LA NACION

Historias entre medianeras

Tras una demolición, las huellas de los viejos edificios quedan impresas en los muros lindantes, como una invitación a soñar

- POR CAROLA GIL » para LA NACION

En una esquina tiraron abajo un viejo caserón de varios pisos y los restos de un conventill­o que se encontraba al lado, segurament­e para construir un moderno edificio de paredes que brinden una dudosa privacidad y alberguen vecinos entusiasma­dos por los espejitos de colores de un salón de usos múltiples o SUM. La verdad es que no es tan salón ni sus usos tan múltiples, apenas algunos asados y cumpleaños infantiles. Sin embargo, la triste suerte que corrió el edificio original dejó impreso sobre la medianera un rompecabez­as gigante que permite rearmar (con un poco de imaginació­n) los diferentes espacios que formaron lo que alguna vez fue la casa. Los ángulos rectos de los escalones de la escalera a los pisos superiores, alguna arcada de ingreso, las marcas de los cuadros que estuvieron colgados allí y dejaron su impronta sobre la pintura. ¿Serían originales? ¿O se trataría de fotos familiares enmarcadas? Sin embargo, lo que más me gusta es encontrar las tramas de la decoración interior de cada ambiente. En este patchwork inmenso reconozco un cuadrado de azulejos de lo que segurament­e fue un baño remodelado en los años 50 (el color y el tamaño de los azulejos lo delata). Al lado, los restos descolorid­os de un empapelado de flores; más azulejos (de cocina esta vez) y jirones de lo que habría sido un ambiente entelado con un estampado en flores de lis y hojas de acanto como las que se acumulan arriba de una columna corintia. Sigo con la mirada los restos de lo que debió haber sido un cuarto con boiserie (solo quedan remanentes inutilizab­les de madera, lo otro ya debe haber sido vendido) hasta un rectángulo blanco (¿un pasillo?) con una mancha que desde lejos parece carbonilla esfumada, la huella de una estufa a gas que no debía quemar tan bien.

Mirando los rectángulo­s planos trato de recrear cada habitación e invento los personajes que vivían y circulaban por ahí. Como en una casa de muñecas gigante, con ese corte transversa­l que permite espiar lo que sucede en cada en cada uno de los ambientes en simultáneo y sin que sus diminutos ocupantes se den cuenta de que uno los espía en sus vidas cotidianas, voy reconstruy­endo escenas. Ahí se dormía, bajando la escalera se llegaba a ese comedor que tiene una mesa alargada para una familia grande y más allá un living con sillones en el que todos se reunían al final del día. En ese corte transversa­l espío también por un momento en el pasado que ya no está.

Las casas de muñecas europeas del siglo XVI no eran tal como las imaginamos hoy y se asemejaban más bien a una vitrina con estantes y divisiones. Un frente de vidrio que podía abrirse y cerrarse (aunque permanecía cerrado la mayor parte del tiempo), dejaba ver una estructura con espacios que representa­ban con minucioso detalle los diferentes ambientes de un hogar ideal. En su interior, paredes empapelada­s con diseños de pájaros y flores creaban el telón de fondo para elaboradas miniaturas de muebles y objetos decorativo­s. Eran una suerte de trofeo para sus dueños y estaban sabiamente fuera del alcance de las manos de los niños. Eran cosa de adultos.

Otras versiones en la historia de las casas de muñecas incluyeron las llamadas cocinas de Núremberg. Ya hechas de metal, con menos ornamentac­ión y fines mayormente utilitario­s y pedagógico­s, algunos historiado­res sostienen que tenían el propósito de otorgarle cierto halo de fascinació­n a las clásicas tareas de la casa y la cocina para que las niñas se inclinasen por actividade­s en teoría propias de su género. Bajo la instrucció­n de su madre, una niña aprendería a través del juego cómo conducir un hogar, moviendo cocineros y sirvientes por los diferentes ambientes y esperando cumpliesen con sus precoces directivas.

La casa de muñecas de mi infancia no estaba entre mis juguetes favoritos. Prefería una caja registrado­ra con números digitales y la clásica campanilla que sonaba cuando se abría y retiraba el dinero, que salvo por su tamaño se veía casi real. Eso y la pistola de cebitas cuando quise ser uno de los Ángeles de Charlie. También fui cowboy, princesa, odalisca de siete velos, bailarina clásica y maestra de grado al frente de una clase de muñecos silencioso­s pero muy buenos alumnos.

¿Qué conclusion­es sacaría un observador que hace un corte transversa­l de los espacios que habitamos hoy? Me pregunto qué vería alguien que desde afuera nos observa movernos entre nuestros muebles, nuestros objetos, los cuadros que cuelgan de las paredes, sentados en nuestros sillones con sus tapizados, acariciand­o un gato o acostados en una cama con la luz de pantalla de computador­a que ilumina una habitación a oscuras como esa en la que estoy ahora, escribiend­o esta nota.ß*

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Para el curioso, una fachada expuesta, único vestigio de algún edificio recienteme­nte derribado, permite imaginar quiénes vivieron antes allí,
cómo era su hogar y qué tipo de vida llevaban en el día a día
CORTE TRANSVERSA­L Para el curioso, una fachada expuesta, único vestigio de algún edificio recienteme­nte derribado, permite imaginar quiénes vivieron antes allí, cómo era su hogar y qué tipo de vida llevaban en el día a día

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