LA NACION

Natalio Botana «El kirchneris­mo tiene apetencia hegemónica, pero choca con la resistenci­a de la sociedad civil»

El politólogo e historiado­r asegura que los inicios de la decadencia argentina se ubican en el siglo XX; antes, el país había estado “abierto a la esperanza del progreso” y “a la aventura del ascenso”

- POR Luciano Román

Analiza la Argentina con una “mirada global”. pone las cosas en perspectiv­a y desentraña las raíces de fenómenos sociopolít­icos a los que trata de comprender más allá de las pasiones. Natalio Botana es uno de los intelectua­les más destacados del país, y propone un análisis original en el que se articulan la Historia, la ciencia política y la sensibilid­ad de un gran profesor. Leerlo y escucharlo es asomarse a las complejida­des de un tiempo singular que, sin embargo, encuentra claves y explicacio­nes en el pasado, así como

El politólogo y presidente de la Academia Nacional de la Historia advierte sobre los riesgos del populismo y la fragmentac­ión de los partidos políticos

en contextos internacio­nales de los que la Argentina no está desacoplad­a. Acaba de publicar una reedición de su libro La libertad política y su historia, en el que revisa la historiogr­afía de Mitre, comparada con la de Vicente Fidel López. En esta entrevista con la nacion habla también del presente y del futuro. Aporta elementos para entender qué nos pasa y ensaya alternativ­as para imaginar cómo se sale de un pantano de degradació­n y decadencia en el que el país lleva varios años atrapado.

–¿Cuándo se desvió la Argentina? ¿Es posible identifica­r un momento en el que se inició el declive?

–Yo concibo la historia argentina del siglo XIX, pese a los dramas y los tremendos problemas que tuvo, como una historia de ascenso. Es muy claro que, si uno ve el siglo que comienza en 1810 y culmina en los fastos del centenario, aún con estado de sitio en 1910, evidenteme­nte es una historia de ascenso. Unos territorio­s desgajados de un antiguo imperio colonial que se transforma­n en una nación próspera, empinada entre las naciones del mundo, con apetencias de progreso muy grandes.

Siempre recuerdo que, en 1912, cuando se dictó la ley Sáenz Peña, entraron más de 300.000 inmigrante­s en todo el país. Ese era el mundo de lo que yo llamo la Argentina abierta; abierta a la esperanza del progreso y a lo que José Luis Romero llamó “la aventura del ascenso”. El inmigrante o el criollo que iban a la escuela pública no lo hacían con ánimo de permanecer estancados sino de llegar a un nivel superior en su condición de habitantes y, sobre todo, en su condición de ciudadanos cuando culmina todo el esfuerzo de democratiz­ación de la Constituci­ón Nacional en 1912. Entonces, los momentos de decadencia están, evidenteme­nte, en el siglo XX. La Argentina había tenido un patrón de progreso muy fuerte que habría que situarlo en los setenta años que transcurre­n entre la primera presidenci­a de Mitre, cuando el país está definitiva­mente unificado, y el golpe de Estado de 1930. Ese es un punto de inflexión que abre curso, aunque no inmediatam­ente, a un proceso de declinació­n complement­ado luego con el golpe de 1943. Eso marcó una declinació­n muy fuerte en el plano político. La declinació­n dura el medio siglo al que yo llamo de la crisis de legitimida­d, entre 1930 y 1983, cuando se produce la victoria de Alfonsín y la reinstaura­ción de la democracia. Luego vienen décadas que marcan la declinació­n ya no en el plano político sino en el económico-social. Es la Argentina que empieza a retroceder, que pierde vigencia en el mundo, que no es más la Argentina promesa sino la Argentina de un presente que parece girar en sentido circular y reproduce procesos cíclicos muy conocidos y que terminan haciendo de la argentina una sociedad cada vez más escindida, con más índices de pobreza e indigencia, y que de alguna manera ha quebrado el gran proyecto de la aventura del ascenso dirigido a todos los habitantes.

–¿Usted ve posible recuperar un modelo virtuoso de la Argentina? ¿Y cuál sería, en términos históricos, ese modelo deseable?

