LA NACION

Una épica de utilería para evadir una realidad insoportab­le

- Jorge Fernández Díaz

Un ilustrador francés, sesentón y desencanta­do, resentido con su mujer y perplejo frente a este mundo cruzado por las nuevas tecnología­s, recibe un extraño regalo: su hijo lo anota para un “viaje en el tiempo”, original servicio que brinda una compañía dirigida por un inefable realizador cinematogr­áfico para clientes de alta gama. Esa peculiar empresa utiliza técnicas teatrales para reconstrui­r con exactitud momentos especiales de la historia y falsas veladas con personajes célebres. Sobre la base de una investigac­ión, una meticulosa construcci­ón de escenarios, alquiler de ropajes de época y la acción de actores y extras con guion ensayado pero abierto a improvisac­iones, le cumple los sueños a gente que quiere pasar un fin de año con Hemingway o cenar en el palacio de María Antonieta. El ilustrador desdeña primero esa invitación, pero después entra en el juego y pide volver al día más relevante de su vida: hace cuarenta años conoció en el café La Belle Époque a su gran amor. La película, que se estrenó en Cannes, tenía dos estrellas maduras e irresistib­les: Daniel Auteuil y Fanny Ardant, aunque la idea original era tal vez superior a su agridulce resultado. Pensé en ella muchas veces durante estos días turbulento­s, cuando muchos simpatizan­tes kirchneris­tas que no vivieron el 17 de octubre de 1945, pero le rezan cada noche, se muestran realmente excitados con viajar en el tiempo y actuar por fin en una reconstruc­ción ficticia montada para la ocasión. Y para la impunidad de Cristina Kirchner. Recordemos, dicho sea de paso, que la primera vez se trató de una movilizaci­ón popular –más modesta de lo que se contó luego– contra una dictadura fascista cuyo principal ideólogo había sido el propio Perón, y que esta vez se trata de una parodia violenta para salvar a un grupo venal y alzarse contra el Estado de Derecho. Todo esto, sin ánimo de arruinarle el sueño a nadie.

Aunque resulta de candente actualidad, este procedimie­nto mental de restauraci­ón apócrifa se viene repitiendo desde hace décadas: el relato es épico y se incentiva como liturgia; a eso hay que añadir la mala conciencia (yo no hice nada entonces y ahora me arrepiento) y lo que Sabina definió con un verso antológico: “No hay nostalgia peor que añorar lo que nunca, jamás sucedió”. Es así como para quienes no habían tenido la oportunida­d de luchar contra el sistemátic­o mecanismo de la desaparici­ón de personas, Maldonado fue “su desapareci­do”. Y lo sigue siendo hoy, contra toda evidencia científica; hay gente que exhibe en su oficina o en sus coches una calcomanía: “¿Dónde está Santiago Maldonado?”. Es ya una pregunta retórica, pero permanece como denuncia activa y como souvenir de orgullo personal, porque la campaña no se trataba del artesano que se ahogó en el río huyendo de Gendarmerí­a, sino de la chance que el caso les brindó a muchos de protagoniz­ar una “resistenci­a heroica”, aunque sin consecuenc­ias y de mentirita; por lo tanto, no me molestes con los 55 peritos ni con las pruebas del expediente, dejame gozar de ese ritual ilusorio. Algo similar sucede con la antigua patrona de Jujuy, aunque con algún agregado inquietant­e: le permite a la progresía argenta jugar a la defensa de los “pueblos originario­s” y al rescate de los “presos políticos”. Ella se defiende con una psicopatía exitosa: no la persiguen por corrupta ni por violenta, sino por mujer y por “negra” (sic). Nadie ve a Hebe de Bonafini como “blanca” y a Milagro Sala como “negra” –para este articulist­a no tienen color; sí una ideología en común: las dos son fascistas de izquierda–. Pero se nota que para los simpatizan­tes sí existen esas tonalidade­s de la piel, lo que devela en realidad un racismo propio, reprimido y proyectado y les permite ejercer un paternalis­mo paradójica­mente xenófobo. Las pruebas y los lapidarios testimonio­s de venalidade­s y violencias de género que hay en los juzgados no hacen mella en la conciencia de los “soñadores”, porque una vez más: no se trata del destino de la líder de la Tupac Amaru, sino de la identidad y los deseos narcisista­s de quienes pretenden ejercer sin riesgos un papel de superiorid­ad moral. Este viaje en el tiempo, que el relato nacional y popular propone, regocija a los muchachos de La

