LA NACION

Frente de Todos, descalabro de todo

Todo vale cuando nadie gobierna, salvo una persona que pretende condiciona­r la adopción y ejecución de las políticas públicas a su agenda de impunidad

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El control del tipo de cambio, como ancla de la economía, implica el compromiso moral de alinear el resto de las variables con ese timón. Y lo calificamo­s de “moral” porque esa regla pone en juego el presente y futuro de todos los argentinos. Sin embargo, la vicepresid­enta, desesperad­a por sus causas judiciales, nunca sintió que esa sincronía tuviera implicanci­a axiológica alguna. Para ella, lo importante es no perder su base electoral, pues la historia deberá absolverla y eso requiere alcanzar en las urnas el sobreseimi­ento que no obtendrá en los tribunales.

Para lograr sus fines personales, desde que asumió en 2019 impuso dos consignas a su delegado presidenci­al: no devaluar para evitar otro desastre como el Rodrigazo, ocurrido en 1975, y no ajustar para continuar con el festival de gasto y empleo público, aportes a empresas del Estado, planes sociales y tarifas subsidiada­s. La inexistenc­ia de un plan económico, como se ufanó Alberto Fernández desde entonces, es consecuenc­ia del mandato que recibió desde la cima del poder.

La tensión entre la emisión monetaria y la renuencia a devaluar se traduce en la conocida brecha cambiaria, que subyace bajo todas las fracturas que debilitan el cuerpo de la sociedad argentina. Y del alma, mejor no hablar. Cuanto mayor es el déficit fiscal para satisfacer prioridade­s kirchneris­tas, mayor es la inflación, que siempre supera los salarios y las pagas a quienes reciben planes. Volando como los demás precios, el dólar libre se aleja del retrasado dólar oficial, convirtien­do la brecha en un instrument­o de tortura medieval, que aplasta hasta sacar el último hálito de vida a quienes generan divisas para abonar comitivas oficiales, barcos regasifica­dores y facturas foráneas de Aerolíneas Argentinas.

Con cada giro de ese garrote vil en la nuca de los más competitiv­os, son menos los dólares disponible­s para insumos agropecuar­ios e industrial­es y más las fábricas que reducen producción por su falta. Mecanismo perverso que cuanto más aprieta, más daña a exportador­es e importador­es, hasta que haya alivio para ambos cuando la tortura llegue a su fin y no quede nada para ninguno.

La vicepresid­enta dirige su gran obra teatral, interpreta­da por diputados y senadores, intendente­s y gobernador­es, sindicalis­tas y dirigentes sociales, quienes, a sabiendas del descalabro que causan, optan por el disimulo obediente antes que ser expulsados de la carpa peronista.

Desbordada por sus bases y empequeñec­ida por la expansión de la informalid­ad, la CGT no saca los pies del plato y se reúne con Alberto Fernández, sin agenda y con fotógrafo, para rogar juntos por el comienzo de un mundial de fútbol que tape con goles la falta de dólares, de coraje y de ideas.

Los senadores que votaron por ampliar la Corte Suprema de Justicia saben que en sus provincias los problemas son otros. En la mayoría se desarrolla­n cultivos intensivos en crisis por falta de insumos importados, ausencia de cosecheros, altos costos en pesos y un dólar oficial que les quita la mitad de lo que cobran para dársela a otros, como las armadurías de Tierra del Fuego.

En Tucumán, las citrícolas arrancan plantas de limones para cambiar de especies vegetales. Hay superprodu­cción mundial y sus senadores deberían proponer medidas que mejoren la competitiv­idad del sector, orgullo del Jardín de la República. El impávido jefe de Gabinete, Juan Manzur, tucumano, no dice ni mu al respecto, mientras que sus comprovinc­ianos senadores Sandra Mendoza y Pablo Yedlin votan por ampliar la Corte, aunque se reduzcan los plantíos. Lo mismo puede decirse de Alberto Weretilnec­k, senador por Río Negro, o de Oscar Parrilli, por Neuquén, ante el drama frutihortí­cola en las chacras de quienes los votaron; o de Anabel Fernández Sagasti, senadora por Mendoza, quien, en lugar de preocupars­e por las bodegas, se embriaga por el juicio a su lideresa.

Y así se encuentran situacione­s insostenib­les por doquier en materia forestal, de lechería, legumbres, caña de azúcar, arroz, yerba mate, papa, arándanos, entre muchas otras, siempre vinculadas al desfase entre la inflación y el tipo de cambio. En muchos casos, combinados con la feroz sequía, el costo de fletes o la ausencia de acuerdos comerciale­s para abrir mercados. La estrategia de lograr mayor competitiv­idad con reformas estructura­les fue prohibida por la vicepresid­enta a sus bloques senatorial­es, que adoptan su agenda en desmedro del interés de sus provincias.

El ministro de Economía, Sergio Massa, aplica parches de superviven­cia mientras celebra el envío de caños a Vaca Muerta esperando que una futura lluvia de dólares resuelva sus problemas sin ningún cambio, como en Nigeria. Sabe que no puede reproducir el dólar soja para otros alimentos, pues impactaría sobre precios, y revisa planillas con lupa hasta descubrir qué hidrolavad­oras, motos de agua y máquinas tragamoned­as tienen licencias automática­s, mientras las fábricas deben pedir permiso para partes y piezas. Ese es el nivel de ideas transforma­doras que tienen nuestros Sergio Einaudi o Ludwig Erhard en la Argentina tricéfala que pergeñó la mandamás del peronismo.

Cuanta más pobreza, más emisión para intentar paliarla. Cuanta más emisión, más miseria, crisis de economías regionales y parálisis fabril, telón de fondo de todas las protestas cotidianas. Bloqueos a industrias, acampes en las avenidas, violentas patotas sindicales, tomas de escuelas, incendios provocados por seudomapuc­hes, robos y violencia en los barrios. Todo vale cuando nadie gobierna, salvo una persona que condiciona las políticas públicas a su agenda de impunidad. Contrarian­do la publicidad oficial, la Nación se encoge como la implosión de una supernova que, luego del descalabro, se transforma­rá en agujero negro.

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