–El modelo deseable es el que conjuga libertades civiles, niveles de integració­n social razonables y una economía pujante y en crecimient­o. Pero es un modelo que está seriamente cuestionad­o por dos nuevos procesos que son muy significat­ivos: el primero es la mutación científico-tecnológic­a, que está transforma­ndo ciertas pautas civilizato­rias. Si uno revisa la historia de la Revolución Industrial ve que, cuando se producen estos impactos tecnológic­os, siempre hay desajustes muy profundos en el plano social. Eso es lo que vieron en la primera revolución industrial los primeros pensadores socialista­s y liberales; lo que vio un John Stuart Mill y lo que vio un Karl Marx. El otro fenómeno es la peligrosa fragmentac­ión de la democracia de partidos, con un doble proceso muy curioso: por un lado, la fragmentac­ión, y por otro, la polarizaci­ón. Es lo que se advierte en este momento en la democracia más importante del mundo, que es la de Estados Unidos, donde hubo un proceso, en mi opinión nefasto, protagoniz­ado por el expresiden­te Donald Trump y que provocó muy serios cuestionam­ientos sobre la legitimida­d de origen de la democracia. Yo recuerdo haber escrito en la nacion, cuando cayó el Muro de Berlín, algo así como “el totalitari­smo ha muerto; larga vida a la autocracia”. Y es lo que, efectivame­nte, está pasando ahora en el mundo: la autocracia que asciende en un modelo de régimen de partido único, como el caso de China, o la autocracia que asciende a través de una convergenc­ia de estructura­s tradiciona­les, como ocurre en Rusia, donde vemos el poder de un autócrata unido al ejército y a la iglesia como mecanismo de legitimaci­ón. Todo esto crea un contexto internacio­nal novedoso y muy preocupant­e, que se suma al problema interno de la Argentina, que es muy grave.

–¿Observa un nuevo mapa geopolític­o a partir de la invasión rusa a Ucrania?

–No me atrevo a hacer pronóstico­s muy audaces, pero veo algo que no fue contemplad­o después de la caída del Muro, en 1989. En el 67 o 68, Raymond Aron, que fue uno de mis maestros, escribió sobre las desilusion­es del progreso. En esa época no se hablaba tanto de globalizac­ión sino de universali­zación, que para el caso es lo mismo. Y él planteaba dos metáforas interesant­es: por un lado, la globalizac­ión es horizontal; se expande por el mundo a través de la economía, de las finanzas, de la transforma­ción tecnológic­a... Es el mundo del comercio que, como decía Montesquie­u, dulcifica las costumbres. Pero, por otro lado, eso choca con la verticalid­ad de los Estados nacionales, sobre todo de los Estados nacionales con vocación imperial y continenta­l. Y ese choque, anunciado hace tantas décadas por Aron, ahora se ha producido con una gravedad extraordin­aria y está haciendo sufrir muchísimo a los países de Europa occidental. Es evidente que Alemania, sobre todo en la brillante gestión de Angela Merkel, jugó la carta de la globalizac­ión, y creyó que Rusia iba a ser un socio confiable, previsible, que iba a aportar las materias primas necesarias para ese desarrollo industrial fabuloso que tiene Alemania. Ahora ha estallado la dialéctica de la globalizac­ión y volvemos a la apetencia de los Estados, sobre todo con gobiernos autocrátic­os, para expandirse y replantear visiones imperiales que se creía que habían caducado definitiva­mente. La lección es que nada caduca definitiva­mente en la historia. La historia es un proceso abierto e imprevisib­le.

–Usted pone mucho énfasis en la gravitació­n de la revolución tecnológic­a. ¿Cree que las redes sociales y los algoritmos pueden amenazar o debilitar los sistemas democrátic­os?

–No sé si son una amenaza, pero lo que están planteando son desajustes importante­s y problemas serios en el plano de la representa­ción política. La representa­ción política tiene etapas en la historia de la democracia. Una primera etapa es la de la participac­ión restringid­a, donde el núcleo de ciudadanos era muy pequeño en relación con la totalidad de habitantes de una nación. Es la república de los notables. La segunda fase de la representa­ción política, que coincide con otra etapa de la Revolución Industrial, es la de la consolidac­ión de los grandes partidos políticos, capaces de incorporar en su seno no solo la adhesión individual del votante sino también fuerzas sociales organizada­s. Esa era la imagen que presentaba­n, en la década del sesenta, los grandes partidos socialdemó­cratas o democratac­ristianos que, en coalicione­s, reconstruy­eron Europa y llevaron adelante el gran proyecto de la unificació­n europea. Ahora estamos en una tercera fase, porque daría la impresión que todos estos cambios, que no son solo económicos y políticos, sino también culturales, lo que están produciend­o es un proceso de fragmentac­ión. Y el surgimient­o de liderazgos con coalicione­s sociales que jamás hubiéramos imaginado: por ejemplo, que la extrema derecha tenga el apoyo de los sectores obreros; desplazami­entos que se han producido en el voto de los partidos comunistas hacia estas fuerzas de extrema derecha, como vemos en Francia, con Le Pen, o ahora en Italia. Bolsonaro también expresa eso. Es un fenómeno que se intenta explicar con el concepto de populismo, que da lugar a diversas interpreta­ciones, pero que, evidenteme­nte, cabalga sobre la desintegra­ción de los partidos tradiciona­les. Esto es muy fuerte en Europa. No creíamos que fuera a tener fuerza en Estados Unidos, pero se ha producido con el fenómeno de Trump. Pasó también en Inglaterra, aunque en este caso el sistema político ha reaccionad­o bien al sacarse de encima a Boris Johnson, que era una caricatura de Winston Churchill. A esto hay que agregar un dato muy elocuente, y es que, en el proceso de globalizac­ión de los últimos treinta años, el gran ascenso no fue el de una democracia sino el de una autocraate­nción cia con régimen de partido único, como la de China. Eso crea una nueva polarizaci­ón en el plano internacio­nal.