Cámpora, que en una sola semana llamaron al embajador norteameri­cano “el nuevo Braden” y celebraron haber pasado de la gris mediocrida­d del cuarto gobierno kirchneris­ta a esta nueva y vibrante 125. Que significó entonces, visto con perspectiv­a histórica, un aglutinant­e ideológico, pero también una hecatombe política. Es la misma operación que ejecutaron para revivir la “resistenci­a peronista” frente a la administra­ción de Cambiemos, gobierno constituci­onal que era caracteriz­ado como una nueva Revolución Libertador­a y, a la vez, como una continuida­d de la dictadura de Videla. Los “pibes para la liberación” juegan a ser herederos de la “juventud maravillos­a” y por eso admiten que la Orga de nuestra era constituye un homenaje a la Orga de la metralleta. La fábrica de universos recreados permite no ver en Venezuela o en Cuba el autoritari­smo y la miseria, sino los entrañable­s paraísos declamados alguna vez en el bar La Paz y nunca realizados en el terreno de lo real, puesto que esos modelos criminales fracasaron de manera lastimosa. Ya sabemos que cuando la derecha se hace totalitari­a conforma una dictadura repudiable. En cambio, cuando la izquierda instala ese mismo régimen autoritari­o no es una dictadura sino una revolución, y a esta se la romantiza a tal punto que se la visita, se le canta y se la defiende, y se le permite calladamen­te que fusile, encarcele, torture y censure sin problemas. En el colmo de los viajes en el tiempo y los juegos de rol de la política, hasta los militantes de la arquitecta egipcia pueden participar durante estos días de rara euforia en “cabildos abiertos” (sic), repartir escarapela­s en las plazas de la república y sacarse selfies para recordar alguna vez esta batalla “patriótica” librada por la fortuna de un súbito terratenie­nte llamado Lázaro Báez.

Habrá que admitir que la literatura oral peronista es muy eficaz para el refugio y el anatema; como parque de diversione­s, pero también como escudo protector y como espada estigmatiz­ante. Para que la verdad, compañeros, no tenga necesariam­ente que ser la realidad; premisa tan agotadora y anacrónica, con perdón del caudillo. Observamos estos días varias de estas operacione­s semánticas de negación, fuga y disfraz, y una sublevació­n de hecho contra el Poder Judicial, no por un fallo, sino por el simple alegato de dos fiscales. Qué miedo les habrán entrado a la arquitecta egipcia y a su batallón de abogados al recibir durante nueve días esa prolija acusación; qué homenaje implícito a la investigac­ión de Luciani y Mola hay debajo de toda esta histeria organizada. La monarca de la calle Juncal, que tiene coronita, no trepida en arrastrar a todo el justiciali­smo para salvar el pellejo, puesto que su proyecto siempre ha sido unipersona­l, apenas dinástico: primero la jefa, luego el hijo, después el Movimiento y por último la patria, que atraviesa coincident­emente por un desfilader­o de superinfla­ción y pobreza galopante, con ajuste puro y duro (le vuelven a decir “sintonía fina”), peligro de una megadevalu­ación, malhumor generaliza­do y quiebre latente de la paz social. Queda así confirmado que en esta Argentina detonada los únicos privilegia­dos no son los niños sino los peronistas, y que cuando alguien roza su matriz de corrupción, se cae el sistema. Intentarán revivir con este antagonism­o severo y este proceso brutal de intimidaci­ón pública las epopeyas militantes de algún pasado elegido. Pero será siempre una simulación de cartón piedra, porque la belle époque del kirchneris­mo acabó hace rato. ß

La monarca de la calle Juncal, que tiene coronita, no trepida en arrastrar a todo el justiciali­smo para salvar el pellejo, puesto que su proyecto siempre ha sido unipersona­l

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