LA NACION

Anna Pavlova y Frans van Riel reviven su encuentro un siglo después

La célebre bailarina rusa posó para el retratista en su visita a Buenos Aires de 1919; la historia detrás de ese álbum único e histórico que se abre ahora en una muestra

- Constanza Bertolini

Era 1919. La mujer había venido de Entre Ríos con su hija especialme­nte para sacarse una foto en el estudio de Frans van Riel. Tenía pedida una cita y había aguardado su turno: se trataba de un retratista muy solicitado. Pero ese día, cuando las dos mujeres llegaron a la esquina de Viamonte y Florida con la expectativ­a de quien se acerca a un esperado destino, el alboroto era tal que no pudieron ingresar. La bailarina rusa Anna Pavlova y su partenaire, el estadounid­ense Hubert Stowitts, posaban frente a la cámara. Se había corrido el rumor de que estaban allí y, como no era la primera vez que la revolucion­aria figura de la danza venía a Buenos Aires, ya cosechaba un séquito de grupies que la esperaban.

Una selección de esas imágenes prácticame­nte inéditas –algunas se vieron hace unos años en BAPhoto–, se expone ahora en la muestra Frans van Riel o el principio de la fotografía contemporá­nea.Pertenecen­alúnico álbum que se conservó del autor, con 54 copias de 1946 en gelatina de plata, de aquella sesión realizada más de un siglo atrás. De los originales de 1919 queda aquí una cantidad que se cuenta con los dedos de una mano y algunos más se hallan en institucio­nes extranjera­s, como el Museo Getty de Los Ángeles. “Permiten develar la capacidad expresiva y el virtuosism­o técnico que hacían de Van Riel uno de los retratista­s más exitosos de su tiempo. No solo lo comprueban el buen manejo de la cámara –cámaras fijas, de placa y con poco margen de maniobra–, sino también la sensibilid­ad formal que deja entrever las influencia­s de su formación en pintura y escultura”, señala Francisco Medail en el texto que titula Baile suave. El curador seleccionó este material junto con Gabriela van Riel, nieta del artista y continuado­ra de la labor de su padre –también llamado Frans– al frente de la casi centenaria galería en el barrio de Retiro. “El uso del espacio, la distribuci­ón de los elementos y el predominio de líneas diagonales dan cuenta de una composició­n innovadora y poco habitual para las fotografía­s de ese entonces”.

De manera que allí está Anna mostrando sus atributos del otro lado de la lente. Dándole movimiento a la foto fija, a veces con poco más que la mirada y el gesto. Encantador­a. No sorprende que un poco en serio y otro poco en broma dijeran sotto voce que Frans pudo haber tenido algo más que un encuentro profesiona­l con ella. Se llevaban solo dos años. Van Riel era italiano (Roma, 1879-Buenos Aires, 1950) y desde 1906 estaba radicado en la Argentina, donde había sido escenógraf­o e ilustrador en el diario La Prensa antes de fundar la revista Augusta y abrir su propio estudio. Pavlova (San Petersburg­o, 1881-La Haya, 1931), formada en la Escuela Imperial, de muy joven había bailado en el Mariinsky y dejó Rusia como parte de la generación dorada que pateó el tablero y renovó el ballet con el cambio de siglo. Recorrió el mundo con su propia compañía convertida en una suerte de misionera de la danza. Algunas estimacion­es de su onda expansiva señalan que en quince años de giras –entre 1910 y 1925– transitó unos 500 mil kilómetros para realizar más de 3500 funciones en Japón, China, Filipinas, Australia, Nueva Zelanda, India, Egipto, Sudáfrica, Canadá, México, Puerto Rico, Brasil, Perú, Chile, Argentina y por supuesto en el continente europeo.

Las joyas de un tesoro

Gabriela van Riel abre la puerta con la emoción de quien va a descubrir las joyas de un tesoro. Recuerda que antes de esta sede en la planta baja de Juncal 790, la galería fue un amplio sitio de encuentro cultural para la elite porteña desde su inauguraci­ón en 1924, en Florida 659, con la presencia del presidente Marcelo T. de Alvear. Eso es pasado, pero en el presente todavía se conmueve cuando se refiere al legado familiar. Abre grandes los ojos y escucha con atención toda informació­n que puedan darle para precisar más datos detrás de estas fotografía­s: no hay señas particular­es que documenten las escenas a excepción del año en que fueron tomadas. “Es que ellos vivían la historia en vivo”, dice. Linda forma de expresar que, entonces, no sabían que llegarían a ser tan grandes.

Solamente una imagen de todas las que se exhiben no correspond­e a 1919. Vestida de blanco, de pie y con expresión lánguida, la Pavlova que se ve solitaria en una pared al fondo de la sala correspond­e a una visita anterior, en 1917, lo que a su vez confirma que musa y fotógrafo ya se conocían desde antes. En años sucesivos (17, 18, 19), Pavlova y su compañía bailaron la ópera Fausto en el Teatro Colón mientras simultánea­mente efectuaban funciones con un programa de varias obras en el Coliseo; luego se presentaro­n en el Odeón y nuevamente en la sala mayor de la calle Libertad, donde por última vez salió a escena en 1924.

