LA NACION

Las personas y las casas

- Dolores Caviglia

El departamen­to B está desocupado desde hace algún tiempo ya. Años atrás vivía una mujer casi anciana y muy sola que daba la bienvenida a las nuevas vecinas con una cajita de bocaditos Cabsha envuelta en nada y una tarjeta del tamaño de las personales pero sin nombre que decía, con su letra, más o menos así: “Yo soy Susana, estoy al lado, cualquier cosa que precisen me dicen”.

Susana hablaba mucho por teléfono cada día y no veía a nadie, pocos la visitaban, pero ahí estaba, a metros. Después ella se fue a vivir a otro país y desde entonces su casa es ocupada por gente que no muestra ni una particular­idad.

Primero se instaló un hombre solo que no volvía a diario, luego se fue, el departamen­to quedó vacío por meses y más tarde llegó una pareja de extranjero­s que hablaba mucho y que de pronto dormía con un bebé pero de pronto no y que a veces hacía juntadas tan multitudin­arias que cabía preguntars­e cómo lo lograba, cómo entraban más de cuatro allí en un dos ambientes que no se presta para tanto.

Pero ellos también se fueron, hubo varios más, nunca mujeres solas, eso sí, pero todos partían a los pocos meses. Yo los vi pasar, a cada uno. Los oí charlar y cocinar desde el living de mi casa que tuvo pocos cambios desde que llegué aquí, hace más de diez años.

Y aprendí a leerlos. Si lo pienso, me lo creo y digo que cuando los cruzaba, cuando por casualidad ellos abrían la puerta de su casa al momento en que yo regresaba y los miraba apenas, un poco los ojos, un poco el atuendo, podía conocer si estaban allí para quedarse o era solo un lugar de paso. Desde la salida de Susana nadie volvió a vestir como Susana. No sé bien cómo es eso de instalarse en un lugar por unos meses y salir para meterse en otro y de nuevo, otra vez, a un ritmo constante que podría parecer enloqueced­or. O una aventura.

Yo suelo quedarme en los lugares. No diría que es solo comodidad, hay más, hay algo del entendimie­nto. Yo comprendo con el tiempo. Ezequiel tiene un amigo que se mudó tantas veces ya desde que dejó la casa de sus padres que no recuerdo las cuentas. Y también tiene otro que vive en tres lugares al mismo tiempo. Yo en una situación como esa perdería la lógica, me sentiría en partes, también abandonada y encima no tendría ante quién hacer el reclamo.

Es que a mí mi casa me compone; si pudiera no me iría jamás de aquí. Yo soy la mecedora de madera oscura que resalta en el living, soy la mesa del color de la miel de la abuela María Elena que le arranqué de la cocina a mi hermano, soy esta cama con respaldo heredada, el piso de parquet, la pared repleta de cuadros (eso se lo copié a mi tío Coco), esta biblioteca de petiribí con la máquina de escribir que me dio mi padre en su regalo de cumpleaños más atinado. Soy los libros que leí y los que todavía no, muchos, soy las tacitas hermosas que le robé a mi madre, esa que a contraluz tiene el rostro de una geisha en su base, la valija negra y con espejo interno para guardar maquillaje que nunca usé y que era de mi abuela Iris, las cositas pequeñas que nos compramos en las ciudades que visitamos como si robáramos para tener algo de aquello aunque en realidad no se puede. Soy las plantas, las hojas verdes que cuelgan y tratan de crecer en medio de este desorden para que haya más vida porque yo siempre quiero más vida, aunque no se note.

Hace unos días sentí un poco de pena. Estaba por caer el sol, yo llegaba a casa y vi un par de sobres con facturas de servicios ensimismad­os bajo la puerta del departamen­to B, como los olvidos, y me puse a pensar en eso otro que también se debe estar acumulando allí, en el vacío inhabitado, las moscas pequeñas, el polvo, el aire encerrado, las sombras, el eco. Pensé en los vecinos por un tiempo. En dónde estarán. En cómo pasarán estos días. ß

No sé bien cómo es eso de instalarse en un lugar por unos meses y salir para meterse en otro

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