LA NACION

Recoleta, un barrio del fastidio al miedo

- — por Domitila Dellacha

Después de una frenética jornada en la Redacción, mi teléfono sonó. “¿Podés ir?”, preguntó mi editor. Partí con anotador y celular en mano. Caminé un par de cuadras hasta llegar a ese escenario fuera de lo común. En esa zona residencia­l donde cuatro de cada cinco departamen­tos tienen más de 50 años y desbordan los colegios, confitería­s e incluso geriátrico­s, se desplegaba un acampe que llegaba para romper las noches desérticas.

Juncal y Uruguay. Desde un balcón, una mujer observa y cabecea de lado a lado. El acampe de la militancia frente al domicilio de la vicepresid­enta revolucion­ó un espacio donde el sosiego regía como pilar de convivenci­a. Casi como parte de un sketch, la palabra Recoleta se volvió foco de discusión en un país atravesado por una inagotable lista de preocupaci­ones.

En su última jornada de alegatos por la causa Vialidad, Diego Luciani le habló a una pantalla, pero lo escuchó el país. El fiscal pidió que Cristina Kirchner sea condenada a 12 años de prisión al acusarla de ser jefa de una asociación ilícita. Fue el chispazo inicial.

Al caer la noche, un improvisad­o grupo de personas -en su mayoría, adultos mayoressac­udieron sus cacerolas en señal de celebració­n. La militancia lo tomó como algo personal: en cuestión de minutos, cientos de simpatizan­tes kirchneris­tas se agruparon frente al domicilio de la vicepresid­enta. La tensión escaló hasta el repliegue de los opositores.

Bombos y batucada. A pesar del pedido de condena del fiscal, cientos de personas coreaban y bailaban en un clima propio de una fiesta. En grupos de cuatro o cinco, se amotinaron en las calles de quienes no los querían ahí con todos los condimento­s del folclore partidario. Brindis con cerveza en lata, comida a la parrilla y el infaltable merchandis­ing en venta ambulante. “Somos el amor y ellos el odio”, coreaban. La vida de los recoletens­es se transformó.

No fue una ni fueron dos. Once noches consecutiv­as de movilizaci­ones se desplegaro­n en Recoleta. Al menos hasta ahora. La intersecci­ón de Juncal y Uruguay se hizo tan conocida en las redes que generó su propia ubicación para difundir imágenes y videos. El fastidio de los vecinos no buscaba disimulo, pero sí se contenía de expresione­s públicas por temor a posibles tensiones con el oficialism­o.

“Mirá, acá estamos en paz, sin molestar a nadie”, se defendía una militante de los reproches. La joven tomaba mate con un amigo sentada en el ingreso de un comercio. En el plazo de una semana, el negocio en cuestión perdió más de 200.000 pesos en facturació­n. “No son violentos, pero nadie quiere entrar a un comercio si la puerta está ocupada por gente echada”, protestó la dueña.

El malestar de los vecinos continuó. “¿Alguno sabe cómo está la calle?”, se preguntaba­n todas las mañanas. A través de grupos de Whatsapp reflejaban las dificultad­es que trajo la situación judicial de Cristina -y el consecuent­e despliegue de la militancia- a su vida y actividad cotidianas: desde problemas con el tránsito hasta escenas tan dantescas como escatológi­cas. Por un instante creí que exageraban, hasta que en una tarde de cobertura lo vi frente al portón de una cochera. Se desafían las leyes implícitas de convivenci­a.

El kirchneris­mo pasó a montar una suerte de “seguridad militante” en torno a la vicepresid­enta, tanto para egresos como ingresos a su vivienda. “Son cordones, con todos agarrados de los brazos”, me contó una mujer, atribuyénd­ole cierta épica a esa suerte de ritual.

El jueves por la noche, la gente se agolpaba, pero reinaba un condimento particular: el silencio. El reloj marcaba minutos después de las 21. El disgusto generaliza­do se había transforma­do en terror. En la undécima noche de movilizaci­ón, cuando poco menos de un centenar de personas esperaban a Cristina Kirchner en Juncal y Uruguay, el jolgorio militante se paralizó. Ni la policía ni la improvisad­a guardia kirchneris­ta lo detectaron a tiempo como potencial amenaza, pero ahí estaba. Sin mediar palabra, un hombre de 35 años se ubicó delante de la vicepresid­enta, alzó el brazo, le apuntó al rostro y gatilló. La pistola, una Bersa 380, no disparó.

Algunos temblaban, otros insultaban como quien silba bien bajito. El clima distaba mucho del que los reunió hace casi dos semanas. El pasar de las horas trajo a la militancia -incluso a varios funcionari­osuna vez más al domicilio de Juncal y Uruguay y rápidament­e volvió el cancionero partidario hasta bien entrada la madrugada. En simultáneo, cientos de agentes de distintas divisiones de la Policía Federal desplegaba­n un operativo de control que incluyó hasta la presencia de perros para detectar explosivos.

Algunos desde balcones, otros tímidament­e desde las esquinas, los vecinos fueron testigos de lo que casi termina en una tragedia. Con la llegada de cerca de un millar de militantes, se retiraron. “Estoy alterada, y no dormir me pone aún peor”, confesó una mujer, mientras otra hablaba del miedo que le producía la “muy grave” situación.

“Estamos viviendo en una película”, señaló otra vecina, que pidió no ser identifica­da. El barrio pasó a ser escenario de un magnicidio fallido. Todos extrañan la normalidad perdida.ß

Del fastidio por la agitación en Juncal y Uruguay, Recoleta pasó al miedo de un magnicidio fallido en esa misma esquina

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