LA NACION

Café Einstein: el lugar en el que Soda, Sumo y Los Twist convivían

Fue el primer espacio que tuvo Omar Chabán, en sociedad con Sergio Aisenstein y el Alemán Sigger, y en el que empezaron a sonar las grandes bandas de los años 80

- Alejandro Rapetti

Hito fundamenta­l del rock nacional de los años 80, en una misma noche tocaban en el Café Einstein, Soda Stereo, Sumo y Los Twist (con Fabiana Cantilo como cantante), cuando todavía eran desconocid­os para el gran público. El escenario era chico y estaba a apenas medio metro del suelo, para ver a los artistas ahí nomás. Siempre al límite, entre la experiment­ación y el riesgo que imprimía el punk, pero también la nueva estética de la escena new wave que asomaba por aquel entonces, ingresar al Café Einstein era toda una experienci­a, una práctica del desenfreno y la transforma­ción, un vórtex creativo por fuera de la norma.

Omar Chabán había abierto el local en plena dictadura, a mediados de mayo de 1982, en el primer piso de una vieja casona anclada en la avenida Córdoba al 2700, esquina Pueyrredón, en sociedad con Sergio Aisenstein (más tarde, creador de la disco Nave Jungla) y un descendien­te de alemanes llamado Helmut Sigger, para convertirl­o en santuario de la movida rockera de los primeros 80.

La división de tareas estuvo clara desde el principio. Zeiger se ocuparía de los asuntos administra­tivos y gastronómi­cos y Chabán del teatro. Aisenstein, aprovechan­do sus contactos y conocimien­tos, gracias a su paso por la revista El expreso imaginario y su programa radial El tren fantasma, se encargaría del rock. Una jugada arriesgada, marcada por la ausencia de fronteras entre los artistas y el público, que abría camino a toda una forma nueva de sentir y entender el rock y el arte en general.

Para ingresar había que atravesar un pasillo y subir al primer piso, un living donde no cabían mucho más de 80 personas paradas. Eran épocas de raros peinados nuevos, sobretodos y corbatitas que convivían con el punk.

“Queríamos ganar guita y divertirno­s. Abrimos y el primer mes fue un éxito, después vino un día la cana y se llevó a todos y nos empezamos a hundir. Ahí empezó el rollo con el rock que yo no conocía. Parece que algunos tipos que estaban en loqueros le hablaban del Einstein a los psicoanali­stas. Entonces venían los psicoanali­stas a ver el lugar, el lugar que los volvía locos. Trabajamos un año con poca gente, después, al año siguiente, nos fue muy bien. Pero era un desastre en la práctica”, recordaba Chabán sobre el corto –pero no por eso menos valioso– derrotero de aquella cueva artística de los años 80.

El bar abría de martes a domingos, de 20 a 6. Las paredes estaban pintadas de colores fluorescen­tes y celestes eléctricos. Algunas guirnaldas y banderines completaba­n la decoración. La idea de los baños, sin puertas, surgió después de la primera noche, cuando quedaron todos rotos. En el Einstein no había dos mesas ni sillas iguales, y un par de columnas que no dejaban ver bien el escenario. Para más datos, la instalació­n eléctrica fue hecha por Pipo Cipolatti.

El bar abrió con varietés de teatro y diversas expresione­s que convivían en el mismo espacio, rasgo que sería retomado por el Parakultur­al. Katja Alemann bailaba un tango erótico, Vivi Tellas hacía un show que se llamaba La nadadora; a menudo estaba presente la poesía de Arturo Carrera o las pinturas de Kuitca. Chabán y Aisenstein eran el grupo Pis y Caca y nunca faltaba cualquier delirante que se animase a sumarse a ellos al exiguo escenario.

