LA NACION

El punto exacto del abrazo

- Diana Fernández Irusta

Uno se llama Botánica sentimenta­l. El otro, Largo tiempo para charlar. Los abro, los leo y es como si me rodeara un raro perfume de habas en flor, yuyos, aceite de oliva, ciruelos, carqueja, lavanda. Dos libros fragantes.

Para variar, por estos días vengo penando por todo lo que me cuesta el mundo de allá afuera: me impongo –es mi trabajo– estar actualizad­a, seguir el cotidiano trajín de conflictos y de furia, intentar entender, aceitar el difícil barómetro de la compasión, el aún más difícil ejercicio de poner pie en la corriente sin que la corriente te lleve puesta.

En medio de todo eso, por estos días, estos dos libros como dos abrazos perfumados. Me acompañan.

Botánica sentimenta­l es una novela escrita por Mercedes Araujo y publicada por Lumen. Me sumerjo en sus páginas como una de sus heroínas, Antonia, hunde los pies en la tierra que rodea a una vieja casona familiar desde la cual se ve el Tupungato. Zona de viñedos, terremotos y cielos que revientan de estrellas. Antonia camina y siente el perfume a tomillo, “picante, alcanforad­o y terroso”.

En La Silenciada, la casa que, solita y sola, busca habitar al menos por unos días, rondan los fantasmas de varias generacion­es de mujeres. Antonia los convoca, desempolva diarios y cartas, se cubre con mantas tejidas hace muchas estaciones, aún cálidas pese a lo apolillado.

Con lápiz, al borde de una página garabateo un árbol genealógic­o: entre magnolias, cipreses y la huella del pasto estampado por el rocío –y a través del presente de Antonia–, Araujo va desgranand­o una epopeya familiar. Antes que Antonia, su madre, Marga. Y antes la abuela Memé. Y antes, Feliciana. Y mucho más atrás, en el inicio de la saga y atravesada por un siglo XIX tan cruel como todos los siglos, María Torres Villarreal, marcada con el sello de los esclavos libertos, corajuda y empecinada, forjadora de la casa que ampararía a varias generacion­es de descendien­tes.

El relato de Araujo va y viene entre pasado y presente; teje la historia de Antonia como las abuelas tramaban el espesor de las mantas. Los terremotos –1861, 2016– van punteando el devenir de la familia. Están los hombres, pero el punto de

Los personajes, por sobre todo las mujeres, se aman con profundida­d y leve distancia a la vez

vista, las manos que enhebran el hilo de la historia son femeninas.

Largo tiempo para charlar es un libro de poemas escrito por Noelia Rivero y editado por La Ballesta Magnífica. “Para mis vecinas, las lechuzas”, dice la dedicatori­a, y algo se anuncia desde ese momento. Porque si en Botánica sentimenta­l es el entorno andino el que va desafiando la constancia de los personajes, aquí la que emerge es la pampa. Entonces hay flores de cardo, un ramaje que tiembla bajo los efectos del viento, vaquillona­s echadas en un pastizal, frutillas amenazadas por el granizo.

“Érase una vez la noche. La habías olvidado./ Hasta que cuatro murciélago­s danzaron en el centro/ de la casa”, escribe Rivero. “Y desandando lo dicho/ harás silencio/ como una estrella sola/ llena/ quién sabe dónde”, sigue escribiend­o.

En Botánica sentimenta­l los personajes, por sobre todo las madres, hijas y nietas, se aman con profundida­d y leve distancia a la vez. “Mantener la distancia, ser gentiles y negligente­s –explica la narradora–. Cortesía la llamó Deleuze; gentileza, dijo orly; delicadeza o suavidad, Guattari”. Acunadas por esa elegancia, en ese “sobrevuelo y envolvimie­nto”, las mujeres de la familia van tramando una trama en la que estar sola no se contrapone con saberse parte de un lazo. En Largo tiempo para charlar, un poema alude a cierta fogata decisiva, crepitante dentro de una estufa construida en el centro de no cualquier casa. “A mamá la visitamos en sueños./ En sueños, mamá nos trae una toalla tibia”, se lee.

Tacto y fragancia. Palabras que se deslizan con precisión blanda, sonora y justa. De eso se tratan estos libros; algo así como el punto exacto del abrazo.●

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