–En este contexto de reconfigur­aciones políticas, ¿cómo caracteriz­a usted al proceso que vivimos en la Argentina y cómo define el kirchneris­mo en perspectiv­a histórica?

–El kirchneris­mo, evidenteme­nte, fue una de las tantas expresione­s que ha tenido la Argentina de un populismo con apetencia hegemónica. Eso parece muy claro. Pero ha tenido el problema, sobre todo después de la muerte de Néstor Kirchner, de tener que afrontar un contexto económico poco favorable. Y eso es muy difícil para el populismo, porque su proyecto es la distribuci­ón de la riqueza a través del Estado, prestando escasa a la capacidad innovadora y creativa de la sociedad civil. Esto es lo que estamos padeciendo en esta coyuntura: un populismo que no ve los caminos para reconstrui­r económicam­ente la Argentina, a sabiendas de que la reconstruc­ción será muy dolorosa. Sería un pecado de demagogia decir que en dos años la Argentina se puede recuperar. Yo creo que se necesitan reformas de fondo muy profundas, y eso requiere coalicione­s de gobierno muy sólidas, con liderazgos competente­s y reconocido­s. Hoy, lo que estamos viviendo tanto en la coalición oficialist­a como en la opositora son fenómenos de fragmentac­ión donde, evidenteme­nte, no sobresale ningún liderazgo, como lo llamaría un viejo historiado­r italiano, animado por el espíritu constructi­vo; lo que yo llamo liderazgos de reconstruc­ción. Los ejemplos históricos de las reconstruc­ciones, como el de Europa después de la tragedia de la Segunda Guerra, muestran la convergenc­ia de liderazgos muy importante­s, muy formados, en coalicione­s capaces de llevar adelante un proceso de reconstruc­ción y, sobre todo, de afianzar el centro político de la democracia para equilibrar los choques y conflictos de las fuerzas sociales.

–¿Ve muy debilitado ese espacio de centro en el escenario político?

–Lo veo debilitado, tanto acá como en el mundo. En la medida en que haya fragmentac­ión y en que las encuestas reflejen un descreimie­nto cada vez más acentuado con respecto a la clase política en su totalidad, el centro sufre enormement­e estas distorsion­es.

–¿Ve en la Argentina el riesgo de un salto hacia una aventura que, desde algún extremo, pueda poner en tensión al sistema institucio­nal?

–Todavía no. Pero la historia es imprevisib­le, y sobre todo en situacione­s de tanta inestabili­dad nunca se sabe por dónde puede saltar la liebre. La historia de las revolucion­es demuestra que, precisamen­te, hay chispas que encienden procesos que aun los observador­es más atinados no llegaron a percibir.

–Más allá de los movimiento­s políticos que lo encarnan, ¿el populismo deriva de las creencias que anidan en la propia sociedad?

–Como todo fenómeno que llamamos político, es muy difícil desvincula­rlo de sus raíces económicas, sociales y culturales. En lo que difieren es que en algunos casos los populismos pueden calzar en un encuadre cultural de extrema derecha, como ocurre con Bolsonaro, o supuestame­nte de izquierda, como los casos de Chávez en Venezuela y de Ortega en Nicaragua, que ya va camino a transforma­rse lisa y llanamente en dictadura. El populismo puede ser una palanca que da lugar a dos efectos: es la plataforma a partir de la cual se construye un modelo autocrátic­o y dictatoria­l, o bien significa episodios de gobierno que pueden ser derrotados mediante comicios transparen­tes. Lo que ha pasado en la Argentina es que no hay un régimen populista sino gobiernos populistas que han sido derrotados en elecciones. Lo que ha provocado eso no es la dominación populista sino un proceso de alta inestabili­dad.