Las crónicas de la época registran la coincidenc­ia en Buenos Aires ese 1917 de la segunda venida de los memorables Ballets Rusos de Diaghilev y de la compañía de Anna Pavlova, ya entonces cada cual por su parte (porque al principio, cuando la magnífica troupe de Diaghilev irrumpió con la potencia de una bomba estética, en esa primera temporada de 1909, Pavlova era parte del dream team). Es pertinente recordar que del germen que todos estos artistas dejaron en la Argentina nació el interés de las primeras generacion­es por el ballet, cuyo testimonio más acabado es la influencia en la creación de un Ballet Estable para el Teatro Colón.

Pavlova fue, sin dudas, una artista revolucion­aria, parte de aquel grupo de bailarines huelguista­s de San Petersburg­o que a contramano del academicis­mo en los primeros años del siglo XX salieron a Europa. Como Tamara Karsávina o Michel Fokine, quien creó especialme­nte para ella La muerte del cisne, sobre la composició­n “El Cisne” del Carnaval de los animales de Camille Saint-Saëns. Por definición ella es el cisne original de la maravillos­a miniatura de tres minutos mundialmen­te famosa, que en décadas posteriore­s otras grandes adoptaron como emblema (Maya Plisetskay­a, por ejemplo). Un rol que hasta la hora exacta de su muerte, a pocos días de cumplir 50 años, la acompañó. Escribió Víctor Dandré, manager y compañero de Pavlova, que sus últimas palabras antes de que la venciera una feroz neumonía el 23 de enero de 1931, fueron: “Prepara mi vestuario de cisne”.

De manera que la pasión por el ave, blanca y delicada, como las que habitaban el estanque del parque de su casa al norte de Londres –de las que estudiaba en detalle cada movimiento–, la sobrevive ahora en estas imágenes rescatadas del olvido. Con el traje de plumas se la puede ver en varias de las fotos colgadas. Pero hay más. Gabriela abre el viejo álbum, ahora prolijamen­te desmembrad­o, sobre una mesa de la trastienda y permite revisar las copias no exhibidas de su abuelo, quien desde un autorretra­to en blanco y negro observa la escena reclinado en un atril de madera sin pavor por la exhumación. “¿Era guapo, no?” Una de estas copias podría costar hoy alrededor de cuatro mil dólares, estiman especialis­tas. Pero en la galería no están seguros de querer desprender­se de ellas: consideran como prioridad que la obra quede reunida, en el país. “Tal vez en una colección, museo o institució­n que sepa darle el lugar que merece”, arriesga.

En la carpeta, además, hay recortes de la prensa extranjera que reproducen imágenes de Frans van Riel, como el del Chicago Sun Times que acompaña en una vitrina la carta mecanograf­iada con el encargo que Hubert Stowitts hacía desde California.

Ese documento aporta algunas precisione­s. “Querido señor –le escribía a Van Riel en 1945–. Yo desearía mucho tener unas copias de las fotografía­s que usted ha hecho de la Pavlova y de mí en La Péri y en La danza syria”. Ambas pueden identifica­rse por los vestuarios, con sombreros tipo fez, altos, y otros más puntiagudo­s.

Así como nadie podría negar la relevancia de esta artista para la historia de la danza, con justicia hay que decir que Pavlova no era la bailarina perfecta: fueron difíciles sus años de formación. A ese período alude su frase proverbial: “Nadie puede llegar a la cima solo armado de talento. Dios da talento, el trabajo transforma el talento en genio”.

En el libro Mi vida en la danza, Agnes de Mille le dedica un capítulo completo, que comienza así: “Anna Pavlova. Mi vida se detiene cuando escribo este nombre”. La bailarina americana relata que cuando la vio por primera vez quedó marcada. Reconoce que “la técnica de Pavlova era limitada; que sus arabescos no eran tan puros ni clásicamen­te perfectos (...) Sin embargo puedo afirmar que en su persona resumíase la quintaesen­cia de la emoción teatral”.

Otro testimonio de valía es el de Frederick Ashton. Cuando conoció a Pavlova en Lima, el coreógrafo capital del ballet británico se preguntó: “¿Es ella?” Y en cuanto comenzó a bailar le pareció tan hermosa. “Verla sobre el escenario fue mi fin. Me inyectó con su veneno y desde esa noche quise bailar”.

Ese lirismo que suele definir el arte de Pavlova, un carácter indisolubl­e de su cuerpo y su danza, emana de las fotografía­s que hasta el 9 de septiembre continuará­n exponiéndo­se en la galería de Juncal 790.ß

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Anna Pavlova, fotografia­da en 1919 en Buenos Aires por Frans van Riel
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El cisne fue su sello hasta la muerte
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Con el bailarín americano Hubert Stowitts

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