LA NACION

Un viaje al corazón de la fragilidad humana

- — por Micaela Urdinez

Nunca se está preparado para acercarse a la fragilidad humana. No se aprende jamás a ser testigo del hambre o a ver chicos tiritando de frío. Se padece, siempre. Se aguanta la injusticia que hierve en la sangre. ¿Por qué les toca a ellos pasar tantas necesidade­s y no a mí? Esa es la pregunta recurrente que le imprime un tamiz de privilegio a mi vida. Yo tuve oportunida­des, ellos no.

Si bien este es el cuarto año que recorro los rincones más olvidados del país para hacer Hambre de Futuro, en cada destino me enfrento a situacione­s que me dejan sin aire. Como cuando encontré a Silvina, de 5 años, acostada en el piso en un paraje del norte salteño. Pesaba solo 11 kilos, lo mismo que un chico de un año. Su estado de desnutrici­ón era tan grave que no podía mantenerse en pie y hubo que internarla de urgencia. O cuando los hermanos Leal, en Chaco, me llevaron hasta la laguna llena de chanchos de la que sacaban el agua para tomar, bañarse y cocinar. Cuando la realidad es tan brutal, la razón no encuentra respuestas, el corazón tampoco.

El objetivo del proyecto es poner la pobreza infantil en agenda, mostrar los rostros de los chicos que cuesta ver. Por eso viajamos hasta sus casas, conocemos su contexto, les damos voz. Los periodista­s no somos como los médicos que podemos anestesiar­nos para aceptar la muerte como parte del trabajo. Nuestra esencia es empatizar. En mi caso, es tratar de entender las lógicas de la pobreza, desarmar prejuicios (también los propios) presenciar las vivencias de los protagonis­tas, y poder contarlas con los ojos más objetivos posibles. Eso de “ponerse en los zapatos del otro” no aplica en estos casos. Nunca voy a poder sentir en carne propia la marginalid­ad de estas infancias.

El primer desafío es encontrar las historias. La puerta de entrada al territorio son las organizaci­ones o referentes sociales que trabajan en estas comunidade­s y conocen sus necesidade­s. Ellos nos selecciona­n algunos posibles casos pero primero las familias tienen que acceder. En general, desconfían de “los de afuera” y tienen miedo de que lo que digan traiga represalia­s. Son muy pocos los que se animan a recibirnos y mostrarnos realmente cómo es su día a día.

Yo también tengo miedo. De que alguna autoridad provincial o municipal no nos deje hacer nuestro trabajo, de no alcanzar a retratar fielmente la complejida­d de situacione­s que atraviesan, de que visibiliza­r sus urgencias no alcance para conseguir la ayuda que necesitan, de no pasar el tiempo suficiente con cada madre que se quiebra en llanto porque tiene que elegir entre comer o comprarle unas medias a su hijo. Solo intento mantener la compostura frente a cámara y después abrazar.

Durante el 2022 recorrimos seis provincias: Formosa, Jujuy, Chubut, Córdoba, San Luis y Tucumán. Nos subimos a aviones, camionetas, botes y lanchas para llegar a puntos que, a veces, ni siquiera figuran en Google Maps. Son personas que “no existen”. Ni para el Estado ni para la sociedad. Además de la indigencia, lo que más me impactó es la desolación presente en cada frase. Hay una soledad que los atraviesa. “Yo siempre me sentí abandonada”, te dicen. El aislamient­o los determina y los deja sin acceso a los derechos más elementale­s. Nadie los visita. Por eso, nos reciben con una felicidad que emociona. Nos dan las mejores sillas y la mejor comida que tienen. Ese encuentro humano es mágico. Al fin, ellos importan y alguien quiere escucharlo­s. Con la mayoría sigo en contacto (los que tienen teléfono) y ya forman parte de mi vida.

Durante la semana de rodaje, dormimos en iglesias u hosterías precarias, y cuando se puede, en hoteles más confortabl­es. Los días arrancan al alba y terminan casi de noche. Pasamos mucho tiempo incomunica­dos. Comemos lo que hay, nos quedamos sin agua, nos intoxicamo­s y seguimos trabajando. Casi todo lo que grabamos es al aire libre. Por eso sufrimos las temperatur­as bajo cero (a pesar de estar abrigados) o nos cuesta respirar cuando el calor es agobiante. Nosotros lo vivimos unas horas al día, pero para los chicos que conocemos, esa es su cotidianei­dad.

Este año también hicimos un especial sobre Educación, enfocados en mostrar cuánto efectivame­nte aprenden los chicos que asisten a las escuelas más pobres. La respuesta fue abrumadora: muy poco. Pedirle a un chico de 13 años que te lea su carpeta y que acto seguido baje los ojos con vergüenza es desgarrado­r. La tragedia de los cientos de miles de chicos y adolescent­es escolariza­dos con serios problemas de alfabetiza­ción quedó plasmada en ese silencio.

¿Qué aprendí con este proyecto? A no juzgar. A ser agradecida. A escuchar. Que tenemos el país con los paisajes más increíbles del mundo. Que todos somos parte del problema y también de la solución. Esa es la única salida. Animarnos a mirar de frente a la pobreza y arremangar­nos para dar más oportunida­des.

No se aprende jamás a ser testigo del hambre o a ver chicos tiritando de frío. Nunca se está preparado para acercarse a la fragilidad humana

Las realidades registrada­s por el proyecto Hambre de Futuro se publican en las ediciones impresa y digital de la nacion y pueden leerse en www.lanacion.com.ar/hambredefu­turo. los documental­es se emiten por el canal LN+ los domingos a las 15 y están disponible­s en Youtube.

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