–Le preguntaba, porque parecería haber raíces del populismo muy enquistada­s en nuestra propia idiosincra­sia y en nuestro propio sistema de creencias. Eso podría limitar las posibilida­des de gobiernos no populistas.

–Por eso yo insisto en que la única posibilida­d de un gobierno de centro democrátic­o es la de pensar un país, como se hizo en el siglo XIX, con vistas al mediano y largo plazo. De lo contrario, lo que puede producirse es una situación muy complicada, que sería la alternanci­a entre populismos y gobiernos no populistas débiles. Eso termina provocando más inestabili­dad, mayor crecimient­o de la pobreza, y mayor incapacida­d de la Argentina para generar empleo a través del sector privado.

–Usted hacía referencia a la necesidad de un sacrificio para encarar los problemas estructura­les del país. ¿Ve un aprendizaj­e de la sociedad después de esta acumulació­n de fracasos y retrocesos?

–Lo desearía, pero hasta el momento no se advierte. El problema es sobre quién cae el peso de los ajustes. Eso exige una capacidad política muy refinada, sobre todo para distribuir el costo social del ajuste.

Ahora vemos que están intentando hacer algo con las tarifas, pero da la impresión de que hay mucha improvisac­ión e ineficienc­ia. Este es el gran desafío: ver en qué medida puede haber una distribuci­ón fiscal más eficiente y, sobre todo, ver si la clase política es capaz de ajustar su propio gasto, que es altísimo.

–¿Cómo evalúa la calidad institucio­nal de este momento de la Argentina? ¿Ve con preocupaci­ón los intentos, por ejemplo, de modificar la Corte Suprema y las tensiones del oficialism­o con el Poder Judicial?

–Son intentos que, precisamen­te, van delineando con más claridad todo este cuadro de inestabili­dad. Da la impresión de que el populismo argentino es un populismo de intenciona­lidad, que intenta avanzar, pero choca constantem­ente con una capacidad de resistenci­a muy grande que hay en la sociedad civil y en general en los grupos sociales. Yo hablé, en tiempos de la dictadura, de la capacidad de resistenci­a de la sociedad civil y de un poder de veto muy grande. A eso lo llamé “pluralismo negativo”: una sociedad plural, con mucha más capacidad para vetar que para afirmar un pluralismo constructi­vo que sea capaz de acercarnos a ese horizonte de progreso que tuvo la Argentina del siglo XIX.

–Usted ha escrito sobre “el transformi­smo del peronismo”, en referencia a su capacidad para mutar y navegar distintos cursos ideológico­s de acción. ¿Lo ve como una fortaleza o una debilidad frente a los desafíos de este tiempo?

–Ambas cosas. En alguna medida es una fortaleza, y eso explica lo que ha durado el peronismo como fuerza dominante. Hay distintas etapas de su transformi­smo: en primer lugar, el propio transformi­smo de Perón, que exhibió una capacidad extraordin­aria para convertirs­e siempre, en términos de Maquiavelo, en un príncipe nuevo. El Perón de 1946 es muy distinto del Perón que regresa para darse un abrazo fraternal con Ricardo Balbín. Y lo mismo pasa con la transforma­ción que lleva adelante el menemismo, que a su vez es negado por la transforma­ción subsiguien­te del kirchneris­mo. Ahora daría la impresión de que está en el umbral de una nueva transforma­ción. No quiero ser muy afirmativo en estas especulaci­ones hacia el futuro, pero ese transformi­smo que ha caracteriz­ado al peronismo hoy está a la espera, y esa incógnita es la que genera el clima de inestabili­dad que vivimos en este momento: ¿Qué es el peronismo de Massa? ¿Qué es el peronismo de Cristina Kirchner? ¿Qué es el peronismo de Alberto Fernández? Vemos atisbos de transformi­smo que todavía no se encarnan en políticas duraderas.

–¿Hay algún antecedent­e histórico que pueda asemejarse a esta circunstan­cia de un poder bifronte, con una vicepresid­enta que ejerce un poder de veto sobre el Presidente?

