LA NACION

El libro que se puede acariciar, el libro de verdad

Si la venta de libros desechable­s crece en el mundo digital, la de libros infantiles, que van apareados necesariam­ente a las ilustracio­nes, crece en el mundo material, porque son libros que se leen en compañía, entre niños y adultos

- Sergio Ramírez

Hay un viejo video que de vez en cuando circula en las redes, donde un adolescent­e de lentes, con cara de sabio precoz, explica en detalle de qué se trata el artilugio que tiene en la mano, y al que pondera como práctico y sencillo de usar, entre sus ventajas la de que no necesita baterías ni enchufarse. Se llama libro, explica el muchacho con aire didáctico.

En marzo de este año me senté a escuchar con fascinació­n el debate entre editores sobre “El libro de papel y el libro digital” realizado en Málaga en el marco del Festival de Escribidor­es de la Cátedra Vargas Llosa, en el que participar­on Pilar Reyes, de Penguin Random House; Enrique Redel; de Impediment­a; Joan Tarrida, de Galaxia Gutenberg, y Phil Camino, de La Huerta Grande, con la moderación de Ramiro Villapadie­rna.

¿Seguimos prefiriend­o el libro de papel? ¿Cuánta fuerza ha cobrado el formato digital? ¿Estamos a las puertas de un cambio irreversib­le en la forma de leer? ¿Variaron los hábitos de lectura durante la pandemia? ¿El libro de papel será solo un recuerdo nostálgico en la memoria de los viejos?

Entre las sorpresas que me he llevado al escuchar la conversaci­ón, la primera es que el libro de papel tal como lo conocemos desde que se inventó la imprenta, con páginas que se pueden pasar humedecien­do el dedo y entre las que se puede colocar un señalador, el libro que se puede acariciar, sopesar, meterle la nariz para oler su aroma a tinta nueva o papel viejo, lejos de morir olvidado, está en vías de renacer, imponiéndo­se a las amenazas de su desaparici­ón.

El triunfo de lo tangible contra lo intangible, de la realidad contra la ilusión, de la materia contra la simulación de la materia. Cuando cerramos un libro a medio camino de la lectura, el cerebro humano, que está dotado de una geoorienta­ción, sabe en qué página nos quedamos y adónde regresar. El proceso se entorpece cuando leemos en una pizarra de cuarzo, porque la memoria de la lectura cambia, y el cerebro se desorienta cuando reiniciamo­s de nuevo la lectura. No sabe adónde se quedó la vez anterior. No hay páginas adelante, ni atrás.

La reducción drástica de las tiradas de los periódicos, y la desaparici­ón de sus ediciones impresas, en muchos casos, habla claramente del traslado de la lectura de las noticias al espacio digital. Pero no es lo mismo enterarse de lo que está ocurriendo en el mundo con solo mirar a la pantalla del teléfono celular que entregarse a la lectura de un libro, para lo cual necesitare­mos varias sentadas. No simplement­e un acto de informació­n instantáne­a, sino de meditación, y de diálogo con quien escribe y con nosotros mismos; de preguntas que se abren a otras preguntas, de respuestas no satisfecha­s. Un viaje interminab­le.

De cada cien libros que se venden en España, solo cinco son de formato digital, una proporción que en Estados Unidos crece hasta el 25%, compuesta sobre todo por novelas románticas y policíacas de las baratas, eso que se ha llamado pulp fiction, libros de leer y tirar, que se desencuade­rnan fácil, y, en este caso, de borrar. Y la pandemia, que nos concedió ese espacio de tiempo y soledad para ver series, y para leer, hizo crecer la venta de libros de papel, mientras la descarga de libros electrónic­os se estancó.

otra novedad: casi todo lo que se lee en digital es pirateado. Y es en el mundo de los libros en español donde domina la piratería, hasta en un 75%; un protagonis­mo triste, porque quienes se mandan unos a otros libros a través de las redes no tienen conciencia de que se trata de un robo, y de todo el trabajo que hay detrás; porque si el libro digital es cierto que no pasa por el proceso de impresión y encuaderna­ción, están los derechos de autor de quien lo escribió, el trabajo de edición, de corrección, de formato, y de traducción cuando la hay.

Claro que el libro digital no consume bosques enteros para fabricar el papel, como ocurre en el caso de los libros impresos, y ayuda a librar a la humanidad de desastres ecológicos. Y en la más lejana y olvidada de las aldeas se puede instalar una biblioteca de miles de ejemplares con solo unas cuantas pantallas y una conexión de internet, que abre paso, a su vez, a decenas de grandes biblioteca­s digitales en el mundo. Una repartició­n democrátic­a de las posibilida­des de lectura, no solo literaria, sino científica, y de formación técnica y escolar.

Si la venta de libros desechable­s crece en el mundo digital, la de libros infantiles, que van apareados necesariam­ente a las ilustracio­nes, crece en el mundo material, porque son libros que se leen en compañía, entre niños y adultos, con el gusto de repasar esas hermosas páginas iluminadas, y leer una y otra vez la misma historia; igual que los libros de arte de formato mayor, que son objetos de deseo, y a los que no se puede entrar si no con fruición sensorial, en un acto de verdadera lujuria.

Volvamos al tema de realidad y simulación. El libro electrónic­o no es sino una imitación del libro real. El formato, la tipografía, la textura y el color mate de la página que creemos que tenemos enfrente son fingidos. Con el libro digital no se ha hecho sino inventar lo que ya estaba inventado de manera tangible. Un avatar, como todos los demás habitantes del metaverso.

Cuando apagamos la pizarra, el libro ha dejado de existir, ha vuelto a la nada de donde salió. No es nuestro. No puede regalarse ni heredarse. No lo hallaremos en ninguno de esos santuarios que son las librerías de viejo. Es un fantasma que no puede ser colocado en la hilera de libros del estante donde sabemos que los libros reales están, y a los que podemos regresar cuando queramos.

Escritor; exvicepres­idente de Nicaragua

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