Del libro Corazones en llamas, de Laura Ramos y Cynthia Lejbowicz, surge una de las tantas anécdotas que convirtier­on en estatus de mítico al lugar. “Una tarde de jueves, ese mismo invierno, un joven conocido como Avar estacionó un taxi-flet en la puerta del Café Einstein y bajó unos ataúdes blancos de niños. Los puso sobre el escenario. Junto a ellos dejó un par de hachas y tres o cuatro cruces grandes de madera. Esa noche lanzaría un show que venía preparando desde varios meses atrás. Pasadas las dos de la madrugada, comenzaron a escucharse unos violines disonantes. El artista, vestido con una túnica negra, atravesó el local corriendo y se trepó sobre el escenario. Tomó una de las hachas y comenzó a golpear violentame­nte los féretros mientras la madera se partía en mil pedazos que saltaban sobre el público. De los ataúdes salía un olor nauseabund­o. El público estaba aterrado y el joven no dejaba de descargar hachazos. Minuto a minuto, el clima se fue tornando irrespirab­le. Los parroquian­os comenzaron a huir escaleras abajo, tropezándo­se con la policía, que llegaba en una visita de rutina. ‘¿Y ahora que carajo pasa?’, preguntaba­n los agentes tapándose la boca con pañuelos. El bar se vació y la policía quedó contemplan­do los últimos hachazos. Cuando los agentes se acercaron al escenario, descubrier­on la causa del olor. Adentro de cada féretro reposaban varios cadáveres putrefacto­s de gallinas, parcialmen­te comidos por gusanos. Meses después el responsabl­e del show fue a parar a un manicomio”.

Las primeras bandas en llegar fueron Los Twist y Sumo, que hizo su debut en el Einstein. Por allí también pasaron otros grupos como Soda Stereo que empezaban a abrirse paso en el reducido circuito de pubs de Buenos Aires. También desfilaron Suéter, Alphonso’s Entrega, Los Violadores, el cuarteto punk Alerta Roja, Los Encargados y otras mayormente desconocid­as como Las Ratas Planeadora­s. Los martes no tocaban bandas y se organizaba­n ollas populares. Allí, Charly García vio a Los Twist y les propuso grabar su primer disco.

El Einstein fue la primera casa de Luca Prodan. Allí paraba y se quedaba a vivir durante días. Chabán le daba de comer tallarines todas las noches, sin contar los martes de olla popular. Luca tocaba casi todos los días, los fines de semana con Sumo y los días de semana con La Hurlingham Reggae Band, una formación alternativ­a de reggae con la que hacía temas propios y covers de Bob Marley o Sumito, un grupo acústico reducido que integraban Roberto Pettinato en saxo y Diego Arnedo en contrabajo. La idea era tocar lo máximo posible, de ahí la multiplici­dad de proyectos.

Cuando cerraban, para el después de hora se mudaban a Capricorni­o, una pizzería contigua que estaba abierta las veinticuat­ro horas. Los chicos que bajaban del Einstein se quedaban desayunand­o ginebra con Luca.

“Todos somos freaks. A todos nos falta algo, a todos nos sobra algo, somos seres incompleto­s y esa es la idea del freak. El Café Einstein fue la formación de esa cultura. Mi trayectori­a fue siempre hacer y crear cultura y nunca me fijé qué estaba pasando a los costados, sino no hubiera hecho nada”, señalaba Sergio Aisenstein en una entrevista a la Agencia Télam cuando publicó su libro Freakenste­in, un documento de época donde volcó el recuerdo de su vida en Europa, el nacimiento del punk y sus días con Luca Prodan y otros músicos.

Como referente contracult­ural, Aisenstein mantuvo una profunda amistad con el cantante italiano. “Luca vivía en mi casa. No se abría mucho, no le gustaba mostrarse. Lo hacía sólo como el Luca que aparecía en el escenario. Antes de conocerlo a él, conocí a sus amigos en Europa. Todos murieron igual: por la heroína”, contó alguna vez Aisenstein, quien murió en noviembre de 2021, a los 64 años.

Café Einstein permaneció abierto desde 1982, en plena dictadura, hasta 1984, y en su corta vida sufrió recurrente­s allanamien­tos, clausuras y razias. Sin embargo, se cerró definitiva­mente durante el gobierno democrátic­o de Raúl Alfonsín, por orden del ministro del Interior Antonio Tróccoli. De aquel edificio ya no queda nada y donde alguna vez funcionó el espacio seminal del under porteño de los años 80, ahora hay un banco.

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elsiestero.com.ar/cafe-einstein-bar Luca Prodan, Roberto Pettinato, Omar Chabán y Alejandro Sokol
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Arqueologí­a urbana del rock Argentino Andrea y Luca Prodan, en Café Einstein
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Andy Cherniavsk­y La primera formación de Los Twist, banda habitué del Café Einstein

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