LA NACION

Máximo y el trauma no resuelto de un juego infantil

- — por Pablo Sirvén

Máximo Kirchner lo explicó en la película documental sobre su padre, que dirigió Paula De Luque, hace diez años.

“Jugábamos a los soldaditos –rememora su infancia el delfín cristinist­a–, pasaba y te rompía todo. Eso hacía Néstor. Se divertía. Nosotros nos enojábamos. Pero lo volvíamos a armar. Creo que por ahí nos estaba enseñando algo”.

Principio elemental de todo psicoanáli­sis: cuando llevamos al diván un recuerdo escogido de nuestro remoto pasado, algo no superado permanece en esa elección. En la escena de un chico que dispone ordenadame­nte una fila de soldaditos y que su padre repetidas veces hace volar por los aires, más allá de lo lúdico de ese gesto, subyace cierta agresivida­d que aquel niñito no terminó nunca de procesar y que, al quedar pendiente de solución, adquiere otra significac­ión cuando la evoca ya de adulto.

¿Cómo incide, además, en su sensibilid­ad el detalle peculiar de llamar al padre por su nombre de pila (Néstor), desde un plano más militante que fraternal, algo que repite ahora con su madre?

¿Máximo reconoce que aprendió de su padre a romper todo y, por eso, ejerce la política pateando aquello que se le opone?

El problema es que en la realidad todo es mucho más complicado de arreglar que volver a poner en pie soldaditos de juguete.

Siguiendo con las elucubraci­ones freudianas, ¿cómo pesaron en la maduración de ese niño, y después adolescent­e, las maneras personales y políticas de sus padres hacia afuera y hacia adentro, desde esa privilegia­da primera fila obligada que impone la intimidad familiar? ¿Cómo influyeron/influyen ya en el Máximo adulto los modos bruscos de papá Néstor y mamá Cristina, presidente­s poderosos acostumbra­dos a ser obedecidos incondicio­nalmente y a no ser discutidos por nadie, empezando por el propio seno familiar?

Ahora ya más grandecito, Máximo se atreve a una pequeña disidencia: no se cansa de machacar en las exiguas vidrieras públicas a las que se atreve (Navarro, Verbitsky y no mucho más) que no fue escuchado por su madre cuando le señaló la inconvenie­ncia de poner como presidente vicario a Alberto Fernández.

Liderar el peronismo exige un claro acto de rebeldía contra el orden anterior para imponer una nueva verticalid­ad estricta e indiscutib­le. Lo hizo Perón, en el seno de la dictadura militar de la que surgió; Menem se rebeló contra la prédica estatizant­e que había caracteriz­ado al movimiento mayoritari­o de este país y nadie tuvo más poder que él en la Argentina de los 90. Néstor tiró por la borda a Duhalde y Cristina le ganó a Chiche en la interna bonaerense. En pocos meses, el kirchneris­mo cumplirá nada menos que veinte años tallando fuerte en la política local.

Los que no saben armar su propio liderazgo, sepultando el anterior, en el peronismo quedan por el camino, por lo general de manera traumática. Es una regla sin excepción que pudieron comprobar en carne propia Héctor Cámpora, Isabel Perón, Alberto Rodríguez Saá, Eduardo Duhalde y, ahora mismo, Alberto Fernández.

El caso de Máximo Kirchner es todavía mucho más intrincado por sus implicanci­as doblemente filiales. Si para cualquier hijo tener un progenitor dominante y exitoso implica un desafío cuesta arriba para encontrar su propio destino con autonomía sólida, estable y distintiva, cuánto más complejo debe ser cuando ese karma se multiplica por dos.

Hay una rebeldía superficia­l en Máximo, más propia de un opositor juvenil. Pero ¿es suficiente para el peronismo contar con un apellido poderoso para ser automática­mente respetado y obedecido por sus bases? Ya vimos en Isabel Perón que eso no ocurrió. Sin embargo, Cristina sí supo aprovechar el “dedazo” de su marido, que la ungió como sucesora. Hasta terminó superándol­o con creces como la mujer de mayor poder en la historia argentina, aunque actualment­e ya muy menguado.

La rentrée del máximo hijo en la etapa del fallido “Volvemos mejores” fue con una rebeldía desenfocad­a y de bajas calorías: le costó patear los soldaditos del PJ bonaerense (que, como los suyos de juguete, una y otra vez se vuelven a poner de pie). Luego pateó el acuerdo con el FMI, que el Presidente consiguió aprobar, de todos modos, con los votos de la oposición. Y en la semana que pasó, no dio quorum y se rateó del kilométric­o tratamient­o del presupuest­o 2023, aunque se incorporó a la sesión a la hora de la votación en general, ya de madrugada. Nunca una idea concreta, un plan, algo.

El justiciali­smo en el poder siempre tuvo sus internas, pero el caso de grave disociació­n con el Gobierno que llevan adelante la viuda de Kirchner y su hijo, a pesar de ser parte fundante del mismo, es algo que rompe todos los moldes.

De más está decir que en esta escenifica­ción, el papel de los soldaditos pateados una y otra vez nos toca a los ciudadanos de a pie.ß

El hijo de Cristina Kirchner cuenta que su padre le pateaba los soldaditos cuando era chico. ¿Incide eso en su forma actual de hacer política?

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