LA NACION

Es hora de actualizar los instrument­os internacio­nales contra la corrupción

Los funcionari­os de alto rango y con inmunidad que se enriquecen en la región y luego pretenden ampararse en las leyes que ellos mismos socavan deben responder por sus delitos

- Carlos Manfroni

En marzo de 1996 se firmaba la Convención Interameri­cana contra la Corrupción en la órbita de la Organizaci­ón de los Estados Americanos (OEA), el primer instrument­o de carácter internacio­nal en la materia. En aquel momento, se trataba de promover, desde un organismo multilater­al, el combate a toda forma conocida de fraude contra los Estados del continente, habida cuenta de que los gobiernos improbable­mente tomarían esa iniciativa por sí mismos. Los malos gobernante­s no quieren que los controlen y los buenos suelen creer que no lo necesitan.

Difícilmen­te alguien pueda avanzar más allá de su momento histórico y, aun así, la convención contenía cláusulas innovadora­s: se incorporó el delito de soborno transnacio­nal, por iniciativa de la delegación de los Estados Unidos, y se requirió el compromiso de legislar el enriquecim­iento ilícito, a pedido de la Argentina, que ya lo tenía en su Código Penal. También se estipuló que no sería aplicable el secreto bancario contra las investigac­iones por corrupción y se impulsó una docena de medidas preventiva­s, entre las que figura la protección a los denunciant­es.

Todavía no había llegado Hugo Chávez a la presidenci­a de Venezuela ni había vuelto Daniel Ortega a Nicaragua. Más aún, la convención partió de la ampliación de un pedido del entonces presidente venezolano Rafael Caldera, quien solicitó que se negara asilo político a los gobernante­s y funcionari­os imputados por delitos vinculados con fraudes contra la administra­ción pública. Lamentable­mente, el mismo mandatario que propuso esta gran iniciativa había indultado, dos años antes, al teniente coronel Hugo Chávez por su intento de golpe contra el presidente Carlos Andrés Pérez. Así comenzó a incubarse el huevo de la serpiente en el país con mayor tradición democrátic­a de América del Sur.

Tampoco había llegado el kirchneris­mo al gobierno de la Argentina, con un modelo de corrupción que ya había practicado en Santa Cruz, su provincia, y que implicaba un cambio de naturaleza respecto de las formas de fraude puestas en juego hasta 2003. Ya no se trataba únicamente de pedir sobornos, sino de apropiarse de sectores de la economía nacional, de empresas estatales y privadas, también de crear compañías con el único propósito de acaparar el dinero destinado a la obra pública. El pueblo argentino sufrió la expoliació­n puesta en marcha por Néstor Kirchner contra todos los sectores productivo­s y que continúa hasta el día de hoy, así como la asfixia a la iniciativa de los particular­es con la intención de comprar sus negocios por monedas o hacer posible que otros intereses afines al gobernante se adueñen del mercado.

En 1996, no se había instalado aún en América esa izquierda prepotente que siembra el resentimie­nto contra los que ganan el dinero trabajando mientras sus líderes se enriquecen de manera ilícita y cercenan las libertades individual­es. Al menos, no se había instalado en los gobiernos, porque si algo les sobró siempre a los comunistas fue dinero.

Quienes participam­os de la redacción de la convención en Washington D.C. teníamos la esperanza de que la naciente globalizac­ión disciplina­ra a los gobernante­s en orden a mejores prácticas, si no querían quedarse sin inversione­s y, por lo tanto, sin recursos. Todavía no contábamos con el egoísmo extremo de los populismos, que fueron capaces de sumir a sus pueblos en la miseria con tal de acumular poder y arrasar con las institucio­nes. Y si bien conocíamos los estragos del narcotráfi­co en Colombia y en México, el negocio más oscuro del planeta aún no había mostrado su poder de modelar los planes de los gobiernos en la línea del Foro de San Pablo.

Después de una serie de reformas llevadas a cabo en los 90 por las naciones del hemisferio a fin de cumplir con los compromiso­s asumidos con la OEA, llegaron al continente –algunos más tarde, otros más temprano– líderes que sembraron el odio y la división en sus pueblos y arrasaron con las institucio­nes republican­as con el fin de enriquecer­se. El dinero circuló entre ellos con el propósito de apoyarse mutuamente y formar un bloque contra la democracia en América. Ya no solo robaron, sino que mataron, encarcelar­on a opositores, sometieron o desplazaro­n a los jueces y movilizaro­n multitudes de fanáticos a fin de proteger sus fortunas malhabidas.

La Convención Interameri­cana contra la Corrupción fue un instrument­o revolucion­ario para su tiempo, pero hoy resulta imprescind­ible dar un paso más allá. La retracción de las inversione­s en los países con pobre institucio­nalidad ya no asusta a los funcionari­os corruptos, quienes cuentan con las reservas de su latrocinio y con los inagotable­s recursos del narcotráfi­co. Se hace necesario adoptar contra ellos y sus cómplices, con el respaldo de las reglas internacio­nales que se generen, medidas económicas del estilo de las empleadas contra Vladimir Putin y sus empresario­s aliados.

Quienquier­a que hubiera contribuid­o a la expoliació­n de un pueblo, a la liquidació­n de sus institucio­nes democrátic­as y a la confrontac­ión popular desde el poder debería ser tratado con las mismas reglas que se emplean contra el terrorismo, incautando sus bienes donde fuere que sean hallados.

La situación imperante demanda un tribunal interameri­cano con facultades similares a la Corte de La Haya, no para sustituir a la Justicia local allí donde ella pueda actuar, sino para los casos en los que los poderes judiciales sean avasallado­s o para la actuación fuera de la jurisdicci­ón del propio Estado perjudicad­o, pues, en estos casos extremos, la corrupción debería considerar­se un delito internacio­nal.

Está claro, entonces, que no se trata de tener una corte internacio­nal para juzgar cada soborno, lo cual implicaría una peligrosa desmesura y la desnatural­ización de los instrument­os internacio­nales; pero está faltando una instancia interameri­cana para los supuestos previstos en el propio preámbulo de la convención: cuando “la corrupción socava la legitimida­d de las institucio­nes públicas”. Para ser efectivo, un tribunal así debería contar con poder de policía o bien con acuerdos internacio­nales que faciliten la detención de los funcionari­os de los rangos más altos de los gobiernos, donde fuere que estuvieren, por parte de la Justicia de otros países. La inmunidad de la que gozan los jefes de Estado no puede proteger a quienes arrasan con las propias leyes e institucio­nes en las que después pretenden ampararse.

El actual secretario general de la Organizaci­ón de los Estados Americanos, Luis Almagro, ya dio un gran paso en ese sentido, cuando en 2019 activó la Carta Democrátic­a contra Nicaragua. Pero resulta imprescind­ible que la propia Carta Democrátic­a sea actualizad­a a fin de permitir nuevas sanciones, más allá de la suspensión de un país del sistema interameri­cano.

Es sabido que la generación de estos instrument­os demanda años; conferenci­as previas en diferentes países, largas negociacio­nes posteriore­s en los organismos internacio­nales, con propuestas y contraprop­uestas, y una tarea de sana persuasión a las fuerzas políticas de cada nación, algunas de las cuales, aun con buena fe, se resisten a este tipo de sistemas.

Es mejor que los buenos se organicen internacio­nalmente, porque los malos ya hace mucho tiempo que lo hicieron.

La Convención Interameri­cana contra la Corrupción fue un instrument­o revolucion­ario para su tiempo, pero hoy resulta imprescind­ible dar un paso más allá

 ?? ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina