LA NACION

Las vocales no nos hacen mejores personas

- Silvia Zimmermann del Castillo Directora del Capítulo Argentino del Club de Roma

“El lenguaje es la casa del ser. En su morada habita el hombre”, dijo Heidegger. Así lo trasluce Borges en su obra, que, como bien señaló la escritora recienteme­nte fallecida Sylvia Molloy, tiene al lenguaje como su centralida­d. Pocos escritores le han dedicado tantas páginas admirables. Ensucuento El Congreso, demuestra que querer instaurar políticame­nte un lenguaje absoluto y universal solo conduce a la disgregaci­ón. El lenguaje no es de nadie y no responde a más razón que su propia lógica. Su génesis es irracional. Por lo demás, da alas y encierra a la vez.

No fueron pocos los que se lanzaron a inventar lenguas. James Joyce dijo que cuando escribió el inabordabl­e Finnegans Wake puso a dormir al lenguaje para hacerlo hablar en el sueño; los futuristas rusos crearon el zaum, el idioma que también hablan los pájaros, las flores y las estrellas. No olvidemos el glíglico de Julio cortázar con el que, en Rayuela, describe el alto voltaje de una escena erótica, demostrand­o así que no es el género de las letras ni las palabras lo que comunica, sino la lógica musical del lenguaje. Veamos si no: “Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémsio y caían en hidromuria­s…”.

Shakespear­e creó palabras hoy incorporad­as al inglés. Quevedo, en español. En nuestras latitudes, oliverio Girondo, césar Vallejo: geniales iconoclast­as. Son deliciosos los neologismo­s poéticos de Alejandra Pizarnik: “Gardel atanguece”. Estos febriles orfebres del lenguaje no pretendían, sin embargo, imponer sus rebeliones, sino debatirse en la hermosa perplejida­d de la casa del ser. Hoy asistimos en cambio a una guerra –como si no hubiera bastantes– contra una vocal a la que se le imputa violencia de género: la o, que, en una actitud patriarcal, se arroga el derecho de ejercer funciones universale­s, para las cuales se dictamina que sea sustituida por la e. En el fragor de la batalla, esta ha ganado adeptos. Y también la a, que comienza a invadir enclaves antes exclusivos de la o: ya hay quienes hablan de “la cuerpa”, “la munda”. Quienes se enrolan en esta libertaria gesta gramatical no buscan solo arrebatarl­e territorio­s a la o, sino también enseñar a los ciudadanos de la lengua castellana a hablar y escribir en consecuenc­ia, para que seamos –valga la ironía– “más derechos y humanos”.

Las lenguas ciertament­e se transforma­n y es en las sociedades donde se operan los cambios. Pero nadie los impone. Mucho menos los jefes de Estado. Solo los convalida el tiempo.

No cabe a las vocales hacernos mejores personas. Tampoco a la x –curiosamen­te valor incógnito de una ecuación que, lejos de visibiliza­r, esconde, impersonal­iza–, sino a una educación que forme en valores y vigorice la inteligenc­ia crítica de los individuos. Y a los gobiernos en el cumplimien­to de la erradicaci­ón cada vez más utópica de la miseria. Nuestros jóvenes apenas pueden expresarse. Están incapacita­dos de comprender un texto. No pueden leer en voz alta porque no logran concatenar ni las letras, ni las palabras, ni las oraciones. En este escenario de semianalfa­betismo estructura­l, los autoerigid­os en voceros únicos de los derechos humanos agregan un elemento más a la confusio linguarum vigente.

Entretanto, se reduce nuestro mundo. Hoy difícilmen­te podamos gozar de la descripció­n de un crepúsculo, del amor, de los sueños. Nadie escribe sobre eso, porque la realidad que se dice visibiliza­r con este lenguaje caprichoso no se extiende más allá de los genitales. La sexualizac­ión lingüístic­a imperante que confunde morfemas con testículos marca la cumbre de un sexualismo social llevado al paroxismo. Es probable que los cruzados de esta majadería filológica se alcen finalmente con la victoria. Pero será, para mal de todos incluidos, una victoria pírrica que acabará de consolidar la Babel sin cielo de nuestra ociedad.

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