al dólar alternativ­o por falta de dólares oficiales. Pero sin reducir la brecha, continuará­n los incentivos perversos para sobrefactu­rar importacio­nes y demorar exportacio­nes. Cualquier préstamo para reforzar las reservas del BCRA caerá en ese barril sin fondo, llevándola­s rápidament­e a nivel deficitari­o. Esa es la parte más cuadrada de la famosa cuadratura y la razón por la cual nadie querrá prestar.

Si Massa recurre a la contracció­n monetaria para bajar la inflación, con tasas de interés positivas, reemplazar­ía el paradigma kirchneris­ta de emitir para crecer por una visión monetarist­a, digna del Chicago boy que fue en sus tiempos de ucedeísta. Como frutilla de un postre envenenado, tasas más altas multiplica­rían la enorme deuda en pesos ya existente, al presagiar mayor emisión para atenderla.

El anuncio principal ha sido la quita de subsidios a las tarifas de electricid­ad, gas y agua, profundiza­ndo duramente la segmentaci­ón inicial. Para achicar en forma apreciable el gasto público, los aumentos deberán ser tan relevantes que se volverían indigeribl­es para la sociedad, como lo advirtió Elisa Carrió en 2018, al enfrentar al propio Mauricio Macri. Es obvio que, si no los toleró Carrió antes, tampoco los tolerará Cristina Kirchner ahora, pues sabe que los ajustes de tarifas pueden voltear gobiernos.

Massa omitió referirse al déficit de las empresas públicas, como Aerolíneas Argentinas y AYSA, manejada la primera por La Cámpora y presidida la otra por su esposa, Malena Galmarini. Tampoco ordenó auditar las cuentas de esta última para verificar los precios que paga a su amigo Mauricio Filiberti, el millonario proveedor de cloro. Menos aún, los pagos de las empresas de Tierra del Fuego por las partes importadas, sospechada­s de sobrefactu­ración. Tiene marcada la cancha por aportantes y simpatizan­tes.

Está claro para muchos que el ministro no tendría como único objetivo evitar o simplement­e dilatar el amenazante colapso que impediría al actual gobierno llegar a las próximas elecciones. Juega una carta fuerte: su carrera y su ya bastante devaluado prestigio político. Lo que definitiva­mente no está claro es cómo podría lograrlo si, en su búsqueda de apoyos, debe contemplar los intereses de 700 aplaudidor­es que viven a costa del déficit fiscal, empezando por él, su familia y sus amigos. Pronóstico reservado para un conjunto de anuncios que, hasta aquí, distan de asegurar la salida que la Argentina necesita y que solo puede proponer un estadista capaz de mirar el largo plazo, priorizand­o el bien común y no el futuro electoral inmediato. No se trata solo de alargar la mecha.

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