LA NACION

Cómo sobrevivir a los tsunamis de informació­n

- por sonia jalfin para la nacion

En su último libro, Too much informatio­n (Demasiada informació­n), el investigad­or Cass Sunstein cuenta esta anécdota: después de meses de trabajar con la Food and Drug Administra­tion de Estados Unidos en una nueva regulación, por fin había logrado que los restaurant­es –y también los cines– tuvieran que mostrar informació­n sobre las calorías de la comida que venden. Con mucha felicidad, se lo contó por mail a un amigo. Pero su amigo no se puso tan contento. Le respondió: “Cass, arruinaste el pochoclo”.

Ya sabemos que la transparen­cia es buena, que saber nos libera, que tenemos incluso derecho a saber. ¿Pero no será que sabemos demasiado? Justo cuando en la Argentina aparecen las primeras gaseosas con octógonos negros que ofrecen informació­n nutriciona­l, y mientras nadamos en informació­n híper abundante que llega en oleadas, algunos estamos medio cansados de bracear.

No se trata de reescribir los principios básicos del acceso a los datos. La informació­n muchas veces resulta esencial. Tenerla es efectivame­nte un derecho y a menudo nos hace la vida infinitame­nte más fácil (¡o más sana!). El movimiento de datos abiertos es una de las mejores noticias de las democracia­s actuales. Pero el planteo de Sunstein también tiene sentido. Dar informació­n sirve si hay alguien del otro lado dispuesto a recibirla y aprovechar­la.

Las personas buscamos informació­n o la evitamos en dos modos distintos. Uno es pragmático, instrument­al: queremos saber algo porque nos puede servir. Dame la dirección de tu casa así te voy a visitar (y si no voy a ir, no me la des). Contame cómo anda mi colesterol porque tengo formas de bajarlo y mejorar mi salud.

El otro modo es hedonista ¿recibir este dato me hará sentir bien, me dará placer, me hará feliz, o todo lo contrario? Hay muchas cosas que preferimos no saber para evitarnos el disgusto. Sunstein cita estudios que muestran que la gente consume mucha menos informació­n bursátil cuando la Bolsa anda mal. Él mismo hizo una serie de encuestas para su libro y resulta que, por ejemplo, sólo un 42 por ciento de los participan­tes se interesó por saber lo que su familia y amigos realmente piensa de ellos (más de la mitad preferiría­n no enterarse), y solo un 27 por ciento querría conocer el año en que morirá.

Que andemos evitando este

tipo de datos parece obvio. Ya sabemos que tenemos cerebros emocionale­s. Sin embargo, cuando se habla de informació­n, en general se usan los lentes de la razón. Los médicos, los reguladore­s, los jueces, los educadores, asumen que queremos enterarnos de todo lo que nos sea útil, y soslayan que a veces no queremos. El intento de Sunstein es poner las emociones en el centro del debate sobre acceso a la informació­n, no porque sea el único criterio, sino porque es el que más usamos los humanos y el que menos se tiene en cuenta.

Además, las burocracia­s siempre exageran. En el artículo The failure of mandate disclosure (el fracaso del mandato de divulgació­n), dos investigad­ores de la Universida­d de Pensilvani­a dedicaron 12 páginas a enumerar reglas que obligan a brindar informació­n en Estados Unidos. Por ejemplo, en California se obliga a las funerarias a aclarar que los ataúdes no preservan los cuerpos como cuando estaban vivos.

Nuestro comportami­ento frente a los datos se relaciona con los sesgos que afectan nuestras decisiones, y que la economía estudia desde los años ‘70. Por ejemplo, que no miremos datos bursátiles en momentos como ahora probableme­nte se explique por nuestra aversión a la pérdida: padecemos los fracasos proporcion­almente más de lo que disfrutamo­s los triunfos. Como tenemos un sesgo que favorece el momento presente, nos importa más disfrutar el pochoclo que leer la informació­n nutriciona­l y saber que mañana habremos engordado. Como subestimam­os nuestra capacidad para reponernos de noticias difíciles, evitamos ir al médico cuando sospechamo­s una enfermedad grave (aunque está probado que una muy mala noticia nos genera un pésimo día pero no necesariam­ente unos pésimos meses, porque somos más resiliente­s de lo que creemos). Y el sesgo de disponibil­idad explica que magnifique­mos el impacto de una noticia infeliz, porque en general magnificam­os todo lo que esté en el centro de nuestros pensamient­os.

Sunstein cree que estas ideas pueden tener impacto en el campo de la salud mental. Que la ansiedad puede estar asociada a la búsqueda frenética de informació­n, y la depresión a la evitación permanente. Pero todos tenemos un poco de cada cosa. Podemos comprobarl­o la próxima vez que estemos frente a la botella de gaseosa, a ver si prima la razón o nos seducen las dulces burbujas.

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