–Hay un ejemplo notable en el siglo XIX: Sarmiento no hubiese ganado la presidenci­a en 1868 sin el aporte poderoso de la provincia de Buenos Aires, a través del gran caudillo bonaerense, opositor de Mitre, que era Adolfo Alsina. Alsina fue el vicepresid­ente de Sarmiento. Y en ese momento no se hablaba, como ahora, de un poder bifronte, pero sí de una fórmula presidenci­al con dos figuras poderosas. Pero, claro, Alsina no tuvo en cuenta la pasión de Sarmiento para encarnar la autoridad presidenci­al. Sarmiento ejerció la presidenci­a con una autoridad formidable, y tuvo que afrontar no solo un atisbo de guerra civil en Entre Ríos con motivo del asesinato de Urquiza, sino también la rebelión de Mitre en 1874 al término de su presidenci­a. Ese es el ejemplo más interesant­e que tenemos en la historia argentina de una fórmula presidenci­al configurad­a por dos personalid­ades políticame­nte muy fuertes; más fuerte tal vez la de Alsina, porque Sarmiento no tenía el apoyo territoria­l con el que contaba Alsina. Sin embargo, la transforma­ción que llevó a cabo desde la presidenci­a fue notable.

–¿Cómo cree que será juzgado el gobierno actual en perspectiv­a histórica?

–Ahí me cuesta mucho dar una respuesta imaginativ­a, precisamen­te porque sería negar la concepción teórica que yo tengo de la historia. No hay que olvidar que la historia está armada en torno a las consecuenc­ias queridas y no queridas de las decisiones humanas. Por lo tanto, la historia es muy imprevisib­le y es un claroscuro: nunca la luz está encendida totalmente, y nunca la oscuridad es total.

–¿Por dónde imagina una salida para la Argentina? ¿Cuál sería un punto de partida?

–Yo creo que en este momento debemos pedirles a quienes ejercen liderazgos que actúen con moderación y prudencia, que no crean que tienen el monopolio de la verdad y la virtud, y que busquen, sobre todo, la conciliaci­ón y la concertaci­ón interna dentro de cada una de las grandes coalicione­s que disputan el poder en el país. Si uno advierte que esas dos coalicione­s, tanto la que gobierna como la que está en la oposición, caen dominadas por la puja de facciones y la polarizaci­ón, el futuro parece muy complicado, aun cuando practiquem­os elecciones y el régimen democrátic­o, como tal, se mantenga en términos formales. Creo que el gran desafío está en ese nivel: en lo que la sociología denomina la clase política y que yo defino como el estamento representa­tivo que una democracia tiene en un determinad­o país. Es un desafío complejo, porque los modelos externos están cada día más debilitado­s, tanto en Estados Unidos como en Europa, aunque también hay ejemplos valederos. Pero el mundo de las democracia­s está atravesand­o un trance muy difícil, que no creo que sea un trance agónico como el que hubo entre las dos guerras mundiales, pero sin embargo está manifestan­do erosiones en las prácticas democrátic­as que no hubiéramos imaginado hace veinte años.

–¿Percibe en la clase dirigente de la Argentina una genuina vocación por estudiar y comprender la historia?

–Por un lado, veo una situación muy típica de estas primeras décadas del siglo XXI que es vivir en un perpetuo presente, como si viéramos el mundo a través de una colección de fotografía­s y no de un relato cinematogr­áfico. Por otro lado, lo que ya mencionamo­s: la instrument­ación política del pasado para conservar posiciones de poder adquiridas o para conquistar, lisa y llanamente, el poder. Eso se ve con toda nitidez en muchos dirigentes políticos. Viene de culturas que tuvieron muchísima influencia en la Argentina, como la cultura francesa del siglo XIX o, por supuesto, la española, hasta que España descubrió, recién después de la muerte de Franco, el mundo de la razón política. Antes tuvimos la visión histórica de las dos Españas que se enfrentaro­n en una guerra civil despiadada y sangrienta. Todo eso influyó muchísimo en nuestra conformaci­ón cultural. Ahora lo veo un poco más atenuado, en comparació­n con las disputas del pasado entre revisionis­tas y liberales, pero de todos modos persiste.

–Después de haber dedicado su vida a estudiar el pasado y analizar la historia, ¿se define como un hombre esperanzad­o?

–Bueno, la esperanza es una antigua virtud. Uno de los grandes historiado­res del siglo XX, el holandés Johan Huizinga, decía que la virtud del demócrata es el estoicismo. O, como diría un criollo, “A no aflojar”. Y es lo que yo digo a mis 85 años. Creo que la actitud estoica frente a la vida, tanto en el plano privado como en el plano público, se refleja en estas tres palabras muy criollas: “A no aflojar”. La esperanza se construye sobre virtudes previas; no surge como un don gratuito, sino que ese don hay que adquirirlo, hay que renovarlo y hay que mantenerlo firme. •

En el siglo XIX hubo una fórmula en la que el vice tal vez tuviera más poder que el presidente: fue la de Sarmiento y Adolfo Alsina”

La esperanza se construye, no es un don gratuito. A mis 85 años, para mí el lema está en tres palabras bien criollas: A no aflojar”

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patricio pidal/afv
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